Memorias en Blanco y Negro

Sobre el blog

Este blog pretende rescatar la memoria vivida en el deporte.

Sobre el autor

Alfredo Relaño

es director de AS y antes de ello fue sucesivamente responsable de los deportes en El País, la SER y Canal +. No vio nacer el cine, como Alberti, pero sí llegó al mundo a tiempo de ver jugar a Di Stéfano y Kubala, escalar montañas a Bahamontes y ganar sus primeras carreras a Nieto. ¡Y ya no se morirá sin ver a España campeona del mundo de fútbol!

Aquel Racing de los bigotes

Por: | 24 de febrero de 2013

Para la temporada 72-73 el Racing estaba en Segunda, donde nunca se sintió en su sitio. El Racing, que el sábado cumplió cien años, es uno de los fundadores de Primera División, un respeto. Pero entonces estaba en Segunda, y encima el curso anterior lo había hecho mal, con apuros. Vicente Valle, el presidente, decidió confiar el equipo a un entrenador entonces casi novel, José María Maguregui. Había sido un futbolista de fuste en el Athletic de los años cincuenta. Y en la selección. Pero como entrenador estaba empezando.

Y en el Racing se destaparía. Incorporó a Sistiaga, medio defensivo del Burgos, retrasó al extremo Barba al medio campo, acertó con el interior Pedro Amado, atinó en todo, en fin. Eso sí: planificó un equipo eminentemente defensivo, lo que sería una constante en su carrera. De su cosecha son dos expresiones que llegan hasta nuestros días: “La táctica del murciélago” (todos colgados del larguero) o “aparcaremos el autobús en el área chica”. A sus jugadores les dijo que la cosa consistía en mantener la portería a cero. “Un gol se puede marcar en cualquier momento. Y si no, por lo menos habremos empatado”.

Y con esas instrucciones empezó el Racing la campaña: 0-1 en Pamplona, magnífico comienzo. Luego, 1-0 al Córdoba. Sólo dos goles y dos victorias, el plan funcionaba. El equipo ya es líder, porque contaba el cociente de goles (infinito en este caso) y no la resta, como ahora. Salida a Cádiz y 0-1. Luego el Mestalla visita los campos de Sport de El Sardinero y el Racing gana 2-0. Cuatro jornadas cuatro victorias, ningún gol encajado, líder… El Racing empieza a ser noticia, sobre todo el meta Santamaría, único invicto a esas alturas de entre los 118 equipos de categoría nacional. Santamaría vivía su segunda temporada en el Racing, tras haber estado a la sombra de Iríbar en el Athletic. No se queja. “Competir con Iríbar era imposible, no hay otro como él. Aquí estoy feliz”.

Uno de sus escuderos, el lateral izquierdo Espíldora, formado en la cantera del Madrid, lucía un severo bigote. Eso dio a Maguregui la idea de imitarle, de dejárselo él mismo, y de lanzar una propuesta al resto: que todos se dejaran bigote y se comprometieran a no afeitarse mientras siguieran invictos. No todos aceptaron a la primera, pero poco a poco se fueron sumando hasta el último. El compromiso que se estableció fue: multa de 200 pesetas al primero que se afeitara antes de perder un partido. Chinchón, el bravo central onubense, se encontró con el problema de que no le salía, porque era de natural bastante imberbe, y para no dar el cante se lo pintaba con rotulador Terio Somontes, el popularísimo utilero del club.

Los bigotes van creciendo y la tabla de puntos también: 0-0 en Valladolid, 1-0 al Sevilla, 0-3 en Logroño, 1-1 en Elche, primer gol encajado, ya en la octava jornada. Melenchón, el autor, se ve sorprendido por una avalancha de entrevistas. Casi tiene miedo de haber roto algo. La semana siguiente el San Andrés visita los Campos de Sport y se repite el 1-1. Primer tropiezo en casa, pero el gol forastero ha llegado seis minutos fuera de hora, lo que transforma la decepción en enfado contra el árbitro, López Montesinos. Pero el Racing sigue en lo alto. Seis victorias y tres empates en nueve jornadas. Una marcha fenomenal.

Bigotes
Alineación del Racing que perdió en Vallehermoso el 16 de noviembre de 1972: Santamaría, De la Fuente, Chinchón, Espíldora, Sistiaga y García. Agachados: Sebas, Barba, Aitor Aguirre, Pedro Amado y Arrieta./ diario as

 

A esas alturas los bigotes ya son visibles en todos, y lo que empezó por ser una comidilla en Santander se convierte en runrún nacional. Y más cuando ante la inminente salida a Baracaldo un peluquero de la localidad se ofrece a acudir al campo a afeitar los bigotes de los racinguistas, a los que da por derrotados de antemano ante sus amados colores gualdinegros. Desafío futbolero y ganas de notoriedad. La respuesta en Santander es briosa y acuden 5.000 hinchas del Racing al viejo Lasesarre, en cuyas tripas tiene preparado el instrumental el peluquero. Pero el partido acaba sin goles, en correcta aplicación de la doctrina Maguregui, y el peluquero baracaldés vuelve ocioso a su casa y la hinchada racinguista feliz a su ciudad. Luego, toca recibir al Mallorca, que cae por 1-0.

Vamos por la mitad de noviembre y el Racing sigue invicto. Desde que comenzara la Liga, el 3 de septiembre, han pasado muchas cosas. La matanza en los Juegos de Múnich, el récord de la hora de Merckx, un 2-2 entre España y Yugoslavia en Las Palmas que nos complicaría fatalmente la clasificación para el Mundial de Alemania, un Europa-América en el que Amancio y Velázquez figuran en la selección europea, la detención de una banda de falsificadores de entradas que afectaba a dieciséis campos de Primera y Segunda (entre ellos el del propio Racing), el tercer nieto de Kubala… Ha pasado todo eso y el Racing sigue sin perder y cada vez se habla más y más de los bigotes del Racing, que crecen y crecen. Ya hasta el de Chinchón resulta aparente. Terio no tiene que pintarlo.

El 16 de noviembre toca visitar al Rayo, un Rayo en apuros que ha tenido que dejar dos semanas antes el campo de Vallecas, en peligrosa ruina, para trasladarse a jugar a Vallehermoso. El nuevo campo es un estadio de atletismo, con pista que separa a la afición de los jugadores y además está lejos de Vallecas, a diez paradas de metro. Muchos temen que ese alejamiento del barrio sea mortal para el Rayo, que encima ha sufrido la primera lesión grave de su mejor jugador de la época, Felines.

Pero los bigotes son un acicate y el campo de Vallehermoso luce un lleno. Yo también estuve ahí. Era un acontecimiento ver a ese Racing bigotudo. ¿Le afeitaría el entrañable Rayito? Salta el Racing, con su imponente aire de líder, la seriedad de sus bigotes y la alineación-tipo, sin bajas: Santamaría; De la Fuente, Chinchón, Espíldora; Sistiaga, Luis García; Sebas, Barba, Aitor Aguirre, Pedro Amado y Arrieta. (Luego entrarán sobre la marcha Gento III y Docal por Arrieta y Sebas). El Rayo sale con: Gómez; Aráez, Hernández, Nieto; Curta, Bordons; Illán, Emilio, Chapela, Guri y Potele. (Acedo por Guri en la segunda mitad). El ambiente es el de una final.

Y gana el Rayo, con un gol tempranero de Illán y otro cerca del final del diminuto Potele. Gran jornada para el Rayo, que gracias a los bigotes del Racing consigue el primer empujón para acercar a su público a Vallehermoso. El Racing pierde dignamente, da la mano y se resigna. Ya hay libertad para afeitarse, aunque no todos la aprovecharán. Por ejemplo Chinchón, al que le había costado tanto que le creciera. “Lo mantuve hasta que terminé mi carrera de jugador y un tiempo más”, me recordaba ayer mismo.
El día siguiente, una coplilla publicada en el diario Alerta reflejaba que el percance se tomó con buen humor en la ciudad: “Pelos del labio caídos/ bigotes al viento son/ mas seguimos los primeros/ en Segunda División”.

Y sí, el Racing terminó la temporada ascendiendo. Sin bigotes, pero de regreso en Primera. Y aquel guiño de los bigotes le resultó simpático a toda la afición española. Le hizo un poco el equipo de todos. 

Siete goles, uno por internacional

Por: | 17 de febrero de 2013

Para febrero de 1951, España tenía concertado un amistoso con Suiza. Lo de amistoso entonces era cosa seria, pues apenas había partidos oficiales. No existía la Eurocopa y la clasificación para el Mundial consistía en una eliminatoria. Así que no se veían los amistosos de España como ahora, sino con curiosidad apasionada. Estaba en juego el prestigio futbolístico del país (aún no había ni campeonatos europeos de clubes) y se discutían apasionadamente las convocatorias. Pero esta vez se discutió más que nunca.

Había un trío seleccionador, formado por Félix Quesada (exjugador del Madrid), Juan Iceta (ex del Athletic) y Paulino Alcántara (ex del Barça). El equipo del momento era el Atlético de Madrid, campeón de la Liga 49-50 y líder de la 50-51, que también ganaría. Lo entrenaba el genial y polémico Helenio Herrera. El trío seleccionador decidió hacer un partido de preparación-ensayo un mes antes. Sería el 18 de enero, en Chamartín (no se llamaba aún Santiago Bernabéu) contra el Plus Ultra, que militaba en Segunda División y solía utilizarlo el Madrid para foguear a sus promesas. Y los seleccionadores lanzan la bomba cuando para el ensayo citan a siete jugadores del Valladolid por solo uno del Atlético. Los convocados del Valladolid pasaron en ese mismo día a estar en boca de todos: eran la línea defensiva completa, Lesmes I, Babot y Lesmes II, los dos medios, Ortega y Lasala, y los dos interiores, Coque y Aldecoa. Sólo quedaban fuera el meta, Saso, los extremos, Clemades y Pepín, y el delantero centro, Mora.

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De izquierda a derecha y de arriba abajo, Lesmes I, Babot, Ortega, Lasala, Coque y Aldecoa.

Por entonces estaba en boga la discusión (recurrente en la historia del fútbol) sobre si es mejor hacer una selección multicolor (con los mejores jugadores de cada puesto, fuera cual fuese su procedencia) o monocolor (base firme en un equipo, reforzado en sus tres o cuatro puestos más débiles). El mejor ejemplo monocolor había sido la selección italiana que no mucho antes había asombrado en Chamartín, hecha con nueve jugadores del Torino. La Brasil de su Mundial (la de la decepción del Maracanazo) había jugado con siete u ocho del Vasco de Gama, según el partido.

Está bien, selección monocolor, decían los del Atlético, pero entonces, ¿por qué no con base en el Atlético? La respuesta era que Ben Barek y Carlsson, los interiores, eran extranjeros y por tanto imposible de utilizar para la selección, y que ellos definían el juego del equipo. Mientras que en el Valladolid todos eran españoles. Se cogía su funcionamiento y se mejoraba la portería y la fase terminal del juego: los dos extremos y el delantero centro, que en España los había formidables.

Para más complicarlo, Félix Quesada, el tercio madridista del trío seleccionador, declara en medio de la polémica que él nunca va al Metropolitano (el campo del Atlético): “No me interesa el fútbol que se ve ahí”. Eso enciende más aún a la afición rojiblanca y salta a las tertulias un suceso de 1926, aún vivo entonces en las memorias atléticas, porque fue de aúpa. Al término del Campeonato Regional llegó el Madrid ya campeón, y clasificado por ende para la Copa de España. El segundo puesto, que por primer año daba también la clasificación, se lo disputaban el Atlético y la Gimnástica. En la última jornada era Gimnástica-Madrid. La victoria de la Gimnástica le daba paso a la Copa; en caso contrario, la plaza sería para el Atlético. Los jugadores del Madrid se dividieron visiblemente entre los que pretendieron lealmente ganar el partido (particularmente el portero, Cándido Martínez, que estuvo heroico y Monjardín) y los que jugaron desvergonzadamente a dejarse ganar para chinchar al Atlético, en que los más significados fueron los dos defensas, Perico Escobal y Félix Quesada. Los Pericos, les llamaban. Caciqueaban al equipo. Con todo, el Madrid ganó, porque el árbitro Vilalta jugó mucho para el Atlético ignorando los penaltis de Los Pericos, y éstos no se salieron con la suya, pero en 1951 todavía se recordaba aquello. Y se tenía a Quesada por un furibundo antiatlético, cosa que él no se preocupaba sino de agitar.

En fin, que el jueves 18 se juega el amistoso con el Plus Ultra, cuya portería se refuerza con Acuña, meta del Depor y de la órbita de la selección. Juegan por España: Velasco; Lesmes I, Babot, Navarro; Ortega, Lasala; Basora, Coque, César, Aldecoa y Gaínza. Sólo hay seis del Valladolid porque Lesmes II está lesionado ese día. Le sustituyó Navarro El Fifo, del Madrid, así conocido porque fue una vez seleccionado para el equipo de la FIFA. Velasco, Basora y César eran del Barça. Gaínza, es sabido, del Athletic. Silva, el único colchonero preseleccionado, ni siquiera está en la alineación inicial. España gana el ensayo por 4-1. Los atléticos están enfurecidos.

Y como el fútbol es travieso, a los tres días, el 21 de enero, el Valladolid tiene que visitar el Metropolitano. Llega como tercero y convertido en equipo de moda tras ser proclamado equipo-base de la selección. Pero se va a enfrentar al campeón, líder y picadísimo Atlético. Helenio Herrera, pionero en la motivación sicológica, aprovecha la baza para enardecer a los suyos. Había entrenado al Valladolid dos temporadas antes, con lo que conocía bien los puntos débiles de sus ex pupilos. La apuesta, ya se habla en las vísperas, es marcar siete, uno por cada internacional.

Y efectivamente, el Atlético gana siete a cero, entre el delirio general. Y no es culpa del meta Saso, que cumple. Es un excelso juego del Atlético, que desmorona el entramado defensivo de los internacionales. El septeto designado como armazón del equipo nacional se ve barrido por las camisetas rojiblancas. “El balón se deslizaba sobre el césped, de un jugador a otro, con matemática precisión, como si estuviera atraído por un poder magnético…”, escribirá años más tarde Helenio Herrera en su autobiografía. Marcan Juncosa (3), Carlsson (2), Ben Barek y Escudero. El Valladolid cae bruscamente de la nube, el Atlético alcanza el delirio y sobre Quesada, al que siempre se responsabilizó de la idea, cae el oprobio.

Quedaba por delante el partido ante Suiza, el 18 de febrero, justo un mes después del experimento ante el Plus. ¿Y ahora qué hacer? Pues el trío seleccionador no tuvo más remedio que aparcar la idea monocolor y hacer una selección multicolor. Para la convocatoria sólo quedan Babot y Coque, aunque ninguno de los dos jugará. Del Atlético al menos hay dos, el defensa Mencía y el medio Silva, titulares ambos (Tampoco se trataba de haber una selección monocolor del Atleti, vaya). En fin, en el equipo que juega y golea a Suiza (6-3) hay jugadores de ocho equipos, ninguno de ellos del Valladolid. Aquellos siete goles les descabalgaron de golpe.

Únicamente Coque tendría más adelante una presencia significativa en la selección. Y ficharía por el Atlético de Madrid, por cierto, como gran figura emergente del fútbol nacional. Sólo que en su vida se cruzó Lola Flores y aquello le extravió. Pero esa ya es otra historia…

El gol que Law no celebró

Por: | 10 de febrero de 2013

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Un taconazo de Denis Law con el City, en el último partido de la Liga de 1974, mandó a Segunda al United, club que le dio la gloria

 

— Si marco gol, no lo celebraré.

Esta frase empieza a ser demasiado repetida en fútbol. Cualquier futbolista de esos que recorren seis o más clubes en su carrera, llevados de aquí para allá por un avispado intermediario, se ve obligado a soltarla cuando juega contra algunos de sus varios ex. Aunque haya estado poco tiempo, aunque el recuerdo que haya dejado allí sea pálido. En las vísperas, algún colega mío se ve obligado a preguntarle que si marca gol lo va a celebrar o no, y el jugador se siente más obligado aún a asegurar muy serio que no, que no lo celebra.

El propio Cristiano Ronaldo lo dijo cuando se conoció este sorteo de Champions. “Si marco en Old Trafford no lo celebraré, por respeto al público”. Sí, está bien, en su caso hay algo más: varias temporadas en ese club, que fue el que le hizo una celebridad.

Pero todo tiene un principio. Una vez hubo causa justificada para no celebrar un gol propio, es más, para deplorarlo seriamente. Tal cosa ocurrió el 27 de abril de 1974, cuando Denis Law mandó al Manchester United, el club que le dio la gloria, a Segunda División con un taconazo en el minuto 82 del último partido de la Liga 73-74. Era, para más drama, un derbi local, el Manchester City-Manchester United. El partido no acabó. Y Law no volvería a marcar gol alguno. Había llegado a ese derbi con 299 goles. Se retiraría con 300 exactos.

Denis Law era un genial jugador de ataque, un segundo punta en aquellos lejanos años del 4-2-4. Escocés, hijo de un pescador de Aberdeen, el viejo zorro Bill Shankly le captó, casi un niño aún, para el Huddersfield. Allí conoció el aprendizaje del fútbol inglés, que incluía pasar la bayeta por el vestuario y lustrar las botas de los profesionales. Pero eso no duró mucho. Con 17 años firmó su primer contrato profesional, con 18 debutó con Escocia, con 20 ficha por el Manchester City por 55.000 libras, con 21 es traspasado al Torino por 110.000, con 22 le recupera para Inglaterra el Manchester United por 115.000 libras. Del calcio a Law no le quedan más que malos recuerdos. Un accidente espectacular de coche y el catenaccio general, que le amargaba.

Y en el United alcanzó la gloria. Era el United que Matt Busby había rehecho paso a paso, tras el accidente de Múnich de 1958. “Denme cinco años y reconstruiré el United”, había dicho el gran Busby desde el accidente. Law, ese genial interior escocés, habilidoso, goleador y al mismo tiempo pendenciero, iba a ser clave en la reconstrucción. Junto al gran Bobby Charlton, también superviviente de la tragedia, y George Best, El quinto Beatle, que ya estaban esperándole.

Sí, Law encontró su sitio en el United. En 1963 formó parte de la delantera de la selección del Resto del Mundo (Kopa, Law, Di Stéfano, Eusebio y Gento) que se enfrentó a la de Inglaterra en la solemne ocasión del centenario de la creación del fútbol. Él marcó el único gol del Resto del Mundo. (ganó Inglaterra 2-1). En 1964 ganó el Balón de Oro, y eso que empezó el año con una suspensión de 24 días que le impidió jugar en enero y lo acabó igual, con una larga suspensión que le dejó fuera en diciembre. La primera, por brutalidad con un contrario, la segunda por insultos al árbitro. Law era en cuanto a conducta un poco como nuestro Juanito, para entendernos, pero Old Trafford lo adoraba. Le apodaron The King.

En 1968 el United alcanzó su culmen al ganar la Copa de Europa. Para su desgracia, Law se perdió la final (4-1 sobre el Benfica, en Wembley, tras prórroga) por una lesión de rodilla. Aquella lesión cambió un poco su suerte. Siguió siendo adorado por el público, pero el rendimiento no era el mismo. También Best, entregado a su vida disoluta, empezó a flojear. Ya saben, Best dijo aquello de “He gastado la mayor parte de dinero en mujeres y en coches caros; la otra parte la he malgastado.” O esto otro: “Una vez dejé el alcohol: pasé los peores 20 minutos de mi vida”.

El caso es que para la temporada 73-74, cuando Law ya tiene 33 años, Tom Docherty decide darle la baja. Necesita reconstruir el equipo. El mismo verano se retira Bobby Charlton. Best va a seguir, a trancas y barrancas, hasta enero del 74, cuando jugará su último partido y le darán ya por imposible. Así que el United perdió en pocos meses a sus tres grandes. Los tres, por cierto, ganaron el Balón de Oro con el United. Law en el 64, Charlton en el 66, Best en el 68. Una época gloriosa que acababa de golpe. Law decide apurar su carrera en el rival ciudadano, el Manchester City, en el que había jugado tantos años antes.

Travesuras del destino, el último partido de la Liga es el Manchester City-Manchester United. El United necesita ganar para eludir el descenso; empatando, dependerá de otros resultados; perdiendo no tendrá salvación posible. En el minuto 82, Doyle corta cerca del área del City e inicia una jugaba que pasa sucesivamente por Summerbee, Bell y Lee (el trío mágico del City, que los hinchas de este club contraponían en los años anteriores al trío mágico del United) y finalmente llega a Law, situado al borde del área chica, que de espaldas y de tacón marca.

Y no, no lo celebra. Se queda clavado, como si una maldición hubiera caído sobre él. Los compañeros acuden a consolarle, más que a felicitarle. En el campo hay cierto estupor, ni los hinchas del City saben cómo reaccionar. Con ese gol de Law, el United está irremisiblemente en Segunda. De repente se produce una invasión de campo, más bien pacífica, de hinchas del propio United, quizá en la esperanza (así se entendió después) de que el partido no concluyera y hubiera de repetirse íntegro, según las disposiciones que regían en la época para partidos no acabados. El árbitro hace algunos intentos para reanudar el partido, hasta que lo da por finalizado.

Antes de eso, Law se ha ido hacia los vestuarios, a paso lento, como el que va al cadalso. Poco le consolará saber que la victoria del Birmingham esa tarde habría condenado al United aun empatando. Se siente hundido, decide dejar el fútbol.

Sólo jugará un partido más, a instancias de su Federación, con la selección escocesa. En el Mundial de Alemania. Será en Dortmund, 2-0 sobre Zaire, pero no se siente futbolista. Y no juega en lo que resta del Mundial.

Aquel gol de tacón del 27 de abril de 1974, que mandó a segunda al equipo de su vida, se le quedó clavado en su propia alma.

Quique le quitó los fotógrafos a Franco

Por: | 03 de febrero de 2013

— Si mañana ganamos la final, me subo hasta lo alto del tercer anfiteatro.

— Si mañana ganamos la final, te puedes subir al cielo si quieres.

Ese diálogo se produjo en vísperas de la final de Copa de 1954 entre Quique, portero del Valencia, y su entrenador, Jacinto Quincoces. Aquel mismo año había estrenado Chamartín (poco más adelante llamado Santiago Bernabéu) una ampliación que elevaba sobre uno de sus laterales un tercer anfiteatro. Aquello entonces dio que hablar, porque aumentaba hasta más de 100.000 espectadores el aforo y elevaba el campo a una altura descomunal para la época. Aquel tercer anfiteatro era, por así decirlo, el Galibier del fútbol español. De ahí el desafío.

Quique era además un tipo singular y divertido. Había empezado a jugar de medio centro en el Villarreal, pero le gustaba ir a entrenarse como portero al Castellón. Un día a este equipo le faltó el portero, arrestado en la mili, y le pidieron que fuera con ellos a San Mamés. Jugó, paró muy bien y a los tres partidos se lo estaban rifando el Espanyol y el Barça. Escogió el Barça, claro, por el que firmó cinco años. Pero sufrió una grave lesión de rodilla que le tuvo dos temporadas parado. Una vez me comentó, entre bromas y veras:

— Si no llega a ser por eso, quizá ustedes nunca hubieran conocido a Ramallets.

Pero el caso es que salió Ramallets y aunque el Barça se portó bien con él y quiso renovarle cinco años, Quique prefirió aceptar una oferta del Valencia y acertó de lleno, porque allí hizo fortuna. Recuperada la rodilla, se convirtió en titular del equipo ché y en un referente del fútbol nacional. Tenía un toque extravagante, sin pasarse, que le hacía singular. Un día, en el campo del Madrid, al Valencia le pitaron tres penaltis en contra. En el tercero, hizo como que se negaba a pararlo y se recostó contra un poste. Lo lanzó Molowny, un poco desconcertado, y él lo paró.

Pero estábamos en la final de 1954, que iba a enfrentar, el 20 de junio, en Chamartín, al Valencia y al Barça. El Valencia, que había sido tercero en la Liga, llegaba a la final invicto, tras eliminar en semifinales al Sevilla, otro grande de la época. El Barça había ganado las tres últimas ediciones de la Copa y ese año había sido segundo en la Liga, superado sólo por el Madrid, en la que fue la primera temporada de Di Stéfano. Las semifinales habían enfrentado precisamente al Madrid y el Barça. El Madrid, sin Di Stéfano, que por entonces todavía era extranjero y no podía jugar la Copa. Claro que el Barça tampoco pudo contar con Kubala, lesionado en el partido de vuelta de cuartos de final, en San Mamés. Tampoco podría jugar la final.

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Quique, subido al larguero. / diario as

El partido se juega durante el Mundial de Suiza, al que no fuimos por aquel malhadado sorteo en Roma, tras empatar el desempate en Roma con los turcos. El mismo día de la final de Copa, Hungría ganará 8-3 a Alemania en partido de grupo. (Curiosamente, esos dos mismos equipos jugarán la final del campeonato y la ganará Alemania. Claro que aquel día los alemanes sacarían un equipo experimental y además Liebrich lesionó a Puskas, que se empeñó en reaparecer en la final sin estar del todo bien). Durante el Mundial, por cierto, y justo el día siguiente a la final de Copa que nos ocupa, la FIFA terminaría de desatascar por fin el caso Kubala, consiguiendo que la Federación Húngara y el Vasas de Budapest se avinieran por fin al traspaso del jugador, que llevaba tres años ya jugando un poco de aquella manera.

La final se juega en un ambiente formidable, a gradas repletas. Tres culés, llamados Pedro Fusted, Juan y Abelardo Panadés, hacen de un tirón Barcelona-Madrid en Mobylette, a una media de 35 kilómetros por hora. Bueno, paran en Alcalá de Henares a dormir la noche del sábado para hacer una entrada triunfal en la capital la mañana del domingo, entre un recibimiento apasionado de moteros, que ya los había.
El Valencia tiene un gran equipo: Quique, Quincoces II (sobrino del entrenador), Monzó, Sócrates; Pasieguito, Puchades; Mañó, Fuertes, Badenes, Buqué y Seguí. El Barça sale con: Velasco; Seguer, Biosca, Segarra; Flotats, Bosch; Basora, Suárez, César, Moreno y Manchón. El puesto de Kubala en la clásica delantera del Barça (la que cantó Serrat) lo ocupa un jovencísimo Luis Suárez, revelación del Deportivo de la Coruña en esa Liga, y que ha sido fichado por el Barça justo para la Copa… después de que el Valencia, que se fijó antes, lo desestimase.

Luis Suárez no hace una buena final. Puchades le marca bien y le descentra. El Barça, que había partido como favorito, no da la talla y el Valencia va haciendo valer progresivamente su superioridad: 1-0, 2-0, 3-0… El segundo gol, por cierto, tuvo un desarrollo muy comentado. Nació en Quique, que en lugar de sacar largo, como se hacía siempre en la época, lanzó el balón a Fuertes, que avanzó, combinó con Seguí, recogió de nuevo y envió a Badenes, que hizo el gol.

El partido acaba con el 3-0 y hay una entusiasta invasión de campo de valencianistas, agobiando a sus jugadores. Monzó puede a duras penas abrirse paso hacia la escalera que subía al palco, para recoger la Copa de manos de Franco. Quique, para verlo todo mejor y evitar el sobeteo, se encaramó al larguero y se sentó ahí arriba, a disfrutar del atardecer, de la vista, del júbilo, de su juventud, de todo. Poco a poco los ojos se volvieron hacia él y el run-rún se convirtió en griterío. Los fotógrafos que habían acudido a captar la escena del palco se vuelven en tropel hacia la portería donde está Quique sentado, para captar esa imagen imposible.

Luego, cuando los guardias van despejando poco a poco el campo, Quique baja y da la vuelta olímpica junto a sus compañeros. Después, la ducha vestidos, la cena, la fiesta… El equipo duerme en Madrid, porque a la mañana siguiente hay recepción del Caudillo en El Pardo. Y allí acuden todos, bien peinaditos y vestiditos, y se ponen en fila en el salón esperando que aparezca Franco. Y cuando sale éste, lo primero que dice es:

— ¿Dónde está el chico que ayer me quitó los fotógrafos?

Quique quiso que se le tragara la tierra. Pensó que más le hubiera valido subirse al tercer anfiteatro. Como nadie decía nada, levantó la mano:

— Fui yo… Es que no veía bien con tanta gente…

Pero Franco le dijo que le había parecido una escena muy simpática, le dio la mano como a todos y después fuese y no hubo nada. Y Quique respiró aliviado. 

El País

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