En 1956 apareció en el Real Madrid un buen medio de ataque llamado Santisteban. Un jugador fino, un remoto antecedente de Guardiola. Un chico menudo, de 57 kilos, con mucha ciencia en las botas, pero con poca resistencia. Había llegado al juvenil del Real Madrid procedente del Colegio de Huérfanos de la Guardia Civil Infanta María Teresa, donde había ingresado tras perder a su padre y a su madre. Tenía talento, llegó a ganar dos finales de Copa de Europa con el Madrid, pero su falta de formación física terminaría por derrotarle. Las lesiones le lastraron. A Bernabéu se le quedó clavado ese caso, como el del interior Enrique Mateos, conocido como Fifirichi por su extremada delgadez. Ambos grandes talentos naturales, víctimas de la carencia de alimentación adecuada en su infancia y adolescencia. Chicos criados en tiempos de escasez, cuando la buena alimentación era privilegio de las clases acomodadas.
Así que Bernabéu se planteó la idea de fortalecer a los muchachos más prometedores de la cantera que lo necesitaran. A algunos los mandaba dos veces por semana a comer a El Asaltante, en la calle Hartzenbusch. Hasta que un empleado del club llamado Francisco Alfonso Calderón, que veraneaba en la localidad coruñesa de Cedeira, le sugirió enviar allí durante un mes a los canteranos más necesitados de fortalecimiento físico. Un pueblo tranquilo, en una ría estupenda, con magnífica playa, un monte a la espalda, el mejor oxígeno que se fabrica y la excelente comida gallega. El sitio ideal.
Y así se hizo. En 1964 el Madrid envió allá cuatro muchachos, entre ellos el mismísimo Grosso, que ya había jugado algunos partidos de Copa en el Real Madrid, tras media Liga cedido al Atlético, pero que era un chico flaco, falto de musculación pectoral. En tiempos en los que aún se consideraba que el jugador necesitaba de fuerza y peso para las cargas de costado (tiempos que duraron hasta que el Ajax de Cruyff, de futbolistas rápidos y delgados, predicó otro modelo), Grosso no daba el perfil del delantero centro que se pretendía. Con él fueron Lasheras, del que Bernabéu esperaba que fuera el sucesor de Di Stéfano (un extraño desmayo al rematar un córner le apartó el curso siguiente del fútbol, porque los médicos no encontraron la causa y no se decidieron a dejarle continuar), Gullón y Sorribas.
Aquello cuajó, para felicidad de Francisco Alfonso Calderón, padrino de la idea, y para felicidad también de los niños de Cedeira. Uno de ellos era Bieito Rubido, hoy director de ABC, entonces un chiquillo de siete años, uno más de los que vivieron con emoción la llegada de aquel grupito en el que se encontraba todo un titular del Madrid, Grosso, que dos años después sería campeón de la Copa de Europa como número nueve del equipo ye-yé.
Aquello se consolidó. Por allí pasaron varias promociones de promesas del club, cada vez en mayor número, y siempre con dos condiciones: ser jugador de futuro y estar necesitado de un fortalecimiento físico. Los pocos que venían de familia pudiente, los que habían comido filetes en casa, no iban. Esos eran incluso mirados con sospecha (era el caso de Fermín, por ejemplo, luego jugador fugaz en el Madrid, tras varias cesiones, y que acabó consolidándose en el Rayo) en un club que veía en la escasez económica familiar un acicate para el esfuerzo. Iban los que necesitaban un fortalecimiento y a fe que se les daba.
De cuatro se pasó a 10, a 12, a 16… Llegaron a ser 22. Todos lo recuerdan como unas vacaciones gloriosas con consigna de engorde. Iban en litera hasta El Ferrol del Caudillo (así se llamaba entonces) y de ahí, en autocar, a Cedeira, 33 kilómetros de carretera. Allí vivían en una pensión, en habitaciones de dos, tres o cuatro camas, repartidas en varias plantas. Comían y cenaban en un restaurante llamado El Amable, propiedad de Amable Rodríguez, padre de Álvaro Rodríguez Brugueiro, que no hace muchos años fue presidente del Tribunal Constitucional. El régimen de vida era entre militar y vacacional: mucha alimentación y más ejercicio. Cada mañana, tras el desayuno, tenían que subir corriendo el Caminiño de San Antón, que cantó Juan Pardo. Una vez arriba, sesión de levantar troncos, de carreras, de hacer pulsos en las ramas de los árboles. Bajaban agotados a comer. Por la tarde, siesta, carreras por la playa y finalmente, al atardecer, fútbol, fútbol samba, decían a partir del setenta, cuando Brasil partió la pana en el Mundial de México. Luego, cena. La comida y la cena eran opíparas: caldo gallego, pescado azul o blanco, ternera excelente, tarta de Santiago. El desayuno también era glorioso, pero estaba precedido por un inquietante trámite: cada jugador tenía derecho a 50 pesetas diarias de dieta, pero sólo las cobraba si había subido peso en el día. Antes del desayuno se les pesaba. El que no había engordado, se quedaba sin dieta.
Vicente del Bosque, el tercero por la izquierda en la fila superior./ AS
“No era tan fácil engordar, con tanto ejercicio, así que nos poníamos ciegos de agua antes del pesaje, por si acaso”, me confiesa El Tronquito Magdaleno. Formó parte de una generación del engorde en la que también estuvieron Caparrós, San José y Escribano, entre otros. “Volvíamos como toros”, recuerda Caparrós, hoy entrenador de fuste. “Y el Madrid, que tenía mano, hacía que nos tocara entre los primeros partidos el del Atlético, y les barríamos”.
Del Bosque estuvo dos julios (1969 y 1970) en esas sesiones de engorde. Cuando llegó al Madrid, procedente de Salamanca, hijo de un ferroviario sindicalista que había sufrido cárcel tras la guerra, era delgadísimo. Engordó cada año cinco kilos, coincidiendo con su edad de desarrollo. Uno de sus coetáneos, Chus Luengo, el primer futbolista que estudió la carrera de Periodismo (jugó en el Castellón y en Osasuna entre otros), engordó en dos años siete kilos. “Ensanché de arriba. Yo era una flauta y me hice fuerte”. Antonio Grande, hoy brazo derecho de Del Bosque en La Roja, estuvo los años 1967 y 1968. Pasó de ser un chico espigado a un centrocampista sólido, con amplio recorrido y gran llegada al gol.
También salían, claro, a pasear de noche. Con su chándal azul y su escudo del Madrid en el pecho, jugaban con ventaja respecto a los mozos locales a la hora de atraer la atención de las chicas, lo mismo en Cedeira que en la vecina Ortigueira, con cuyas fiestas coincidía la estancia. Hubo noviazgos fugaces, o prolongados por vía epistolar, hubo hasta algún matrimonio. Garrido, un buen centrocampista que cuajó en el Burgos y el Levante, se casó con una muchacha de allí. Muchos dieron allí su primer beso, vieron su primer atardecer junto a una chica. Nada más, porque por entonces el sexo antes del matrimonio no era pecado, se decía, sino que era milagro. Pero aquello, claro, repateaba los chicos locales. Además se estableció la costumbre de un partido entre los muchachos del Madrid y el Cedeira SD, y, claro, lo ganaban siempre aquellos, que aunque estaban en los 17 o 18 años eran la nata de la cantera madridista. El Cedeira acabó por escocerse con tanta goleada.
El día que se marchaban les invitaba el Ayuntamiento a una gran percebada. Cuando en 1973 entró como alcalde Leopoldo Rubido, hermano mayor del hoy director de ABC, decidió no dar aquella cena. Se entiende. Había tensión entre los mozos del entorno y esas generaciones sucesivas de muchachos en chándal con el escudo del Madrid que tanto impactaban a las chicas. Bernabéu decidió finiquitar aquello en 1974, con el luego internacional Ricardo Gallego entre los de la última hornada. El año siguiente lo hizo en Navacerrada. Luego, lo suprimió. Las nuevas promociones venían mejor alimentadas y aquello dejó de hacer falta.
Pero en todos los que pasaron por allí queda al cabo de tantos años el recuerdo de aquellos veranos de caldo gallego, ternera, atardeceres y quizá un primer beso. Fue en Cedeira, un punto de verdad hermoso en el flequillo de Galicia. Un pueblo tranquilo en una ría estupenda, con una playa magnífica, un monte a la espalda, el mejor oxígeno que se fabrica y la excelente comida gallega. El sitito ideal para enamorarse de la vida.