Memorias en Blanco y Negro

Sobre el blog

Este blog pretende rescatar la memoria vivida en el deporte.

Sobre el autor

Alfredo Relaño

es director de AS y antes de ello fue sucesivamente responsable de los deportes en El País, la SER y Canal +. No vio nacer el cine, como Alberti, pero sí llegó al mundo a tiempo de ver jugar a Di Stéfano y Kubala, escalar montañas a Bahamontes y ganar sus primeras carreras a Nieto. ¡Y ya no se morirá sin ver a España campeona del mundo de fútbol!

Didí, el Kaká del Bernabéu

Por: | 27 de enero de 2013

El 5 de agosto de 1959 desembarcaba Didí en Barajas, todo un suceso. Didí se llamaba Waldir Pereira y era el armador de juego del Botafogo, donde hacía ala con Garrincha, y de la selección brasileña, que había ganado la Copa del Mundo de 1958 en Suecia. Didí jugaba con el número ocho y era una figura mundial. Conocido por la precisión de sus centros largos, por la inteligencia de su juego y por una manera especial de lanzar los tiros libres, que alcanzó una denominación propia: la folha seca. Era una forma de pegarle al balón muy peculiar, a la que él había llegado un poco por casualidad, como consecuencia de una lesión en un tobillo. (Muchos años después se lo explicaría a Ladislao Moñino, entonces en AS, de esta manera: “Sufrí una lesión en el tobillo y no podía patear con normalidad la pelota. Entonces me di cuenta se que si pateaba con la punta cortando el balón por el centro no sentía dolor y el balón hacía curva y caía. Así que comencé a fortalecer los tres dedos del empeine y el tobillo. Para mí, con el tiempo fue algo normal y fácil. A los porteros les daba mucha rabia encajar goles de folha seca”).

Con aquella pegada, el balón salía despedido con una trayectoria que parecía hacerle salir por encima del larguero, pero de repente caía bruscamente y tomaba puerta. Era un golpe personal, desconocido entonces (poco después el también brasileño Waldo consiguió imitarlo) y eso acrecentó el prestigio de Didí. Pero, más allá de esa suerte, se trataba de un gran jugador.

Bernabéu buscaba prestigio universal para el Madrid, y en esa dirección había procurado contratar jugadores de los países de más enjundia futbolística del mundo. Tenía a Di Stéfano y a Rial, de Argentina; a Santamaría, de Uruguay; a Puskas, de Hungría; había tenido a Kopa, de Francia, que regresaba al Stade de Reims ese verano después de tres años y otras tantas Copas de Europa en el Madrid. Los únicos que no le interesaban eran los ingleses. “Todo buen equipo debe tener dos argentinos y ningún inglés”, me dijo un día. “¿Por qué?”. “Porque juegan bien, pero no son pícaros. Se dejan engañar. Los argentinos juegan mejor y además no les engaña nadie. Al revés”.

Con Didí, Bernabéu presentaba al Madrid en sociedad en Brasil. Costó 80.000 dólares, cerca de cinco millones de la época, no demasiado dinero. Tenía treinta años cumplidos, ganas de salir, y la comparación en Brasil con Pelé, la estrella refulgente del Santos (cuyo fichaje tanteó Bernabéu y vio que era imposible), le resultaba perjudicial. Con Didí vino el extremo Canario, también brasileño y procedente del América de Río de Janeiro. El entrenador para esa temporada era Fleitas Solich, paraguayo, pero que había hecho lo mejor de su carrera en el Flamengo y estaba detrás de esas contrataciones. Había, pues, un cierto intento de brasileñización del juego del Madrid. Al fin y al cabo, Brasil había ganado la Copa del Mundo de 1958 y parecía en ese momento, con Pelé, Garrincha, Didí, Zito y compañía, ser la rosa de los vientos del fútbol.

Pero en el Madrid la brújula la tenía Di Stéfano, cuya concepción del juego era otra. Juego bonito, sí, pero corriendo todos mucho. Él mismo hacía tres funciones: bajaba a defender y a quitar, armaba y llegaba arriba para marcar tantos goles como se exigía a quien llevara el número nueve a la espalda.

(Otro paréntesis: ayer vi a Cristiano hacer una distefanada. Fue en su primer gol, cuando recuperó el balón en el borde de área, salió en el contraataque como una centella y marcó. Así sabrán de qué les hablo).

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Didí, con el Real Madrid. / Foto: AS

Didí no era un trabajador, ni tenía fondo, ni nadie le había pedido nunca otra cosa que recibirla al pie y luego entregarla sabiamente, en corto, largo, o muy largo. Sus lanzamientos a cincuenta o más metros eran colosales. Y tenía la folha seca. Se presentó en el Bernabéu en un amistoso ante el Fortuna, holandés. El Madrid ganó 8-3 y Di Stéfano marcó seis goles. Ahí empezó a ver que la cosa iba en serio. Luego fue al Carranza, donde el Madrid ganó, 6-3 al Milan en la semifinal y 4-3 al Barça en la final. Didí marcó una gran folha seca, pero de nuevo fue Di Stéfano, que ya andaba por los 34 años, el alma del equipo. En su segundo partido de Liga en el Bernabéu, Didí lució su folha seca ante Vicente, portero del Espanyol (más tarde en el Madrid). Fue aplaudidísimo. Pero una folha seca de cuando en cuando era bastante menos de lo que Di Stéfano exigía de sus compañeros. En esa delantera estaba además también Puskas, de modo que para lanzar tiros libres no había problemas.

Didí empezó a afligirse. Vino el frío y el barro y todo fue a peor. En la Liga era una especie de boya flotante, alrededor de la cual se movía el equipo. El juego pasaba vertiginosamente alrededor suyo. La figura mundial se vio desbordada por el ritmo del equipo. Los que intentaban creer en él culpaban a Di Stéfano, al que se llegó a tachar de racista. Años después, cuando hablé con él de esto, me dijo:
—¡Yo era el delantero centro y tenía que alimentar de balones al interior! ¿Dónde se ha visto eso?
En las dos primeras eliminatorias de Copa de Europa. Didí no jugó. Mateos, Pepillo y el ya veterano Rial ocuparon su lugar. Con Europa no había bromas. En la Liga había un ten con ten hasta que la mujer de Didí, Doña Guiomar, que vendía columnas para un periódico de Brasil, escribió que a su marido le hacían el vacío en Madrid porque todos los jugadores pagaban a la prensa salvo él. Aquello fue el acabóse. Bernabéu llamó a Didí y le despidió, no sin entregarle antes los 53.000 dólares de contrato que le quedaban por cobrar. En total, la operación le costó a Bernabéu 133.000 dólares, más de siete millones de pesetas de la época. Pero prefirió cortar por lo sano.

La crisis Didí se llevó por delante a Fleitas Solich. Miguel Muñoz, excapitán del club, se hizo cargo del equipo con la temporada en marcha. Bernabéu fichó a Del Sol, estrella emergente del Betis, por seis millones y medio más tres jugadores de la cantera (Pallarés, Llorens y Martín Esperanza) y el compromiso de jugar en el Trofeo Benito Villamarín de ese año. Con él en el puesto de Didí, el Madrid eliminó al Barça en semifinales de la Copa de Europa y ganó su quinta final de la competición (7-3 al Eintracht) y su primera Intercontinental (0-0 y 5-1 con el Peñarol). Y a la vuelta de dos años, lo vendería por veintidós millones al Juventus.

Didí dejó 19 partidos de Liga con seis goles. No jugó en Copa de Europa. Costó más de siete millones, entre pitos y flautas. Del Sol rindió una barbaridad dos temporadas y media, ganó dos Ligas, una Copa, una Copa de Europa y una Intercontinental y luego fue vendido por el triple de lo que costó. Uno era una estrella mundial, el otro, una promesa emergente del Betis. Ya se sabe: tampoco en fútbol es oro todo lo que reluce.

Villar le da un cate a Cruyff que le sale caro

Por: | 20 de enero de 2013

Para la temporada 1973-1974 se decidió abrir de nuevo la importación de extranjeros en España. Había estado cerrada desde 1962, como consecuencia del fracaso en el Mundial de Chile. La Eurocopa de 1964 pareció indicar que la teoría sobre la que se basó la decisión (más oportunidades y más responsabilidad para los jugadores españoles en sus clubes, y por tanto mejoría general) funcionaba. Pero luego resultó que no. En el Mundial de 1966 quedamos mal, al de 1970 ni fuimos, en la Eurocopa, que ya entonces se intercalaba entre Mundiales, no volvimos a asomar la cabeza. Así que, a presión del Madrid y del Barça, que veían que se les encarecía mucho el jugador español y que no encontraban figuras con las que llenar el campo, y con el beneplácito de la mayoría de los restantes clubes, se abrió la importación otra vez.

El Athletic, por supuesto, estuvo en contra. Su concepción, ya se sabe, era radicalmente contraria. Jugadores de la tierra. La importación no solo daba una ventaja competitiva a sus rivales, sino que se oponía formalmente a su forma de ver el fútbol. Estaba además en la temporada de su 75º aniversario, más firme que nunca en sus convicciones.

Pero vinieron, y entre ellos el mejor jugador de todo el mundo, Johan Cruyff. Fue un fichaje largo, que le costó al Barça 100 millones de pesetas, récord de la época. El Madrid, que se frenó en los sesenta (luego Bernabéu diría: “No fiché a Cruyff porque no me gustaba su jeta”) fue a por el segundo jugador europeo del momento, Netzer, por el que pagó 36. Lo consigno para situar en su contexto el precio de Cruyff.

Fue toda una eclosión. El Barça se sintió feliz al contar con este jugador, cuyo fichaje fue, a ojos de España, Europa y el mundo, una victoria sensacional (Años después, Valdano, entonces un muchacho argentino, me diría que él se enteró de que existía la ciudad de Barcelona por ese fichaje). Tardó en llegar y eso le dio mayor dimensión al caso. El Barça empezó mal la Liga y para finales de octubre estaba en puestos bajos de la tabla, tras perder sus tres salidas (Elche, Vigo y San Sebastián) y haber ganado en casa al Espanyol y empatado (0-0) con el Madrid. Pero en cuanto debutó Cruyff, el 28 de octubre, ante el Granada (4-0, con dos goles suyos), todo fue otra cosa. Con Cruyff, el Barça despegaría en la tabla, ganaría en la segunda vuelta en el Bernabéu 0-5 y se proclamaría campeón por primera vez desde 1960, tiempos todavía de Kubala y Helenio Herrera.

Relaño
Soto Montesinos expulsa a Villar, junto a Asensi, y con Cruyff al fondo en el césped. /diario as

Por en medio iba a ocurrir un hecho comentadísimo: la bofetada que le pegó Villar en San Mamés, en partido televisado en directo.

Villar era un jugador de medio campo de técnica correcta, gran sentido táctico, abnegado, con conocimiento de los terrenos, solidario. Armaba, marcaba, iba, venía. Delantero juvenil en el Athletic, no cuajó y le dejaron libre. Tras pasar por el Galdácano fichó por el Guecho, con el que jugó un amistoso de pretemporada contra el Athletic. Ese día le pidió a Aranguren, lateral izquierdo, que le dejara lucirse y este le hizo caso. Así logró su sueño de regresar al Athletic, donde acabaría instalándose no como el delantero centro que fue de juvenil ni el extremo que se lució ante Aranguren, sino como un sólido jugador de medio campo. Tan sólido como para mantenerse 11 años de titular en el Athletic, y seis en la selección nacional.

El 24 de marzo de 1974 el Barça visita San Mamés. Ya es líder con gran ventaja, no ha vuelto a perder desde que llegó Cruyff, los partidos del Camp Nou son festivales, ha pasado el 0-5 del Bernabéu, todo el mundo le ve campeón.

Pero en San Mamés se le espera de uñas. Cruyff ha enamorado al barcelonismo, incluso al resto de la afición, por su juego, pero se le considera altivo, insolente, agrandado. Manda a los suyos con gestos muy visibles, protesta a los árbitros y a los liniers, menosprecia a los rivales. Se le pita en todos los campos, y se le pitará más que en ninguno, claro, en San Mamés.

Villar juega en la media con Zabalza y Uriarte. Cruyff es un delantero muy móvil, que con frecuencia se retrasa para armar la jugada. Villar tiene el encargo de marcarle cuando se retrase, y así lo hace. Cruyff se queja, pide faltas, le increpa… San Mamés se enciende con cada roce. A una de esas, Cruyff hace una entrada fuerte a Villar junto a la banda, cerca del banquillo bilbaíno, y se arma la marimorena.
A la siguiente jugada (minuto 36 de la primera parte), cuando están ambos juntos en el borde del área del Athletic, esperando un saque de falta, Villar responde con un puñetazo a una nueva provocación de Cruyff, que cae de espaldas estrepitosamente. Inmediatamente, se encamina al vestuario. Cuando el árbitro, Soto Montesinos, le saca la tarjeta roja, él ni la ve, porque ya va camino del túnel. Esa actitud gallarda, más la antipatía que despertaba Cruyff, le valdrá el elogio de la afición.

El partido acaba 0-0 y todo es buscar a Villar, que se esfuma durante tres días. Llamó a su padre: “Aita, esta noche no me esperéis, no voy a dormir a casa, no quiero que me anden preguntando por esto”. Al padre no le pareció mal, pero cuando le dijo que iba a dormir en casa de la novia puso el grito en el cielo. Villar le tranquilizó: dormirían en habitaciones separadas, estaba convenido con el suegro. Estaban comprometidos, había fecha de boda para el inminente verano pero entonces aquellas cosas eran sagradas. El padre aceptó a regañadientes.

El día siguiente, lo más que los periodistas de Bilbao pudieron obtener fueron unas palabras del hermano: “Cruyff le estuvo insultando y provocando todo el rato”. La versión que se hace correr es que el jugador va a pernoctar esos días en Lezama, para alejarse del ruido.

El martes por la noche falla el Comité de Competición: cuatro partidos por agresión, no aprecia paliativo por provocación previa. El miércoles por la mañana le cita en su despacho el presidente del Athletic, José Antonio Eguidazu, y la anuncia una multa del club de 100.000 pesetas, nada menos. Su ficha entonces era de 750.000 pesetas anuales. La multa era proporcionalmente enorme.

—Con tu actitud has traído el descrédito al club, tenemos que hacerlo, Ángel, lo siento. Tienes que entenderlo. Pero como te casas este verano, te haremos un buen regalo de boda para compensarte.

—¿Sí? ¡Pero es que entonces mi regalo lo pago yo! ¿Eso qué regalo es?

Enrique Llaudet contrata un chófer negro

Por: | 13 de enero de 2013

En 1962 se prohibió en España la importación de jugadores extranjeros, que había estado abierta, dos por club, hasta el Mundial de ese año. El mal papel de la selección en ese Mundial, al que acudió con cuatro foráneos veteranos y altos de peso (Di Stéfano, que no llegó a jugar, Puskas, Eulogio Martínez y Santamaría) empujó a aquella decisión. Nuestro fútbol pasaba además por una crisis económica, que se tradujo en que en poco tiempo Barcelona, Real Madrid y Atlético tuvieran que vender respectivamente a Luis Suárez (Inter), Luis del Sol (Juventus) y Peiró (Torino). Nuestro fútbol se empobreció.

Madrid y Barça siempre estuvieron en contra de esa medida. Sin extranjeros, el mercado español se les encareció y además se veían privados de figuras internacionales que llenaran sus grandes estadios. Cuando España ganó la Eurocopa de 1964, la medida pareció acertada. Pero tras el mal Mundial de 1966, ambos volvieron a la carga. El Madrid, con duros artículos en su Boletín Oficial. El Barça, trabajándose directamente al barcelonés Juan Antonio Samaranch, a la sazón Delegado Nacional de Deportes. El Barça sentía más la necesidad que el Madrid, porque éste tenía al gran jugador español de la época, Amancio, y le había salido una interesante generación joven: Pirri, Sanchís, De Felipe, Serena, Velázquez, Grosso… Los cuatro últimos, de la cantera. Con ese equipo (el ye-yé) ganó la Copa de Europa de 1966.

RELA

Así que Enrique Llaudet, presidente del Barça, decidió cortar por lo sano. Era un hombre audaz, de decisiones firmes, aunque su puesta en escena no siempre fuese acertada. Con pajarita y perilla o bigote muy relamido, daba una imagen de currutaco. Había sido el encargado del baloncesto del club durante el periodo de Miró Sans (y lo hizo muy bien) y cuando llegó al puesto de presidente (1961) lo primero que hizo fue cerrarla para hacer economías. (Error: aunque la rehízo a los dos años, le dio en ese tiempo una ventaja al Madrid tremenda). Pero consiguió la recalificación y la venta de los terrenos del viejo campo de Les Corts, lo que dio vida económica al club. Y creó el Gamper. Y en el verano de 1966, tratando de presionar más a Samaranch y confiado en unas palabras vagas que este le dijo, del tipo lo vamos a considerar, bla, bla, bla… (más para que le dejara en paz que para otra cosa), decidió echarse a la contratación de Silva, Walter Machado da Silva por nombre completo, el nueve de Brasil en el Mundial. Antes de eso hizo un tanteo incluso por Pelé, al que encontró fuera de su alcance económico, y también entabló negociaciones con el argentino Óscar Pinino Mas, de River, que había hecho un gran Mundial, y que años más tarde pasaría sin éxito por el Madrid. Pero finalmente se centró en Silva.

La contratación tuvo su tira y afloja, largo tira y afloja que duró meses. El jugador era del Flamengo, pero cedido al Corinthians. Los trámites se alargaron semanas y semanas, en los que la polémica continuaba. Se acordó un precio de 180.000 dólares, bastante para la época. Para él, 20.000 dólares. Un contrato de un año (por si acaso) ampliable a cinco a voluntad del Barça. Mucha gente le decía a Llaudet que la operación era arriesgada, que quizá fuera dinero tirado en vano. En una de esas, dio una respuesta que se haría legendaria:

— Pues si no puede jugar, lo usaré como chófer. Siempre he querido tener un chófer negro.

Aunque aquellos eran otros tiempos, aquello levantó gran polvareda, hasta el punto de que Llaudet tuvo que rectificar en una posterior entrevista:

— Cuando venga Silva, seré yo quien gustosamente haga de chófer suyo.

Cerrada la operación, no venía. Esperaba un segundo hijo y no quería moverse hasta tenerlo. Se entró en 1967 y aún no estaba en Barcelona. Así que como Mahoma no iba a la Montaña, la Montaña fue a Mahoma. Aprovechando un parón de la Liga la última semana de enero, por fecha internacional, el Barça se contrató para la Pequeña Copa del Mundo en Caracas, donde esperaba estrenar al jugador. Pero este no apareció el día convenido, sino cuatro más tarde, ya después del torneo. Alegó que no le habían dado el visado oportunamente.

Pero de ahí ya voló con el Barça. En la Ciudad Condal se le esperaba con enorme interés. Al fin y al cabo, era el nueve de Brasil, un delantero de gran estampa, ágil, técnico, rematador y potente aunque no era muy alto. Un delantero estupendo y una atracción para la taquilla. Pero subsistía el problema: el plazo seguía cerrado. José Luis Costa sustituyó a Benito Pico como presidente de la Federación, lo que creó nuevas expectativas que no se cumplieron. El Barça hizo con el jugador un contrato privado para partidos amistosos y emprendió una campaña de contrataciones para exhibir a su nueva perla, el nuevo Pelé, como se le llamaba. Al fin debutó ante el Feyenoord el 28 de febrero, en el Camp Nou, y mostró notable falta de adaptación.

— “Reconozco que mi actuación pudo ser más brillante”, declaró al final. Falló un gol claro.

A ese amistoso siguieron otros 13, en los que la expectación fue decayendo, a medida que se le veía desilusionado y sin adaptación y que estaba cada vez más claro que las autoridades no cedían, que el mercado no se abría.

Finalmente Llaudet tiró la toalla, entre este asunto y la mala temporada del club decidió dimitir honorablemente. Primero lo cedió una temporada al Santos, por si acaso al final de la 67-68 se abrían las fronteras, pero no hubo tal. Entonces lo vendió al Bangú, por 100.000 dólares, 80.000 menos de lo que había costado. Fue una operación ruinosa. La última vez que se le vio por el Camp Nou fue en un Gamper, en el que estuvo estupendo. En la semifinal le marcó un golazo de tijera a Iribar, y en la final dos al Barça, que no obstante ganó 5-4. Un gran Gamper, que dejó la nostalgia de lo que Silva podría haber sido y no fue para el Barça. Para el recuerdo quedó lo del “chófer negro”, que perseguiría durante años a Llaudet.

Las fronteras no se abrirían hasta la 1973-74. Entonces el Barça fichó a Cruyff, nada menos. Y a Sotil. Pero esa es otra historia.

Broncazo a Di Stéfano en el Bernabéu

Por: | 06 de enero de 2013

Era un seis de enero, a las cuatro y media de la tarde. Mi primera temporada como socio del Real Madrid. Socio-abonado, junto a mi hermano y dos primos que se intercalaban en edad entre él y yo. Di Stéfano era un semidiós, o de ahí para arriba. Para mí había sido hasta poco antes un sonido victorioso en la radio. Empecé a ir al fútbol en septiembre. Yo iba a favor de Amancio. Mi hermano iba a favor de Gento. Di Stéfano y Puskas estaban fuera de discusión.

En esas, Di Stéfano nos traicionó. El 16 de diciembre de 1962, domingo, aparece en toda la prensa nacional un anuncio en el que se ve a Di Stéfano vestido de jugador del Madrid de cintura para arriba, pero de cintura para abajo se ven unas bellas piernas de mujer cruzadas, embutidas en bellas medias y calzadas con zapatos de tacón alto. El texto del anuncio (página completa o robapáginas, como llamamos en el sector a los anuncios rectangulares que ocupan gran parte de la página, decía: “Si yo fuera mi mujer, luciría medias Berkshire”). Al mismo tiempo, en Televisión Española, la única televisión de España que no todo el mundo tenía pero que todo el mundo veía (en casa de un pariente acomodado, en un bar, en el escaparate de una tienda…) aparecía insistentemente el mismo reclamo. Di Stéfano llegaba, corriendo con el balón en los pies, ante un periodista, que le entrevistaba.

—“Estamos ante Alfredo Di Stéfano, el mejor jugador del mundo, que nos va a hacer una importante declaración”.

—“¿Pues saben lo que les digo? Que si yo fuera mi mujer luciría medias Berkshire”.

Y el plano corto que se le había grabado de Di Stéfano según llegaba a la cámara se traducía en una toma trucada que al picar hacia abajo descubría de nuevo unas bellas piernas de mujer, embutidas en medias Berkshire y calzadas en zapatos de tacón.

Quizá no sea difícil, aún a la distancia de 50 años, hacerse idea de lo que aquello representó en su momento. ¿Se imaginan que lo hicieran hoy Cristiano Ronaldo o Messi? Pues llévenlo a 50 años atrás, en tiempos en los que todos los hombres vestían de negro, gris o marrón, en los que la sola ocurrencia de vestir una camisa azul celeste (no digamos ya rosa) o un pantalón de color alegre hubiera acarreado las peores invectivas. Que Di Stéfano, héroe nacional, campeón del madridismo, ciudadano universal víctima ese mismo verano del secuestro de un grupo revolucionario venezolano (lo que le hizo portada del TIME americano), se mostrara en tan impúdica pose fue una calamidad para los madridistas de la época.

Santiago Bernabéu se puso hecho una furia. No había sido consultado de antemano por Di Stéfano y aquello le sentó tan mal como a todos los madridistas. Le citó, le abroncó, pero no había en la relación contractual del Madrid con Di Stéfano nada que inhabilitara a este por hacer algo así. El jugador había cobrado por el anuncio 150.000 pesetas, una cantidad importante en la época, si se piensa que por entonces un gran piso en La Castellana podía costar en torno a 500.000 pesetas. Di Stéfano ganaba por esos años cuatro millones por temporada en el Madrid, sueldos y primas aparte. El monto de ese anuncio era considerable.

DISTEFANO

Santiago Bernabéu trató de echar para atrás el anuncio, y en ese empeño gastó sus días de la Navidad entre 1962 y 1963. Mientras, la afición madridista vivió unas navidades entre humillada y enfurecida. Para más inri, coincidió aquello con la única larga baja de Di Stéfano que se produjo durante sus 11 años en el Madrid. Di Stéfano había acudido al Mundial de Chile con un dolor en la espalda que, según él siempre me dijo, se le acentuó por el empeño que tenía Helenio Herrera (entrenador) en hacerle bajar de peso. Di Stéfano siempre pensó que su peso-forma eran los 76 kilos, y que el empeño de Helenio Herrera en bajarle a 72 fue lo que le descompensó la espalda y le impidió jugar el Mundial de Chile. Secuelas de esa descompensación (que luego le han pesado toda la vida, más allá de distintas operaciones) le tuvieron sin jugar en el otoño-invierno de 1962.

Así que cuando por primera vez salió el anuncio, el 16 de diciembre del 62, el Madrid jugó en Córdoba sin Di Stéfano, y empató a uno. Mal resultado para la época. Con un run-rún y todavía sin Di Stéfano, hubo goleada (5-0) sobre Osasuna en el Bernabéu, con Tejada, Amancio, Félix Ruiz, Puskas y Gento en la delantera. La semana siguiente, aún sin Di Stéfano, el equipo sale goleado en Mallorca (5-2), el penúltimo día del año.

Para la primera jornada del año, Día de Reyes de 1963 (hizo ayer 50 años), Di Stéfano regresa por fin, recuperado de sus dolores en la espalda. Al frente del equipo sale, como siempre, Gento, el capitán. El último, Puskas, que cuida como siempre de saltar la raya y poner dentro del campo en primer lugar el pie izquierdo. El meta Vicente reemplaza a Araquistain, al que los cinco goles de Mallorca (ambos se alternaban) devuelven al banquillo. En el centro de la fila, entre los Isidro, Santamaría, Casado, Müller, Pachín, Amancio, Félix Ruiz y los más arriba citados, Di Stéfano, al que se dirige una ruidosa bronca. Sigue la bronca incluso cuando Gento cambia banderines con Orúe, el capitán del Athletic, entonces Atlético de Bilbao, o simplemente el Bilbao, como decíamos…

Y más bronca cada vez que toca la pelota. ¡Y mira que tocaba la pelota! Casi más que Xavi ahora. Y tampoco se equivocaba nunca. Y en el minuto 18, golazo de Di Stéfano. Y los pitos que se aplacan. Ya se da paso al partido. Al fin y al cabo, ¡lo que está abajo es el Atlético de Bilbao! Antes del descanso empata Argoitia, aquel jugadorazo del que pocos se acuerdan. En el descanso las conversaciones se dividen entre los que aún atacan a Di Stéfano y los que se confían a él. En el 49, Di Stéfano marca otro golazo y ya todo es una ovación a su favor cada vez que toca el balón. Aún habrá un 3-1 de Gento y un 3-2 de Argoitia, pero el hombre del día solo fue uno: Di Stéfano.

Con el tiempo supe que Bernabéu le exigió que retirara el anuncio y que él se negó. Bernabéu tuvo que pagar las 150.000 pesetas que la marca de medias le dio a Di Stéfano. Berkshire renunció a su campaña (tres meses de alta intensidad, tres meses después de dos anuncios por semana) pero, unas cosas con otras, la operación le salió redonda.

Y Di Stéfano se hizo perdonar aquello en cuanto se encontró con el balón entre las piernas, sus auténticas y peludas piernas de futbolista, con aquellos dos goles a Carmelo. Hace hoy cincuenta años y un día.

El País

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