Memorias en Blanco y Negro

Sobre el blog

Este blog pretende rescatar la memoria vivida en el deporte.

Sobre el autor

Alfredo Relaño

es director de AS y antes de ello fue sucesivamente responsable de los deportes en El País, la SER y Canal +. No vio nacer el cine, como Alberti, pero sí llegó al mundo a tiempo de ver jugar a Di Stéfano y Kubala, escalar montañas a Bahamontes y ganar sus primeras carreras a Nieto. ¡Y ya no se morirá sin ver a España campeona del mundo de fútbol!

El polémico estreno del Manzanares

Por: | 31 de marzo de 2013

“Ya estamos en nuestro campo / y nadie nos ha humillado /Mientras ellos van de pie /nosotros todos sentados”.

Esta pancarta lucía en la grada lateral baja del Manzanares la mañana del 2 de octubre de 1966. Era el estreno del Manzanares, que más adelante se llamaría Vicente Calderón en honor al presidente que lo hizo posible. La gestación se había iniciado casi nueve años atrás, cuando el Atlético comprendió que el viejo y querido Metropolitano, por muchas reformas y parches que le hiciera, no daba más de sí. La operación era difícil y compleja: obtener para los terrenos del Metropolitano licencia de edificabilidad, venderlos, comprar otros terrenos en algún lugar grato, no lejano del centro, construir… Y mientras se hace el campo nuevo, ¿dónde jugar?

La Asamblea aprobó en julio de 1956, con Javier Barroso de presidente, la solicitud de un crédito de 100 millones para la operación, con la garantía de los viejos terrenos, y un año más tarde aprobó la compra de unos terrenos al lado del Manzanares (el aprendiz de río, lo llamó Quevedo). Pero al poco hubo que aceptar un corrimiento de la parcela, para liberar la zona que ahora ocupa la Avenida de los Melancólicos, a su vez trazada un poco más allá, en una franja que ocupó para edificar el Patronato de Casas Militares.

El Atlético tuvo que acercarse más al río, hasta quedar totalmente pegado a él. La cimentación exigirá mucho más dinero del previsto por las filtraciones de agua (¡Toma aprendiz de río!). Y la tribuna principal deberá permitir bajo sí el paso de la entonces llamada Avenida del Manzanares, hoy parte de la M-30, de ahí que no se pudieran cerrar las esquinas. Todo en medio de los chalaneos, chapuzas y arbitrariedades de la época. Se construye sin licencia municipal, solo con los permisos de Canalización del Manzanares, órgano competente en los terrenos próximos al río.

El Atlético sigue jugando en el Metropolitano y su vida es una montaña rusa. Hay momentos gloriosos (dos finales de Copa ganadas al Madrid, una Recopa, la final de otra) alternados con baches por falta de dinero para refuerzos. Las deudas aprietan y llega el momento doloroso en el que hay que vender a la figura emergente del equipo, Peiró, El Galgo de Cuatro Caminos, al Torino por 25 millones. La tarde del día decisivo (2 de octubre de 1962) cientos de socios se dan cita ante las oficinas de la calle Barquillo, para impedirlo. El traspaso se produjo por la noche.

Pancarta
Aficionados del Atlético en el estreno del Manzanares.

Para la temporada 63-64 la situación es terrible. Las obras están paradas, no hay dinero para proseguirlas, aún no se ha conseguido la venta del Metropolitano y el equipo se arrastra la primera vuelta por zona de amenaza de descenso. Es el año de la cesión de Grosso, que ya conté en esta sección. Javier Barroso decide pasar los trastos a un hombre joven, activo y de grandes contactos, Vicente Calderón. Le nombra vicepresidente tercero, luego dimiten él y los otros dos vicepresidentes y, en una maniobra bien urdida, Calderón alcanza la presidencia en pocas semanas.

Mano de santo. Consigue para los terrenos la licencia de edificabilidad y un comprador, la Inmobiliaria Vista Hermosa. El acuerdo exige dejar los terrenos libres el 15 de marzo de 1966. Para entonces será imposible tener listo el nuevo campo. La idea es jugar en el Bernabéu. Ya jugó el Madrid en el Metropolitano mientras hacía el Nuevo Chamartín, en 1946. En aquella ocasión, los socios del Atlético tuvieron acceso gratis a los partidos del Madrid. Ahora el Madrid pide lo mismo, pero la época es otra y hay muchos más socios: 60.000 del Madrid, 50.000 del Atlético. No quedaría ninguna posibilidad de taquilla. Además, los atléticos jugarían con ambiente mayoritario en contra. Ya se había comprobado en una especie de ensayo, un Atlético-Juve, de Copa de Ferias, jugado en el Bernabéu. Los madridistas se volcaron a favor de la Juve, pese a los reparos que entonces existían para ir con un equipo extranjero contra uno español. La excusa fue la presencia de Del Sol, ex jugador blanco, en la Juve. Así que Calderón tuvo que forzar las cosas para no ir al Bernabéu. Obtuvo de Vista Hermosa una prórroga hasta el final de la temporada 65-66, en la que por cierto los rojiblancos se darían el gustazo de salir campeones de Liga. El Metropolitano se entregará a la piqueta el 16 de mayo. Ahora hay allí viviendas. El campo ocupaba más o menos lo que es ahora la manzana formada por las calles de Juan XXIII, Santiago Rusiñol, Conde de la Cimera y Beatriz de Bobadilla. Bajando por Reina Victoria desde Cuatro Caminos, al final a la derecha, cerca de la Ciudad Universitaria.

En verano, mientras el equipo se entrena en el Parque Sindical, se expone en el Palacio de Deportes una maqueta del nuevo estadio, que presenta un avance espectacular: todo son asientos, nadie va de pie. (Para entonces, lo usual era un tercio o menos de asiento, el resto de pie). Los socios pasan por allí y eligen sobre la maqueta su asiento. Y presumen ante los madridistas de campo nuevo y mejor.

Pero aún no está acabado, se trabaja incluso de noche, y la ciudad discute: ¿tendrá que pasar el Atleti por la horca caudina del Bernabéu, aunque sólo sea por unos pocos partidos? La Liga empieza el 7 septiembre. Al Atlético le toca en San Mamés. El primer partido en casa es el 14, contra el Barça, y el club pide un aplazamiento hasta el 1 de noviembre que se le concede, para desilusión de los madridistas. El 21 visita al Depor, en Riazor. Y por fin, el 2 de octubre de 1966, a los cuatro años justos del traspaso de Peiró, puede jugar. El Valencia es el primer visitante. Pero en esas, el alcalde, Carlos Arias Navarro, hace saber que el campo se ha construido sin la licencia. “No he visto ningún expediente de obras y jamás se me ha mostrado proyecto alguno”, se queja. Se opone a la apertura y exige que se derribe la tribuna del río, por invasión de espacio público, y las dos pasarelas que cruzan desde esa tribuna hasta el otro lado del río.

Calderón acude a atléticos bien situados, particularmente a Fuertes de Villavicencio, Jefe de la Casa Civil de Franco, y Jesús Suevos, falangista de primera hora que había sido presidente del club y que fue el primer director de RTVE. Se derriban las pasarelas, sí, el partido inaugural se juega sin instalarse los asientos en la tribuna sentenciada, sí, pero se juega, y con dos ministros en el palco: Solís Ruiz, ministro del Movimiento, apodado La Sonrisa del Régimen, y López Bravo, de Exteriores. Derrota política de Arias Navarro.

Una hora antes del partido, cuando jugadores y trío arbitral inspeccionan el terreno, hay un curioso incidente que aún me parece estar viendo. Los dos porteros, Rodri y Pesudo, parecen disconformes con las porterías. Una y otra vez saltan y tocan el larguero con los dedos. Hablan entre ellos. ¿Qué pasa? Se acercan a la banda. Hay un conciliábulo con el trío arbitral y el delegado del club, Alfonso Aparicio. Finalmente, un empleado va con una escalera y un metro a una de las porterías. La mide. Luego a la otra, Lo mismo. Todos conformes. La explicación llegará luego: los dos porteros, acostumbrados a porterías antiguas, combadas, con el centro del larguero más bajo que los postes, habían llegado a creer que estas tenían cuatro centímetros por encima de lo reglamentario.

El partido se juega a la una menos cuarto. Hay televisión y por ello mismo poco público, apenas 20.000 personas. El Atlético sale con Rodri; Colo, Griffa, Rivilla; Glaría, Iglesias; Cardona, Luis, Mendonça, Adelardo y Collar. El Valencia, con Pesudo; Tatono, Mestre, Totó; Paquito, Roberto; Claramunt, Waldo, Ansola, Sol y Poli. Luis Aragonés tiene el honor de marcar el primer gol de la historia del nuevo campo. Lo logra en el minuto 16, de cabeza, ganando en una piña. Un gol muy suyo. En el 70 empatará Paquito, el cerebral medio, inventor del regate del melocotón. Al final, 1-1. Estreno gris, incompleto y accidentado, pero el Atlético ya tiene nuevo campo. El día siguiente, la foto más comentada es la de la pancarta que mejor expresaba el sentir de los atléticos: “Ya estamos en nuestra casa / y nadie nos ha humillado / Mientras ellos van de pie / nosotros todos sentados”. Picó tanto que tuvo respuesta. El domingo siguiente, entre las fotos del Madrid-Zaragoza del Bernabéu, destaca la de esta otra pancarta: “Si pretendéis conseguir / lo que aquí hemos logrado / no podéis estar de pie /Tenéis que esperar sentados”.

El gol de ‘Espanhol’ ante 30.000 emigrantes

Por: | 24 de marzo de 2013

El 10 de noviembre de 1965, España consiguió de forma agónica el pase para el Mundial de 1966, el de Inglaterra. Fue en París, en un partido de desempate ante Eire. Asistieron millares y millares de emigrantes. Y lo resolvió, con un solitario gol de última hora, otro emigrante: José Armando Ufarte Ventoso.

A principios de los sesenta, el diario vespertino Pueblo, el de mayor tirada en la época, informó de un tal Espanhol, extremo derecha del Flamengo que podría quitar el puesto al mismísimo Garrincha en la selección de Brasil.

¿Quién era ese tal Espanhol?

Pues ese tal Espanhol resultaba ser un español de verdad, un chico pontevedrés. Su padre, un mecánico almeriense que había probado suerte en Pontevedra durante la posguerra, emigró a Brasil en busca de mejor vida. Cuando vio que podía tener un pasar, llamó junto a sí a toda la familia salvo la hermana mayor, que se quedó a cargo de los abuelos. José Armando Ufarte, el único hijo varón, que se trasladó junto a la hermana pequeña y la madre a acompañar la aventura del padre, tenía entonces 14 años. Y se le daba muy bien el fútbol. Tan bien que despuntó en los mismísimos solares y playas de Río de Janeiro, en aquellos años en los que Brasil producía futbolistas geniales en cantidades industriales. Lo suyo era jugar de extremo, donde lucía su zancada, su desborde y su impecable centro. Llegó a las inferiores del Flamengo, el gran club brasileño, y saltó al primer equipo con 17 años. Pero allí chocó con el entrenador, Fleitas Solich, el hombre que había rebotado en el Real Madrid en 1959, arrastrado por Didí y que no guardaba buen recuerdo de España. Fleitas Solich pretendía que jugara de interior. Él sólo quería ser extremo. Encontró su salida al fichar por el Corinthians. Ahí anduvo bien, alcanzó celebridad, pero al comienzo de la segunda temporada se encontró con que Fleitas Solich, fracasado en el Flamengo, era contratado por el Corinthians. Y le apartó. Ufarte pensó entonces que o encontraba una salida en España, donde debería darse a conocer, o tendría que dejar el fútbol.

Pero el Flamengo no le olvidó y le repescó. Ganó el toreo Carioca y la Copa Río-São Paulo. Se le empezó a ver como la alternativa al genial Garrincha, cuyo declive se presentía. Le ofrecieron hacerse brasileño, con la idea de jugar en la verdeamarelha. Pero él y toda la familia siempre tuvieron en la cabeza regresar a España. Con ocasión de la boda de la hermana mayor, la que se había quedado a vivir con los abuelos, el padre y la madre viajaron a Pontevedra. El padre, ni corto ni perezoso, se presentó en Madrid a proponerle al Real Madrid que se interesara por su hijo.

El Real Madrid tenía entonces a Amancio como extremo derecha, fichado no mucho antes del Depor. Luego sería interior en punta y el Madrid andaría años buscando, sin éxito, un extremo derecha. Pero eso, entonces, ¿quién lo iba a suponer? Al padre de Espanhol le recibió Miguel Malbo, el jefe de fútbol del club, un hombre cargado de aciertos en su currículum, pero que en este caso chocó ante la primera dificultad:

—Su hijo no puede fichar por España. No ha tenido ficha juvenil como español así que, aunque haya nacido en España, a efectos federativos es extranjero.

(Desde 1962 y hasta 1973 estuvo cerrada la importación de extranjeros. Así que lo de Espanhol no era posible, según las normas. El Madrid lo despachó sin más).

Aquella frialdad sentó como un tiro a los Ufarte, tanto como les reafirmó en el deseo de regresar a España. Ufarte aún se indigna cuando lo recuerda.

—¿Extranjero? ¡Si había nacido en Pontevedra y me había marchado con 14 años cumplidos!

El 20 de junio de 1964 el Flamengo jugó en el Trofeo Naranja en Valencia y Espanhol lo bordó. El Atlético, que ya estaba tras la pista, le fichó. La pega de la no ficha juvenil se resolvió un poco de aquella manera, haciendo como que los partidos que había jugado en el Petit Lérez de Pontevedra con 14 años podrían contar como tal. En la temporada 1964-65 se presenta con el Atlético, que aún juega las dos últimas temporadas en el Metropolitano. Entierra el apodo de Espanhol y pasa a ser conocido por su apellido, Ufarte. Su aparición es fulgurante. Hay partidos en los que el público le arroja sombreros, como a los grandes toreros. Hace una gran ala con Luis Aragonés, fichado pocos meses antes.

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Ufarte marca ante Eire el gol que dio a España la clasificación para el Mundial de 1966. / diario as

En Madrid se estableció inmediatamente una rivalidad: ¿Amancio o Ufarte? Amancio era el siete de la selección, con la que había ganado la Eurocopa de 1964. Estaba delante. Pero en cada convocatoria se discutía, Ufarte era mucho Ufarte. Una lesión de Amancio, por patada de Torrent en el Camp Nou, le hace parar por unos meses y queda el campo libre para Ufarte justo cuando España tiene que jugarse la clasificación para el Mundial de 1966. En principio, el grupo lo deben formar España, Irlanda y Siria, pero Siria se retira. Se trata, pues, de una eliminatoria con Irlanda. Parece fácil, pero…

Todo se complica en Dublín, donde España no juega bien e Iríbar se hace un gol tonto: le viene un centro alto, cerrado, al que llega cómodo con las dos manos, pero temiendo la carga de un atacante decide enviarlo por encima del larguero… y lo que hace es meter el balón en su portería: 1-0. Ese fallo le costará a Iríbar no jugar los dos partidos siguientes contra Irlanda y, a la larga, no llegar a los 50 partidos con la selección. Se quedará en 49.

En la vuelta, en Sevilla, con Betancort de portero y Ufarte de extremo derecha, España golea (4-1) a Irlanda. Pero entonces no bastaba. Contaban las victorias. Sólo a partir de esta fase de clasificación la FIFA decidirá (la UEFA ya lo había introducido antes) que en caso de empate a victorias se sumen los goles marcados en los dos partidos y que, caso de no haber diferencia, se clasificara el que más hubiera marcado fuera. Si ni eso resolviera, prórroga en el segundo partido (con valor aún preferente para los goles del forastero) y finalmente, moneda al aire. Los penaltis no entrarán en liza en partidos oficiales hasta 1971.

En fin, que entonces un 4-1 no podía con un 1-0. Y hubo que desempatar en París, donde al saltar nuestros jugadores al campo se encontraron con 30.000 emigrantes españoles exhibiendo pancartas, tocando palmas por sevillanas y jaleando a España. Los había de París, de Suiza, de Bélgica, incluso de Alemania. Eran los años de la emigración, que ahora vuelven. España exportaba mano de obra que reenviaba las divisas de las que vivía el país. De eso, del turismo y una industria incipiente.

El partido fue espeso, duro y difícil. Uno de esos en los que el viejo aficionado presiente que sólo habrá un gol, que el primero que marque ganará. Betancort da muestras de nerviosismo en dos primeras intervenciones, pero luego hace dos paradas mágicas. España va poco a poco a más, y en el minuto 82 el emigrante redimido, Ufarte, cambia de posición con el interior Pereda, se cuela, entrega a Marcelino, el remate de éste rebota en un defensa y le vuelve a él, que asegura el tiro y marca. Espanhol ha metido a España en el Mundial.

Amancio volverá, pero ya como interior en punta en un Madrid del que se van Di Stéfano y Puskas y le necesita como gran referencia en el ataque. Por la banda que pudo ser de Ufarte desfilan Serena, Agüero, Veloso, Fleitas, De Diego, Miguel Pérez, José Luis, Aguilar… Durante 10 años el Madrid prueba soluciones distintas para ese puesto, sin que ninguna cuaje. Ufarte, mientras, vuela en la banda del Calderón, el nuevo estadio que el club rojiblanco estrenará al tercer año de su llegada. Y hoy aún es el día en que no perdona al Madrid aquel desprecio:

—¡Decirme que yo era extranjero! ¡Yo, que nací en Pontevedra!

El secuestro de Fangio por los castristas

Por: | 17 de marzo de 2013

En España todo el mundo recuerda el secuestro de Di Stéfano en Caracas. Pero son muchos menos los que saben que esa operación estuvo inspirada por el secuestro, cuatro años antes, del pentacampeón de Fórmula 1 Juan Manuel Fangio por parte del Movimiento 26 de julio que dirigía Fidel Castro, entonces guerrillero en Sierra Maestra.

Al poco del accidentado desembarco del Granma, en diciembre de 1956, Castro envió a La Habana a uno de sus barbudos, Faustino Pérez, a fin de difundir el movimiento y crear agitación en La Habana. Su primer éxito fue enviar a Sierra Maestra a un periodista del New York Times, Hebert Matthews. También consiguió en los primeros meses enviar allí un equipo de televisión de la CBS.
Pero lo que de verdad hizo célebre la guerrilla de Castro fue el secuestro de Juan Manuel Fangio, entonces de lejos el deportista más célebre del mundo. La NBA no era seguida fuera de Estados Unidos, Pelé aún no había estallado, Joe Louis llevaba años retirado… Fangio había ganado los Mundiales de Fórmula 1 de 1951, 54, 55, 56 y 57, con cuatro marcas distintas: Alfa Romeo, Mercedes, Ferrari y Maserati. Había sido segundo en 1950 y 1953. En 1952 no había podido participar por un gravísimo accidente en la primera de las carreras.

La dictadura de Batista introdujo el Gran Premio de Cuba en 1957 para darle más brillo al Día de la Fiesta Nacional, el 24 de febrero. Ya en esa edición Faustino Pérez proyectó el secuestro, pero el mismo día hubo una caída de militantes, lo que le hizo aplazar la operación. La idea quedó viva para la edición siguiente: se trataba de secuestrar al piloto, tenerlo retenido hasta el final del premio y luego soltarlo. Eso haría su causa internacionalmente conocida. Y darles un golpe así a las autoridades les añadiría calor popular y prestigio.

Faustino Pérez encargó el operativo a Óscar Lucero, capitán de milicias, que cuenta con varios hombres para llevarlo a cabo. Colaborará con ellos Elio Constantin, periodista deportivo de la revista Carteles, que en la anterior edición ha hecho amistad con Marcelo Giamberto, apoderado del piloto. A Constantin le resulta fácil saber dónde va a estar Fangio en cada momento. Éste llega a La Habana el viernes 21 (la carrera es el lunes 24) y se hospeda en la habitación 810 del hotel Lincoln, en el centro de la ciudad. En la puerta de la habitación hay una guardia armada del SIM (la policía especial del régimen), así que ni pensar en capturarlo en la habitación. Por la noche tiene una entrevista en la televisión CQM, pero la compañía es mucha. Regresa al hotel a cenar y no sale más. Imposible. Se ha perdido el viernes.
El sábado se dispone un seguimiento: un coche tras él donde vaya. Otros dos vehículos esperan junto a un teléfono. Cuando cambia de lugar, el primer coche dice a uno de los otros el nuevo destino y éste le reemplaza. Así, con el seguimiento rotatorio, no se llama la atención. El sábado descansa toda la mañana. Luego, acude a un cóctel al Hotel Nacional. Parece un lugar propicio, pero una bronca entre un fotógrafo y un policía crea un alboroto. Regresa al Lincoln. Después de cenar, ya de noche, recorre caminando el circuito, pero de nuevo acompañado de seguridad, amigos y curiosos. Imposible actuar. Regresa al hotel. Otro día perdido. El domingo por la mañana, mientras Fangio hace las sesiones de entrenamiento (ganará la pole), Faustino Pérez se ve con Óscar Lucero, al que acusa de irresoluto. “¡Hay que hacerlo! ¡Si es preciso tomamos el Lincoln con los hombres que haga falta!”.

La ocasión se presenta cuando saben por Constantin que, ya al atardecer, Fangio va a bajar al hall del hotel a tomar un refresco junto a otros pilotos. Le esperan a la puerta del ascensor. Cuando ésta se abre, aparecen Fangio y Giamberto. Se adelanta un comando, Manuel Uziel, que primero quiere asegurarse:

—¿Quién de ustedes es Fangio?
—Yo.
—Acompáñeme. Está usted secuestrado por el Movimiento 26 de julio.

Fangio sonríe, pensando que es la broma de un admirador, pero Uziel saca una pistola del bolsillo y se la clava en las costillas.

—Es en serio. No haga nada y no le pasará nada.
Al tiempo amenaza a los acompañantes.

Suben a Fangio a un Plymouth verde. La obsesión de los secuestradores es tranquilizarle y convencerle de sus buenas intenciones, porque les preocupaba mucho la imagen que diera de ellos al soltarle. Así que Uziel le lleva primero a su propia casa, a presentarle a su mujer y a su bebé. Luego, con otro coche, a un piso franco en el que convalece un militante, Ramoncín, con graves quemaduras cuando intentaba fabricar un lanzallamas casero. Finalmente, a un chaletito de dos plantas en El Nuevo Vedado, propiedad de la viuda de un revolucionario, que vivía con sus dos hijas, de 17 y 21 años. Llegaron a las diez de la noche. El chalet contiguo es de una bailarina del Tropicana, amante de un pez gordo del régimen, siempre muy custodiado. Los secuestradores pensaron que nadie iba a suponer que lo escondieran en tal vecindad.

Le dieron la mejor habitación. Cenó filete con patatas. La mañana siguiente le llevaron el desayuno a la cama. Comió arroz con pollo con los secuestradores. Mientras, la ciudad era un pandemónium de registros y falsas noticias. Aunque había televisión, Fangio no quiso ver la carrera, ni escucharla por radio. Prefirió escuchar música.

Fangio
Fangio, en el momento de su liberación. /DIARIO AS

La carrera fue un fracaso y tuvo un desarrollo trágico. Los organizadores retrasaron la salida, en la esperanza de que Fangio fuera rescatado. Empezó media hora tarde. En la sexta vuelta, el piloto local García Cifuentes pierde el control y su coche arrolla al público, con resultado de seis muertos y 40 heridos. Se da por terminada, con victoria para Stirling Moss, que en ese momento estaba en primera posición. Le avisan a Fangio, que entonces sí oye la radio y se muestra muy afectado.
Todo había acabado… O no. Ahora llega lo más difícil: devolver a Fangio. ¿Cómo, dónde? No estaba previsto. Un informador de los revolucionarios en el gobierno les avisa de que la intención de este es matarlo cuando aparezca, para cargarles el crimen. Se piensa en el mediador de la entrega: en un cura, en el director de la revista Bohemia… Ninguna alternativa parece buena. Mientras, se suceden los llamamientos de Giamberto y de la esposa de Fangio por la radio pidiendo su devolución. Hay nervios.
El propio Fangio sugiere que le entreguen a su embajador. Pero las proximidades de la embajada están custodiadas. El periodista mexicano Manuel Camín, amigo de los revolucionarios (y que gozará de la gran exclusiva de la entrevista al piloto), monta la entrega no en la embajada, sino en el apartamento del agregado militar de la misma, Mario Zaballe, que está de viaje, así que su apartamento no está vigilado. Allí acudirá el propio embajador, Raúl Aurelio Lynch, por una rara coincidencia primo del padre del Ché Guevara (Ernesto Guevara Lynch). Lynch sale de su embajada escondido en la trasera de un coche, para no ser seguido. Arnol Rodríguez, que luego contará la peripecia en su libro Operación Fangio (que inspiraría una película del mismo título, no fiel en todos los detalles, en la que Darío Grandinetti incorpora a Fangio), es el encargado de la entrega. A Fangio le intentan poner un sombrero. Todos le quedan pequeños. Sólo le colocan unas gafas para disimular su aspecto y le suben a un Cadillac con Arnol y dos chicas. Antes de medianoche está en el apartamento del agregado militar, donde le recibe su embajador. Arnol le despide con estas palabras: “Fangio, usted será nuestro invitado de honor cuando triunfe la Revolución”.

El golpe estaba dado. La revolución se aceleró. Fidel Castro ganó adeptos y su guerrilla saltó de Sierra Maestra para extenderse al resto de Cuba. Al amanecer del 1 de enero de 1959, Batista abandonaría Cuba. El 8 de enero, menos de 11 meses después del secuestro, Fidel Castro entraba en La Habana.
Fangio se retiró aquel mismo año de 1958. Siempre habló bien de sus secuestradores, pero no cumplimentó la invitación hasta 1981, cuando regresó, como presidente de la Mercedes. Se reencontró con Faustino Pérez y Arnol Rodríguez y conoció a Fidel Castro.

El Hotel Lincoln aún existe. Su habitación 810 está dedicada a Fangio. 

Aquella primera tanda de penaltis

Por: | 10 de marzo de 2013

Ahora que se acerca el Barça-Milán, se me ocurre que la clasificación bien podría resolverse a lanzamientos desde el punto de penalti. Y vuelve a mi memoria un suceso: la primera constatación de una tanda de desempate a penaltis en la historia data de hace más de cincuenta años. Fue en Cádiz, en el Trofeo Carranza, y ganó el Barça al Zaragoza.

Aunque hoy suene raro, hubo tiempos en los que no se resolvían los empates así. Se resolvían con uno, dos o hasta en su caso tres (tal cosa ocurrió en una final de Copa de Escocia) partidos de desempate. Y cuando el tiempo apretaba, por moneda al aire o algún otro modo de azar. España dejó de ir al Mundial de Suiza (1954) porque en el desempate con Turquía, en Roma, acabado a su vez en empate tras prórroga, un bambino sacó de una copa el nombre de Turquía. En busca de evitar la moneda (o la mano inocente en la copa) se arbitraron distintas soluciones aquí y allá. Fue bastante extendida la de prórrogas de un cuarto de hora (tras la prórroga verdadera, de media hora) cambiando de portería cada vez, hasta que alguien marcara un gol, en cuyo caso acababa el partido. Así vi, por ejemplo, al Betis eliminar al Madrid de la Copa cuando acababa de ganar la Sexta Copa de Europa, con los ye-yés.

Se probaban varias fórmulas, aquí y allá, ninguna convencía. Y a medida que había más actividad futbolística, y por consiguiente menos fechas para desempate, el problema se hacía más acuciante.

La solución llegó de Cádiz, vieja y sabia tierra. Una tierra a la que no sólo debemos el garum, el cante por alegrías y la Pepa. También le debemos el invento de las tandas de penaltis.

Se juntaron la necesidad del Carranza de resolver los empates por vía rápida y el ingenio de un gaditano, de nombre Rafael Ballester. El Carranza, nacido a finales de los cincuenta, fue junto al Teresa Herrera, la gran cita futbolística del verano. Tiraba de los grandes equipos nacionales (ahí presentó el Madrid a Didí en suelo español) y de los mejores de Europa o Suramérica, en años aún sin tele, o sin apenas tele, en los que todo era nuevo y deslumbrante. Fue el acontecimiento del verano hasta los setenta.

Con un problema: se jugaban las semifinales el sábado y la final de vencidos y la final verdadera el domingo. Los desempates del sábado eran mortales. Impensable jugar prórrogas de quince minutos alternativas tras la prórroga. Para la edición de 1958 se pensó dar ganador en los empates al equipo que menos córners hubiera cedido en la prórroga. Resultó poco convincente.

Entonces surgió la propuesta de Rafael Ballester, directivo del Cádiz, colaborador con alguna frecuencia del Diario de Cádiz, que desde las páginas de este periódico lanzó la idea de que los desempates se resolvieran con sendas tantas de cinco lanzamientos desde el punto de penalti para cada equipo. La idea pareció interesante, y la primera ocasión de ponerla en práctica llegó en la final de 1962.

Fue una gran edición, como lo eran todas las de entonces, aunque faltara el Real Madrid, favorito de la ciudad y que había ganado las dos anteriores. Como campeón, el Madrid habría tenido derecho a participar, pero le interesó más otro programa. Jugaron Barça, Inter, San Lorenzo de Almagro (repescado a última hora por fallo del Peñarol, anunciado en los programas) y el Zaragoza, que iba de telonero. Pero se estaba gestando un gran Zaragoza, que en la semifinal ganó 4-2 al Inter de Helenio Herrera con su lujosa delantera formada por Jair, Maschio, Hitchens, Suárez y Corso. A su vez, un Barça de entreguerras batiría al San Lorenzo de Almagro (con el gran Sanfilippo como estrella, autor de los dos goles) por 3-2.

Final española, pues. Y final que tras 0-0 en el tiempo reglamentario pasó a la prórroga. En ella se adelantó el Zaragoza (favorito del público, siempre con David frente a Goliath) con gol de Marcelino nada más iniciarse ese periodo, pero a tres minutos del final empató el pequeñísimo delantero Re.

Y entonces se produjo el hecho, la primera tanda de penaltis. Y la ganó el Barça.

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El Barcelona, con la copa del Trofeo Carranza, en 1961. / as

El árbitro era el portugués Joaquim Campos, que había sido instruido previamente por el delegado, De la Fuente, del acuerdo de desempatar así. Se sorteó y tocó que lanzara primero el Zaragoza. Los cinco seguidos, ese era el acuerdo. Tiró Duca (brasileño, Adrualdo Barroso da Silva Lima por nombre completo) y gol; Seminario, gol; Lapetra, al poste; Santamaría, fuera; Yarza (el portero), gol. Total, tres. Cambio de portería entonces y lanza el Barça: Benítez, gol; Re, gol; Camps, rechaza Yarza al palo y el balón no entra; Cubillas, rachaza Yarza con el pie; Rodri, gol. Tres a tres. Se discute entonces si otra tanda (sólo estaba prevista una) o la moneda. El partido había empezado a las diez de la noche, y era ya la una y media. Waldo Marco, presidente del Zaragoza, pide moneda; Enrique Llaudet, presidente del Barça, confiado en la superioridad técnica de los suyos, prefiere otra tanda. El alcalde de Cádiz, León de Carranza, lanza moneda al aire para dilucidar. Gana el Barça. Más penaltis. Y ahora el primero que lanza es el Barça.

Marcan consecutivamente Goyvaerts, Benítez, Re, Gracia y Vergés. Cambio de portería y lanza el Zaragoza. Duca tira al poste entre un ¡Oooohhh! de decepción. El Barça es campeón. Ha ganado la primera tanda de la historia. Recoge la copa entre pitos: la gente iba con el Zaragoza, por ser el débil y porque al ganar el Barça suponía que repetiría el año siguiente, lo que se interpretaba como que no podría acudir el Madrid, el favorito de la ciudad.

Los penaltis de desempate empezaron a utilizarse un poco por aquí y por allá, pero tardaron en homologarse. Aún Italia pasaría a la final de la Eurocopa de 1968, contra Yugoslavia, eliminando a la URSS por penaltis, tras desempate no resuelto. En 1970, un árbitro alemán, llamado Karl Wade, recomendó en la UEFA este sistema, que lo incorporó a las competiciones europeas a partir de la 1971-72, aunque no para finales. Aún la final de Copa de Europa Atlético-Bayern, en 1974, se resolvió en desempate. Pero ya entraron con todo el derecho en la Eurocopa de 1978, cuya final, Checoslovaquia-RFA, fue resuelta en los penaltis, con el celebérrimo tiro de Panenka. En el Mundial España-82, la RFA pasó a la final tras batir a Francia en los penaltis, en Sevilla. Y la final del Mundial de EE UU, 1994, se la ganaría Brasil a Italia en los penaltis, tras famoso fallo de Baggio.

Hoy los penaltis son algo común, muy telegénico y nada discutido. La UEFA le atribuye el invento a Karl Wade. Mal hecho. La ocurrencia fue de Rafael Ballester, en el Carranza, hace ya más de cincuenta años. Y la primera vez que se pusieron en funcionamiento sirvieron para darle al Barça aquel bonito y lejano Carranza.

Conste en acta, por si mañana acabamos el partido en lanzamientos desde el punto de penalti.

Stiles, el hombre al que retiraron las tarjetas

Por: | 03 de marzo de 2013

Hasta el Mundial de 1970, en México, no había tarjetas. El reglamento prescribía, eso sí, que el árbitro debería advertir de expulsión al jugador que reiterara faltas, o al que se condujera de forma violenta. Y expulsarle en caso preciso. Pero los árbitros eran laxos en la aplicación de ese atributo. De eso se aprovecharon algunos jugadores, en especial en los sesenta, tiempo en el que el fútbol se encanalló peligrosamente. El más significativo de todos ellos fue el inglés Nobby Stiles, la cara fea del Manchester United y de la selección inglesa en aquel tiempo. Por él llegaron las tarjetas.

Nobby Stiles perdió los dos incisivos de arriba muy niño, cuando se cayó del sofá arrastrado por la pasión mientras veía un partido del Manchester, del que era fan. Destacó en el fútbol colegial inglés, como interior industrioso, sin calidad pero con mucha ida y vuelta. Tanto que le fichó Busby para el United, en esos años en los que aún lo estaba rehaciendo tras la catástrofe de Múnich. Fue un juvenil destacado y hasta llegó a jugar para la sub-23 de Inglaterra, donde llamaba la atención su deplorable aspecto. Perdió pelo desde muy joven, le faltaban los dos dientes más visibles y corría con la cabeza un poco para atrás, en una postura un poco forzada quizá por su miopía, que guardaba en secreto.

Llegó al primer equipo, porque Busby admiraba su trabajo. Pero no tenía sitio. Tampoco le acompañaba la percha, era bajo y escurrido. Una lástima, en fin. Estaba llamado ya a caer del Manchester a algún equipo menor cuando se le presentó la oportunidad que le cambiaría la vida. El United tenía que jugar contra el Tottenham, cuyo interior en punta, Jimmy Greaves, era el gran jugador inglés del momento. A Busby le faltó ese día Maurice Setters, el medio defensivo, y tuvo la intuición de que Stiles podría hacerse cargo de Greaves. Stiles cumplió, ganó el Manchester 3-2.

Busby había encontrado utilidad por fin a Stiles, que ya se quedó como titular, con la misión de marcar siempre al mediapunta rival, o al cerebro de medio campo. No hacía distingos: pegaba a todos por igual, sin preocuparse de la nacionalidad o la raza. Lo mismo le dio Greaves que a Eusebio, o que a Amancio, Rivera, Mazzola, Overath, Onega, Rocha, Albert… Ni siquiera respetó a sus compañeros reds Law y Best cuando se los encontró con Escocia e Irlanda. Resultó odioso para todas las aficiones del mundo. Salvo para la del United, claro.

Su miopía fue tan a más que un día el meta Gregg (uno de los supervivientes de la tragedia de Múnich) se asustó al notar que no podía ni distinguir los naipes con que estaban jugando en la concentración. Preocupado, pensando que le pasaba algo, fue a decírselo a Busby. Este habló con Stiles y este le confesó que era miope, que el problema iba a más y que no quería jugar con gafas (cosa que permitía el reglamento, y se dio algún caso significativo, como el del belga Jurion). El mánager lo resolvió encargándole unas lentillas, entonces un avance reciente.

Y Stiles siguió jugando, con su boca desdentada, su pelo cada vez más escaso, su corta estatura, sus hombros encogidos, su cabeza para atrás y su falta de escrúpulos para tirar al suelo al hombre al que marcaba. Si le caía el balón en los pies, cosa que procuraba evitar, se lo entregaba a Bobby Charlton si lo tenía lo bastante cerca y si no lo mandaba lejos. Se decía que su padre tenía un negocio de pompas fúnebres, cosa que nunca he comprobado. En Italia le llamaban Nosferatu, en Alemania el Ogro Inglés, en España algo peor. Lo que ustedes imaginan, sí.

Y llegó a la selección. En 1965, un año antes del Mundial de Inglaterra, Alf Ramsey le llamó para un partido contra Escocia. La parte de atrás del equipo la compuso con el meta Banks y una defensa de cuatro formada por Cohen, Jackie Charlton, Bobby Moore y Wilson. Por delante de ellos, como escudo protector, Stiles. Sobre esa peana defensiva jugaría y ganaría Inglaterra su Mundial, el primero televisado en directo por satélite a toda la tierra. Y toda la tierra pudo ver la impunidad con que este jugador de aspecto desastroso repetía faltas sobre la figura del equipo contrario. Aquellas protestas del argentino Rattin (que acabó expulsado) tenían su base en las faltas de Stiles sobre Onega. Las lágrimas de Eusebio en la semifinal eran de impotencia por la persecución de Stiles…

Stiles
Stiles, tras la victoria de Inglaterra en Wembley en el Mundial de 1966. / getty

Pero Stiles ganó la Copa y el mundo entero le vio improvisando un bailecito patético con la Jules Rimet en una mano y en la otra su dentadura postiza, que en las grandes ocasiones le hacían ponerse para adecentar su aspecto. Aquello fastidió hasta en Inglaterra. Treinta años después, la escena aún sería recordada en la canción Three Lions, de Frank Skinner y David Baddiel.

La presión internacional provocó que, poco a poco, Ramsey fuera apartándole de la selección. Siguió acudiendo, pero en general de suplente. Le quitó el puesto el spur Mullery, que por cierto le robó a Stiles el raro honor de ser el primer jugador inglés expulsado en la historia. Fue en la semifinal de la Eurocopa-68, contra Yugoslavia.

Pero en el glorioso United de Best, Law y Charlton se mantuvo como titular y ganó la Copa de Europa de 1968, en una final con el Benfica en la que de nuevo se había hecho cargo de Eusebio. (En la semifinal se había hecho cargo de Amancio. Bobby Charlton contaba anteayer en la televisión del club, tantos años después, que no podía repetir las palabras que Stiles le dijo en el túnel de salida al Bernabéu). Con todo, Stiles es todavía, junto a Charlton, el único jugador inglés que ha ganado el Mundial y la Copa de Europa.

Para el Mundial de 1970 se estrenaron las tarjetas, solución que se arbitró, sobre todo, por el clamor que habían despertado los sucesos de Inglaterra, con Stiles a la cabeza. Stiles fue a México, pero ya era abiertamente un reserva. Su convocatoria era una cabezonada de Ramsey, que pensaba que se le trataba injustamente. Pero no jugó ni un minuto. Muy poco después, en 1971, aún con 28 años, la plena madurez para otros, tuvo que dejar el United para pasar al Middlesbrough. Las tarjetas le borraron del gran fútbol. A los dos años estaba de jugador-entrenador en el Preston.

Allí tuvo más adelante como jugador a mi amigo Michael Robinson, que me lo pintó como un ingenuo bizcochón al que hacían diabluras. Le metían una pella de barro en la punta de la bota, con lo que acababa con los dedos del pie sangrando, y le decían que le estaba creciendo el pie. Se ponía un número más y no se lo hacían. Volvía a su número y se lo volvían a hacer. Así sucesivamente. Otra vez le inundaron de pescados el motor del coche, que iba bajo el capó delantero. Estuvo días desmontando los asientos y el maletero para ver de dónde salía aquella peste sin descubrirlo. Por lo visto era un buenazo, de esos que se transforma sobre el campo.

Jubilado tras entrenar varios equipos medios sin mayor éxito, en 2010 volvió a ser noticia mundial cuando se supo que subastó en Escocia sus medallas de campeón del Mundo y de Europa. Corrió la versión de que estaba en apuros, pero no era cierto: tiene tres hijos y dos medallas, y le parecía más práctico dejarles en herencia dinero en vez de una pelea. Por cierto, las medallas las adquirió el Manchester por 200.000 libras.

Unos años antes, en 2003, había escrito su autobiografía, que tituló A por el balón. Hubiera sido más correcto A por el tobillo. Hoy es un tranquilo jubilado que descansa junto a su familia. También descansan los tobillos de sus rivales de aquellos duros y lejanos años. Del fútbol sin tarjetas.

El País

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