Cuando el 24 de agosto de 1966 Gorostiza amaneció muerto en su cama del asilo de Santa Marina, en Santurce, la monjita que le atendía se sorprendió al ver que bajo su almohada había una pitillera de oro. Era su única propiedad en la tierra. Aquella fue la última noticia de Gorostiza, hoy olvidado. La anterior fue una película de Summers, estrenada poco tiempo antes, con el título de Juguetes Rotos. Gorostiza ya vivía en ese asilo, apartado de su familia, mujer y dos hijos. La suya fue, desde luego, una vida de película. Pero con final triste.
Guillermo Gorostiza fue el George Best español. Nacido en 1909 en Santurce, en una familia muy acomodada (su padre alcanzó a ser presidente del Colegio de Médicos de Vizcaya), fue un estudiante pésimo, sólo quería jugar al fútbol. Su padre, harto, acabó por sacarle del internado de Miranda de Ebro para meterle de aprendiz en La Naval. Tenía entonces 16 años.
Pero él se empeñaba en el fútbol y tras pasar por el Chávarri de Sestao y el Zugazarte, una especie de vivero del Arenas de Guecho, fichó por este club, uno de los grandes de la época. Jugó unos cuantos partidos en la llamada Liga Minimalista (un antecedente de la Liga, que jugaron sólo los que hasta la fecha había sido campeones de Copa), hasta que el padre se enteró y le mandó a Buenos Aires, con un tío suyo, a ver si sacaba provecho de él. Pero el tío encontró que el sobrino sólo se interesaba por las noches de tango, trago y bandoneón, y por jugar al fútbol en el parque. Y lo reexpidió hacia la Madre Patria, viaje que se tuvo que costear él mismo pintando la cubierta del barco. Cuando regresó estaba en edad militar y el padre le enroló en la Marina, con destino en la Base de El Ferrol. Aquello fue su felicidad, pues en cuanto le vieron jugar le rebajaron de todo. Tuvo la suerte de que su primer partido fue un amistoso contra el Español de Barcelona, y de marcarle un gol a Zamora. El Ferrol barrió con él en el Campeonato Regional y en la Copa eliminó al Alavés para luego caer ante el Athletic, que decidió ficharle… previo caso con el Arenas, que recordaba que dos años antes había pagado 150 pesetas por ese jugador que luego se les había fugado a Buenos Aires. No cedió hasta que el Athletic pagó 20.000 pesetas. Buen negocio para el Arenas. Tenía entonces 20 años.
Y también para el Athletic, que formaría una delantera mítica: Lafuente, Iraragorri, Unamuno (luego Bata), Chirri y Gorostiza. Mi padre me habló con frecuencia del terror que provocaba Gorostiza en Chamartín, donde un año el Athletic ganó 0-6. (el mismo año ganaron 12-1 al Barça en San Mamés). Gorostiza, apodado Bala Roja, era una rareza para la época, un heterodoxo, un adelantado a su tiempo: diestro, jugaba por la izquierda y en lugar de desbordar y centrar creaba el pánico con su veloz llegada en diagonal y su violento disparo de derecha. Viendo ahora a Cristiano Ronaldo recuerdo la descripción que me hacía mi padre de Gorostiza. Ganó cuatro de las siete Ligas que jugó con el Athletic hasta la Guerra (en dos fue subcampeón) y ganó también cuatro veces la Copa. En dos ocasiones fue máximo goleador de la Liga y en las demás anduvo cerca. Eso, jugando desde el extremo. Por supuesto, también fue estrella de la Selección Nacional, un equipo formidable en la época, que en el Mundial de 1934 vivió la aventura del doble partido (eliminatoria y desempate) ante la Italia de Mussolini, el equipo local. Gorostiza fue uno de los siete lesionados del primer partido que no pudieron jugar el segundo.
Su afición al vino, al coñac y al despiste era ya legendaria por entonces. En la época, los futbolistas acudían por su cuenta al campo a los partidos de casa. Los aficionados madrugadores se podían encontrar a alguno de ellos en el tranvía, de camino al partido. Gorostiza solía llegar muy apurado, y por menos de nada con la colilla de un puro en la boca. Pero rendía. Sus compañeros le describían como un tipo encantador pero muy voluble, siempre dispuesto a dejarse llevar: “Si encontraba a alguien que iba a Misa y le decía ‘¿te vienes?’, pues se iba. Pero si se encontraba con alguien que iba a la taberna y le decía ‘¿te vienes?’, pues también se iba…”. Y claro, según por donde uno vaya es más fácil encontrar lo segundo que lo primero.
Formó parte de la Selección de Euskadi que hizo una gira por Europa durante la Guerra para recaudar fondos para el gobierno vasco. Tras nueve victorias, un empate y una derrota, el grupo vuelve a París, de donde salió. Para entonces, el País Vasco ya está en poder de Franco. Se organiza una segunda gira, por América, pero Gorostiza prefiere no acompañarles. Su bando era el franquista, así que pasó la frontera de Irún junto a Roberto Echevarría y el masajista Birichinaga. Tenía entonces 27 años.
Se casó (tendría dos hijos), y se enroló en el Tercio Requeté Ortiz de Zárate, donde participó en acciones de fuego en el frente de Teruel. Terminada la Guerra, vuelve al Athletic, al que del equipo de antes sólo le quedan Gárate, Oceja, Unamuno y Gorostiza, que es la estrella. Marca 16 goles en 21 partidos, resulta decisivo. Pero en los torneíllos que ha organizado el club en busca de nuevos jugadores asoma un tal Gaínza, de modo que se acepta una oferta del Valencia de 50.000 pesetas, cantidad astronómica en la cruda posguerra, por Bala Roja. Tenía entonces 31 años.
Ya en su primera temporada con los chés, tras un partido de Copa en Sevilla en el que el Valencia pasó de ronda, no apareció tras la consiguiente juerga. El equipo tenía el siguiente partido en Vigo y viajaron sin él. Ya en el campo, y todos en el vestuario, apareció el encargado de la puerta principal: “Oigan, hay ahí un pordiosero que insiste en que es Gorostiza. La verdad es que se le parece…”. Y era Gorostiza. Pidió perdón, jugó, y jugó bien. Ganó el Valencia 1-2. Fue autor del segundo gol (algún cronista le adjudica los dos). Semanas después llegó una reclamación de un Juzgado de Sevilla de 120.000 pesetas por daños provocados en una juerga, y que le achacaban a él. Pese a tan malos hábitos, jugó en el Valencia seis temporadas al máximo nivel, con dos títulos de Liga y otro de Copa. Fue la primera edad de oro del club ché, con otra delantera que se recita de memoria: Epi, Amadeo, Mundo, Asensi (luego Igoa) y Gorostiza. Se aguantó como titular en el extremo izquierdo, con su promedio goleador, hasta la final de Copa de 1947, en Montjuïc, cuando jugó su último partido en el Valencia. Luis Casanova, el presidente en la época (grandioso presidente), guardó siempre un gran recuerdo de él. En la despedida, Goros recibió como regalo una pitillera de oro con una inscripción muy cariñosa. Tenía entonces 37 años.
A partir de ahí, todo fue cuesta abajo en la rodada. Fichó por el Baracaldo, en Segunda, por el Trubia, en Tercera, finalmente por el Logroñés, en Tercera, como entrenador-jugador. De todas partes salió mal. Luego fue incapaz de mantener los ahorros, perdió a la familia, vivió de dar sablazos hasta que la gente le huía. Empeñó la pitillera…
En un arqueo en el Monte de Piedad, alguien encontró la pitillera con el nombre de Gorostiza y llamó al Athletic. Enrique Guzmán, presidente del club, la rescató y se la envió a Luis Casanova. Éste se hizo con la dirección de Gorostiza (ya en el asilo de Santa Marina) y se la envió, con algún dinero y el ruego de que la conservara.
Y cuando el 24 de agosto de 1966 amaneció muerto en su cama del asilo de Santa María en Santurce, la monjita que le atendía se sorprendió de que había bajo su almohada una pitillera de oro. Era su única posesión en la tierra. Tenía entonces 57 años.