El 5 de agosto de 1959 desembarcaba Didí en Barajas, todo un suceso. Didí se llamaba Waldir Pereira y era el armador de juego del Botafogo, donde hacía ala con Garrincha, y de la selección brasileña, que había ganado la Copa del Mundo de 1958 en Suecia. Didí jugaba con el número ocho y era una figura mundial. Conocido por la precisión de sus centros largos, por la inteligencia de su juego y por una manera especial de lanzar los tiros libres, que alcanzó una denominación propia: la folha seca. Era una forma de pegarle al balón muy peculiar, a la que él había llegado un poco por casualidad, como consecuencia de una lesión en un tobillo. (Muchos años después se lo explicaría a Ladislao Moñino, entonces en AS, de esta manera: “Sufrí una lesión en el tobillo y no podía patear con normalidad la pelota. Entonces me di cuenta se que si pateaba con la punta cortando el balón por el centro no sentía dolor y el balón hacía curva y caía. Así que comencé a fortalecer los tres dedos del empeine y el tobillo. Para mí, con el tiempo fue algo normal y fácil. A los porteros les daba mucha rabia encajar goles de folha seca”).
Con aquella pegada, el balón salía despedido con una trayectoria que parecía hacerle salir por encima del larguero, pero de repente caía bruscamente y tomaba puerta. Era un golpe personal, desconocido entonces (poco después el también brasileño Waldo consiguió imitarlo) y eso acrecentó el prestigio de Didí. Pero, más allá de esa suerte, se trataba de un gran jugador.
Bernabéu buscaba prestigio universal para el Madrid, y en esa dirección había procurado contratar jugadores de los países de más enjundia futbolística del mundo. Tenía a Di Stéfano y a Rial, de Argentina; a Santamaría, de Uruguay; a Puskas, de Hungría; había tenido a Kopa, de Francia, que regresaba al Stade de Reims ese verano después de tres años y otras tantas Copas de Europa en el Madrid. Los únicos que no le interesaban eran los ingleses. “Todo buen equipo debe tener dos argentinos y ningún inglés”, me dijo un día. “¿Por qué?”. “Porque juegan bien, pero no son pícaros. Se dejan engañar. Los argentinos juegan mejor y además no les engaña nadie. Al revés”.
Con Didí, Bernabéu presentaba al Madrid en sociedad en Brasil. Costó 80.000 dólares, cerca de cinco millones de la época, no demasiado dinero. Tenía treinta años cumplidos, ganas de salir, y la comparación en Brasil con Pelé, la estrella refulgente del Santos (cuyo fichaje tanteó Bernabéu y vio que era imposible), le resultaba perjudicial. Con Didí vino el extremo Canario, también brasileño y procedente del América de Río de Janeiro. El entrenador para esa temporada era Fleitas Solich, paraguayo, pero que había hecho lo mejor de su carrera en el Flamengo y estaba detrás de esas contrataciones. Había, pues, un cierto intento de brasileñización del juego del Madrid. Al fin y al cabo, Brasil había ganado la Copa del Mundo de 1958 y parecía en ese momento, con Pelé, Garrincha, Didí, Zito y compañía, ser la rosa de los vientos del fútbol.
Pero en el Madrid la brújula la tenía Di Stéfano, cuya concepción del juego era otra. Juego bonito, sí, pero corriendo todos mucho. Él mismo hacía tres funciones: bajaba a defender y a quitar, armaba y llegaba arriba para marcar tantos goles como se exigía a quien llevara el número nueve a la espalda.
(Otro paréntesis: ayer vi a Cristiano hacer una distefanada. Fue en su primer gol, cuando recuperó el balón en el borde de área, salió en el contraataque como una centella y marcó. Así sabrán de qué les hablo).
Didí, con el Real Madrid. / Foto: AS
Didí no era un trabajador, ni tenía fondo, ni nadie le había pedido nunca otra cosa que recibirla al pie y luego entregarla sabiamente, en corto, largo, o muy largo. Sus lanzamientos a cincuenta o más metros eran colosales. Y tenía la folha seca. Se presentó en el Bernabéu en un amistoso ante el Fortuna, holandés. El Madrid ganó 8-3 y Di Stéfano marcó seis goles. Ahí empezó a ver que la cosa iba en serio. Luego fue al Carranza, donde el Madrid ganó, 6-3 al Milan en la semifinal y 4-3 al Barça en la final. Didí marcó una gran folha seca, pero de nuevo fue Di Stéfano, que ya andaba por los 34 años, el alma del equipo. En su segundo partido de Liga en el Bernabéu, Didí lució su folha seca ante Vicente, portero del Espanyol (más tarde en el Madrid). Fue aplaudidísimo. Pero una folha seca de cuando en cuando era bastante menos de lo que Di Stéfano exigía de sus compañeros. En esa delantera estaba además también Puskas, de modo que para lanzar tiros libres no había problemas.
Didí empezó a afligirse. Vino el frío y el barro y todo fue a peor. En la Liga era una especie de boya flotante, alrededor de la cual se movía el equipo. El juego pasaba vertiginosamente alrededor suyo. La figura mundial se vio desbordada por el ritmo del equipo. Los que intentaban creer en él culpaban a Di Stéfano, al que se llegó a tachar de racista. Años después, cuando hablé con él de esto, me dijo:
—¡Yo era el delantero centro y tenía que alimentar de balones al interior! ¿Dónde se ha visto eso?
En las dos primeras eliminatorias de Copa de Europa. Didí no jugó. Mateos, Pepillo y el ya veterano Rial ocuparon su lugar. Con Europa no había bromas. En la Liga había un ten con ten hasta que la mujer de Didí, Doña Guiomar, que vendía columnas para un periódico de Brasil, escribió que a su marido le hacían el vacío en Madrid porque todos los jugadores pagaban a la prensa salvo él. Aquello fue el acabóse. Bernabéu llamó a Didí y le despidió, no sin entregarle antes los 53.000 dólares de contrato que le quedaban por cobrar. En total, la operación le costó a Bernabéu 133.000 dólares, más de siete millones de pesetas de la época. Pero prefirió cortar por lo sano.
La crisis Didí se llevó por delante a Fleitas Solich. Miguel Muñoz, excapitán del club, se hizo cargo del equipo con la temporada en marcha. Bernabéu fichó a Del Sol, estrella emergente del Betis, por seis millones y medio más tres jugadores de la cantera (Pallarés, Llorens y Martín Esperanza) y el compromiso de jugar en el Trofeo Benito Villamarín de ese año. Con él en el puesto de Didí, el Madrid eliminó al Barça en semifinales de la Copa de Europa y ganó su quinta final de la competición (7-3 al Eintracht) y su primera Intercontinental (0-0 y 5-1 con el Peñarol). Y a la vuelta de dos años, lo vendería por veintidós millones al Juventus.
Didí dejó 19 partidos de Liga con seis goles. No jugó en Copa de Europa. Costó más de siete millones, entre pitos y flautas. Del Sol rindió una barbaridad dos temporadas y media, ganó dos Ligas, una Copa, una Copa de Europa y una Intercontinental y luego fue vendido por el triple de lo que costó. Uno era una estrella mundial, el otro, una promesa emergente del Betis. Ya se sabe: tampoco en fútbol es oro todo lo que reluce.