Memorias en Blanco y Negro

Sobre el blog

Este blog pretende rescatar la memoria vivida en el deporte.

Sobre el autor

Alfredo Relaño

es director de AS y antes de ello fue sucesivamente responsable de los deportes en El País, la SER y Canal +. No vio nacer el cine, como Alberti, pero sí llegó al mundo a tiempo de ver jugar a Di Stéfano y Kubala, escalar montañas a Bahamontes y ganar sus primeras carreras a Nieto. ¡Y ya no se morirá sin ver a España campeona del mundo de fútbol!

El engorde de Cedeira

Por: | 28 de julio de 2013

En 1956 apareció en el Real Madrid un buen medio de ataque llamado Santisteban. Un jugador fino, un remoto antecedente de Guardiola. Un chico menudo, de 57 kilos, con mucha ciencia en las botas, pero con poca resistencia. Había llegado al juvenil del Real Madrid procedente del Colegio de Huérfanos de la Guardia Civil Infanta María Teresa, donde había ingresado tras perder a su padre y a su madre. Tenía talento, llegó a ganar dos finales de Copa de Europa con el Madrid, pero su falta de formación física terminaría por derrotarle. Las lesiones le lastraron. A Bernabéu se le quedó clavado ese caso, como el del interior Enrique Mateos, conocido como Fifirichi por su extremada delgadez. Ambos grandes talentos naturales, víctimas de la carencia de alimentación adecuada en su infancia y adolescencia. Chicos criados en tiempos de escasez, cuando la buena alimentación era privilegio de las clases acomodadas.

Así que Bernabéu se planteó la idea de fortalecer a los muchachos más prometedores de la cantera que lo necesitaran. A algunos los mandaba dos veces por semana a comer a El Asaltante, en la calle Hartzenbusch. Hasta que un empleado del club llamado Francisco Alfonso Calderón, que veraneaba en la localidad coruñesa de Cedeira, le sugirió enviar allí durante un mes a los canteranos más necesitados de fortalecimiento físico. Un pueblo tranquilo, en una ría estupenda, con magnífica playa, un monte a la espalda, el mejor oxígeno que se fabrica y la excelente comida gallega. El sitio ideal.

Y así se hizo. En 1964 el Madrid envió allá cuatro muchachos, entre ellos el mismísimo Grosso, que ya había jugado algunos partidos de Copa en el Real Madrid, tras media Liga cedido al Atlético, pero que era un chico flaco, falto de musculación pectoral. En tiempos en los que aún se consideraba que el jugador necesitaba de fuerza y peso para las cargas de costado (tiempos que duraron hasta que el Ajax de Cruyff, de futbolistas rápidos y delgados, predicó otro modelo), Grosso no daba el perfil del delantero centro que se pretendía. Con él fueron Lasheras, del que Bernabéu esperaba que fuera el sucesor de Di Stéfano (un extraño desmayo al rematar un córner le apartó el curso siguiente del fútbol, porque los médicos no encontraron la causa y no se decidieron a dejarle continuar), Gullón y Sorribas.

Aquello cuajó, para felicidad de Francisco Alfonso Calderón, padrino de la idea, y para felicidad también de los niños de Cedeira. Uno de ellos era Bieito Rubido, hoy director de ABC, entonces un chiquillo de siete años, uno más de los que vivieron con emoción la llegada de aquel grupito en el que se encontraba todo un titular del Madrid, Grosso, que dos años después sería campeón de la Copa de Europa como número nueve del equipo ye-yé.

Aquello se consolidó. Por allí pasaron varias promociones de promesas del club, cada vez en mayor número, y siempre con dos condiciones: ser jugador de futuro y estar necesitado de un fortalecimiento físico. Los pocos que venían de familia pudiente, los que habían comido filetes en casa, no iban. Esos eran incluso mirados con sospecha (era el caso de Fermín, por ejemplo, luego jugador fugaz en el Madrid, tras varias cesiones, y que acabó consolidándose en el Rayo) en un club que veía en la escasez económica familiar un acicate para el esfuerzo. Iban los que necesitaban un fortalecimiento y a fe que se les daba.

De cuatro se pasó a 10, a 12, a 16… Llegaron a ser 22. Todos lo recuerdan como unas vacaciones gloriosas con consigna de engorde. Iban en litera hasta El Ferrol del Caudillo (así se llamaba entonces) y de ahí, en autocar, a Cedeira, 33 kilómetros de carretera. Allí vivían en una pensión, en habitaciones de dos, tres o cuatro camas, repartidas en varias plantas. Comían y cenaban en un restaurante llamado El Amable, propiedad de Amable Rodríguez, padre de Álvaro Rodríguez Brugueiro, que no hace muchos años fue presidente del Tribunal Constitucional. El régimen de vida era entre militar y vacacional: mucha alimentación y más ejercicio. Cada mañana, tras el desayuno, tenían que subir corriendo el Caminiño de San Antón, que cantó Juan Pardo. Una vez arriba, sesión de levantar troncos, de carreras, de hacer pulsos en las ramas de los árboles. Bajaban agotados a comer. Por la tarde, siesta, carreras por la playa y finalmente, al atardecer, fútbol, fútbol samba, decían a partir del setenta, cuando Brasil partió la pana en el Mundial de México. Luego, cena. La comida y la cena eran opíparas: caldo gallego, pescado azul o blanco, ternera excelente, tarta de Santiago. El desayuno también era glorioso, pero estaba precedido por un inquietante trámite: cada jugador tenía derecho a 50 pesetas diarias de dieta, pero sólo las cobraba si había subido peso en el día. Antes del desayuno se les pesaba. El que no había engordado, se quedaba sin dieta.

CEDE
Vicente del Bosque, el tercero por la izquierda en la fila superior./ AS

“No era tan fácil engordar, con tanto ejercicio, así que nos poníamos ciegos de agua antes del pesaje, por si acaso”, me confiesa El Tronquito Magdaleno. Formó parte de una generación del engorde en la que también estuvieron Caparrós, San José y Escribano, entre otros. “Volvíamos como toros”, recuerda Caparrós, hoy entrenador de fuste. “Y el Madrid, que tenía mano, hacía que nos tocara entre los primeros partidos el del Atlético, y les barríamos”.

Del Bosque estuvo dos julios (1969 y 1970) en esas sesiones de engorde. Cuando llegó al Madrid, procedente de Salamanca, hijo de un ferroviario sindicalista que había sufrido cárcel tras la guerra, era delgadísimo. Engordó cada año cinco kilos, coincidiendo con su edad de desarrollo. Uno de sus coetáneos, Chus Luengo, el primer futbolista que estudió la carrera de Periodismo (jugó en el Castellón y en Osasuna entre otros), engordó en dos años siete kilos. “Ensanché de arriba. Yo era una flauta y me hice fuerte”. Antonio Grande, hoy brazo derecho de Del Bosque en La Roja, estuvo los años 1967 y 1968. Pasó de ser un chico espigado a un centrocampista sólido, con amplio recorrido y gran llegada al gol.

También salían, claro, a pasear de noche. Con su chándal azul y su escudo del Madrid en el pecho, jugaban con ventaja respecto a los mozos locales a la hora de atraer la atención de las chicas, lo mismo en Cedeira que en la vecina Ortigueira, con cuyas fiestas coincidía la estancia. Hubo noviazgos fugaces, o prolongados por vía epistolar, hubo hasta algún matrimonio. Garrido, un buen centrocampista que cuajó en el Burgos y el Levante, se casó con una muchacha de allí. Muchos dieron allí su primer beso, vieron su primer atardecer junto a una chica. Nada más, porque por entonces el sexo antes del matrimonio no era pecado, se decía, sino que era milagro. Pero aquello, claro, repateaba los chicos locales. Además se estableció la costumbre de un partido entre los muchachos del Madrid y el Cedeira SD, y, claro, lo ganaban siempre aquellos, que aunque estaban en los 17 o 18 años eran la nata de la cantera madridista. El Cedeira acabó por escocerse con tanta goleada.

El día que se marchaban les invitaba el Ayuntamiento a una gran percebada. Cuando en 1973 entró como alcalde Leopoldo Rubido, hermano mayor del hoy director de ABC, decidió no dar aquella cena. Se entiende. Había tensión entre los mozos del entorno y esas generaciones sucesivas de muchachos en chándal con el escudo del Madrid que tanto impactaban a las chicas. Bernabéu decidió finiquitar aquello en 1974, con el luego internacional Ricardo Gallego entre los de la última hornada. El año siguiente lo hizo en Navacerrada. Luego, lo suprimió. Las nuevas promociones venían mejor alimentadas y aquello dejó de hacer falta.

Pero en todos los que pasaron por allí queda al cabo de tantos años el recuerdo de aquellos veranos de caldo gallego, ternera, atardeceres y quizá un primer beso. Fue en Cedeira, un punto de verdad hermoso en el flequillo de Galicia. Un pueblo tranquilo en una ría estupenda, con una playa magnífica, un monte a la espalda, el mejor oxígeno que se fabrica y la excelente comida gallega. El sitito ideal para enamorarse de la vida.

Bahamontes se esconde entre los matorrales

Por: | 21 de julio de 2013

Bahamontes fue un ciclista legendario. Genial, parlanchín, caprichoso, exagerado en todo. Durante 10 años llenó cada mes de julio en España con sus aventuras en el Tour de Francia, provocando entusiasmos gloriosos y decepciones profundas. Compareció por primera vez en 1954 y ganó el gran premio de la Montaña, cosa que conseguiría otras cinco veces en los 10 años siguientes. También ganó un Tour, el primero que ganaba un español, en 1959. Y fue una vez segundo, otra tercero, y otra cuarto. Nunca se había visto nada igual. Pero aquellos éxitos estuvieron salpicados de abandonos estruendosos. De repente le dolía el limaquillo, que nunca se supo bien qué era. Otra vez, una inyección de calcio mal puesta en el codo, que nadie creyó que fuera para tanto. Otra más, un golpe en el ojo con una botella, en una zaragata precipitada en un control de avituallamiento. Las retiradas de Bahamontes en el Tour producían depresiones en la España de la época sólo comparables a las que producían las eliminaciones del Real Madrid en la Copa de Europa.

Todo en él era exagerado, legendario. Siempre pretendía ganar el 7 de julio, se decía, y era verdad, en homenaje a su mujer, la Fermina, a la que trataba así de compensar por la larga abstinencia a que la sometía. Bahamontes consideraba que era malo hacer el amor durante la temporada ciclista y cumplía como un asceta con ese principio. Y durante el invierno, dos veces al mes, nada más. Las fuerzas había que guardarlas, decía, para los Pirineos y los Alpes. Ahí los reventaba a todos, sobre todo si hacía calor. Su leyenda se infló al máximo en el Tour de 1956, cuando tras coronar en cabeza el puerto de La Romeyère se detuvo arriba y se comió un helado, a la espera del coche del equipo. En realidad, un coche que le había adelantado en la subida había pisado una piedra que le salió escupida hacia su rueda trasera y le había roto dos radios. La rueda cabeceaba y así no podía descender bien. Bahamontes, que tardó en ser valiente en los descensos, prefirió esperar arriba a su coche de equipo, para cambiar la rueda. Y para mitigar el calor, decidió pedir un helado en un carrito que había allí arriba: “Deux boules”, pidió, mientras hacía la señal de la uve con dos dedos de la mano derecha. Y se tomó su helado con dos bolas. La multitud que atiborraba la cima no daba crédito. Luego coronaría en cabeza también el puerto siguiente. El asunto fue la gran noticia del Tour en toda la prensa francesa del día siguiente.
En España todo el mundo dijo durante años que iba tan sobrado que se escapaba, llegaba el primero arriba y luego se sentaba a esperar a los demás tomando un helado. Así, un puerto tras otro, por toda Francia, porque sólo le interesaba la montaña. Así lo creía todo el mundo, así nos lo explicaban a los niños de la época, que esperábamos a julio a ver qué hacía Bahamontes en el Tour.

Siempre llegaba a la montaña con hora y media o dos horas perdidas. En ese tiempo los españoles no sabían correr en el llano. Cuando llegaban las etapas de viento, los belgas, los holandeses, los franceses y los italianos formaban sus abanicos. Los españoles se quedaban atrás, desorganizados, y les caían los minutos como ladrillos. Claro que eso no lo sabíamos entonces, no nos explicaban esas sutilezas, y pensábamos que no podía ser tan difícil defenderse mejor en el llano. Había quien aventuraba, científico:

—Si pusiera un plato muy grande y un piñón muy pequeño, le costaría tanto pedalear en el llano que sería como si corriera cuesta arriba, y así iría mejor.

Y los niños escuchábamos eso, pensando lo bueno que sería que Bahamontes escuchara ese consejo. O no. Porque era emocionante que llegara a la montaña con tanto tiempo perdido, mucho más atrás del 100 en la general, porque una vez que se empinaba la carretera daba saltos en la clasificación de 30 y 30, y en un periquete estaba entre los cinco primeros. Ahí ya costaba más, sobre todo cuando le fueron limitando las llegadas en alto, cuando le quitaron la contrarreloj de montaña, cuando alargaron la contrarreloj llana. Los mayores decían que en Francia hacían el Tour para Anquetil, y sospecho que era verdad.

As
Bahamontes, durante el Tour de Francia de 1965./ DIARIO AS

En 1964 aún fue tercero, tras Anquetil y Poulidor, y ganó su sexta corona de la Montaña. Ya tenía 36 años y empezaba a empujar Julio Jiménez, siete años más joven, también escalador soberbio. A Bahamontes le salía competencia.

En 1965 le llegó su día. Fue el 30 de junio, décima etapa, entre Dax y Bagnères-de-Bigorre, en los Pirineos, su escenario favorito. La etapa pasaba por el Aubisque y el Tourmalet. Bahamontes flojeó ya en las primeras rampas del Aubisque y Julio Jiménez, viéndolo, desencadenó un ataque feroz, con esa falta de piedad propia de los grandes deportistas. Fue el día del relevo. Julio Jiménez ganó la etapa, una etapa durísima, con alternancia de lluvia y frío en las cumbres y calor húmedo y sofocante en los valles. La etapa se llevó por delante a Vittori Adorni, ganador del Giro de ese año, y a Lucien Aimar, que ganaría el siguiente Tour. Julio Jiménez distanció en más de tres minutos al segundo clasificado, Foucher, y en más de 50 a Bahamontes, que llegó en el puesto 110, penúltimo. El público de la meta de Bagnères le espera y le tributa la mayor ovación de su vida. Saben que ese viejo héroe ha hecho mucho por el Tour y valoran que no haya abandonado, que haya luchado por llegar dentro del control, cosa que logró por los pelos.

El día siguiente, 1 de julio, más montaña. La etapa va de Bagnères-de-Bigorre a Ax-les-Thermes, pasando el Aspet, el Port y con llegada en el Marmare Chouta, de segunda. Sorpresa: en las primeras rampas del Aspet, Bahamontes salta como un rayo. ¿Está recuperado? ¿Lo de ayer fue un mal pasajero? ¿Está íntegro aún Bahamontes? ¿De qué será todavía capaz? El grupo de gallitos (Jiménez, Poulidor, Gimondi, Janssens…) organiza la persecución. Pero Bahamontes no aparece. Cuando llegan a la parte alta del Aspet, donde faltan los árboles y normalmente se identifica al escapado por el reguerillo de motos y coches que le acompaña, no le ven. ¿A dónde ha ido ese tío? Y aprietan y aprietan.
Subiendo el Port corre la voz de que se ha retirado. Pero no se fían. Julio Jiménez me contó años más tarde: “Era como era, era muy capaz de lanzar el bulo para que nos confiáramos y recuperar un tiempazo. Así que no nos fiamos y seguimos dándole y dándole…”.

Pero sí, se había retirado. Eso sí: a su manera. No quiso que nadie le viera y al poco de escaparse se escondió entre unos matorrales, dejó pasar a todos y luego se subió en el coche escoba. Un fotógrafo tuvo la suerte de estar allí e inmortalizó la escena que Bahamontes quiso íntima: su última y definitiva retirada del Tour de Francia. Murió en su terreno y en su ley: en los Pirineos y escapado.

Aquel Tour tampoco lo ganó Poulidor, y eso que faltó Anquetil. Lo ganó Gimondi. Julio Jiménez ganó el primero de sus tres reinados de la Montaña. Bahamontes aún correría, como despedida, la subida a Montjuïc, en octubre. Dividida en dos sectores, ganó el de línea, Poulidor ganó la contrarreloj y la prueba, por la suma de ambos tiempos. Se televisó en directo, y fue una digna despedida de Federico Martín Bahamontes, que ese día sí se bajó de la bicicleta para siempre, con 37 años bien corridos.
Por cierto, Bahamontes no fue bautizado como Federico, sino como Alejandro. Federico fue un tío suyo que quiso que le llamaran como él. Pero los padres prefirieron ponerle Alejandro, les gustó más. El tío Federico nunca se rindió, le llamó Federico desde pequeño y todos acabaron llamándole Federico. Padres, amigos, todos… Sus papeles siempre pusieron Alejandro, lo que le dio no pocos problemas, hasta que consiguió que al menos le pusieran Alejandro Federico.

Todo en él fue siempre original. 

Federico y Julio, cada uno por su lado

Por: | 14 de julio de 2013

—¡La etapa de hoy la televisan en directo!

Era el 8 de julio de 1964 y la noticia corrió de boca en boca. Todavía no había televisores en todas las casas, pero sí en algunas, y desde luego en todos los bares. Y, si no, se podía ver en los escaparates de las tiendas de electrodomésticos, que en caso de transmisión deportiva encendían los aparatos.
La etapa prometía. Bahamontes, ganador del Tour de 1959, había sido segundo en el de 1963.

Acumulaba ya cinco premios de la montaña, y andaba detrás de ese Tour. Estaba en pugna con Anquetil y Poulidor, los dos ídolos de Francia. Los recorridos se habían ido haciendo cada vez más a la medida de Anquetil y menos a la de Bahamontes, pero éste había adquirido un saber estar en la carrera que le había faltado en sus primeros años. La gente lo decía:

—Si hubiera corrido siempre así, ya llevaría cuatro Tours por lo menos. ¡Si no se hubiera dedicado solo a la montaña!

Sí, se había dedicado solo a la montaña en sus primeros años, pero ahora había aprendido a rodar en el llano, y a defenderse bien contra el reloj, lo que minimizaba las pérdidas.

Le estaba saliendo en España un competidor, Julio Jiménez, El Relojero de Ávila, porque había trabajado de chaval en la relojería de su primo. Con 30 años, corría su primer Tour. Había tenido muchas dificultades y muy mala suerte hasta encontrar un hueco en el ciclismo profesional, a base de peleárselo en carreras menores por toda España. Por fin, a los 28, le fichó el Faema, un equipazo, pero que al Tour no le llevaba, porque en la prueba francesa sólo quería rodadores al servicio del gran Van Looy. Sólo cuando pasó al Kas, tras ganar el Campeonato de España, pudo por fin ir al Tour. Y ya había ganado una etapa, la decimotercera, Perpignan-Andorra, con una colosal ascensión a Envalira. Algunos decían que Bahamontes estaba celoso de ese relojerito que subía tan bien. Bahamontes hacía como que no le miraba, como que su única preocupación era Anquetil. Él también llevaba ya ganada una etapa de montaña, la octava, Thonon-les-Bains-Briançon. Pero…

El día 8, el de la etapa en directo, víspera del cumpleaños número 37 de Fede, la etapa es de bigote: Luchon-Pau, con el Peyresourde, el Aspin, el Tourmalet y el Aubisque… Y una pega: desde la última cima hasta la meta de Pau, quedan 60 kilómetros.

Bahamontes, que tiene a Anquetil a 2m31s en la general, ataca de salida, echándose sobre las primeras rampas del Peyresourde como un león. Tras él salta Julio Jiménez. Ambos se unen durante un rato, pero luego se miran desconfiados, se atacan, se vigilan. Una foto muy comentada el día siguiente les muestra rodando en paralelo, sin apoyarse. Sus respectivos directores, Raoul Rémy (del Margnat Paloma, el de Bahamontes) y Dalmacio Langarica (del Kas, y que había dirigido a Bahamontes en la victoria de 1959) parlamentan y pactan. El acuerdo es así: que se releven, que Bahamontes deje coronar a Julio Jiménez en cabeza los cuatro puertos, para que se haga con el Gran Premio de la Montaña, y Julio Jiménez le apoyará a muerte al final, en la cabalgada hasta Pau, para que Bahamontes consiga la mayor ventaja posible.

Luego lo que pasó no fue exactamente así. Los dos lo cuentan de distinta manera, y aún al cabo de los años he disfrutado más de una vez con la discusión entre ambos:

Julio Jiménez: “¡Quedamos en que yo pasaba delante los cols y tú me esprintabas!”.

Bahamontes: “¡Eso no es verdad! ¡Si te llego a esprintar de qué ibas a haber pasado tú primero! ¡Lo que pasa es que yo quería que tú fueras más deprisa y tú racaneabas, sólo querías los puntos para quitarme la Montaña!”.

Julio Jiménez: “¡Yo te decía que había que regular un poco más, que si no acabaríamos agotados!”.
Bahamontes: “¡Claro, eso te convenía a ti, ir cómodo y coger los puntos! ¡Pero yo tenía que hacerle el mayor hueco posible a Anquetil!”.

Relaño, bahamontes a la izquierda
Bahamontes (a la izquierda) y Julio Jiménez./ as

El caso es que galoparon juntos sobre el Pyresourde, el Aspin y el Tourmalet, todos los cuales coronó por delante Julio Jiménez, según Bahamontes porque le dejó y según Julio Jiménez en buena ley, mientras su compañero le esprintaba. Ya metidos en el Aubisque, Julio Jiménez empezó a flojear, le pidió a Bahamontes que regulara, que le dejara reponerse un rato, que así recuperaría después el ritmo y que luego le haría todo el trabajo hasta Pau. Pero Bahamontes no quiso esperar, le dejó, coronó el Aubisque en solitario y se lanzó hacia Pau. Pasó por la cima con 3m35s sobre Julio Jiménez y 6m13s sobre el grupo de Anquetil, Poulidor y todos los gallos de la época. Jiménez, muerto de sed, para en la bajada y entra en un bar para comprar una Coca-Cola (Entonces el coche de equipo no podía dar bebida). Cuando llegan los gallitos se pone a la cola.

La persecución es despiadada. Bahamontes se parte el pecho los 60 kilómetros de descenso y llano, en solitario, perseguido por lo más florido del Tour: Anquetil, Poulidor, Janssen, Junkermann, Desmet, Groussard, Gabica, Adorni, Kunde y Esteban Martín. Julio Jiménez iba a cola de pelotón. Tiraban todos menos Esteban Marín (coequipier de Bahamontes, buen escalador, que había dedicado toda la etapa a marcar a Anquetil) y Julio Jiménez, que a duras penas se mantenía a rueda.

Ante la tele, los españoles nos comíamos las uñas. No teníamos referencias tan frecuentes como se dan ahora, pero se notaba a ojos vistas que le comían terreno. Dolió ver que Gabica entraba alguna vez al relevo, pero él luchaba por la clasificación por equipos del Kas, que tenía dos hombres en la fuga. O quizá cosa de Langarica, por lo cabezota que había sido el toledano. Con todo, Bahamontes entró ganador, con 1m54s de ventaja sobre el grupo, a lo que sumó el minuto de bonificación. El sprint del grupo lo ganó Janssen, así que Anquetil no bonificó y en total cedió 2m54s con Bahamontes. El toledano quedó segundo en la general, con sólo ya Groussard por delante, líder por una lejana escapada cuya renta iba agotando. Anquetil quedaba tercero.

Anquetil tomaría el amarillo el día siguiente, en la contrarreloj. En el Puy de Dôme aún habría una gran batalla, terminada con Julio Jiménez primero, Bahamontes segundo, Poulidor tercero, Adorni cuarto y Anquetil quinto. De ese día es la foto de los dos franceses cargándose ferozmente hombro con hombro. Al final, Anquetil ganó el Tour, Poulidor fue segundo y Bahamontes tercero… y Premio de la Montaña por sexta vez.

Julio Jiménez aún dice: “Fue un cabezota… Si me hubiera dejado reponerme en el Aubisque, podría haber ganado ese Tour”. Bahamontes dice: “Si le espero, me cazan todos esos, como a él…”. Se estaba preparando el relevo. El año siguiente, Bahamontes abandonaría y Julio Jiménez ganaría el primero de sus reinados de la montaña. Pero esa es otra historia… 

La caída de Ocaña en La Menté

Por: | 07 de julio de 2013

—En el fondo, el puta Merckx era un buen tipo.

El puta Merckx era Eddy Merckx, en el lenguaje de Luis Ocaña. Para el resto del mundo ciclista era El Caníbal. El mejor ciclista de todos los tiempos, con permiso de Indurain. Su palmarés no admite comparación con el de ningún otro. Fue un adoquín en la vida de Ocaña, que sin la competencia del belga (ambos nacieron en 1945) podría haber sido el gran campeón durante varios años. Por eso le llamaba “el puta Merckx”. Nunca, en las muchas conversaciones que tuvimos, se refirió a él de otro modo, y tengo que decir que en la expresión yo no veía desprecio ni insulto, sino admiración.
Para 1971, Merckx había ganado consecutivamente los dos Tours anteriores, entre otro montón de grandes victorias. Esos triunfos en el Tour llegaron acompañados del maillot verde, del de la montaña y el de la combinada. Y de un buen puñado de etapas. Y de triunfos de todo orden: Giro, Mundial, Milán-San Remo, cualquier tipo de clásica, récord de la hora…

Ocaña, que el año anterior había ganado la Vuelta a España y una etapa del Tour de Francia (en Saint Gaudens, luego se verá por qué lo preciso), decidió que ya era suficiente. Que había llegado la hora pararle los pies al puta Merckx. Entonces corría mucho en el mundillo del ciclismo (todos los veteranos retirados, un poco pelusones, lo decían así) el comentario de que Merckx corría con una ventaja: no tenía rivales, o los que tenía no se atrevían con él. Así que dictaba la ley. “Si está bien, ataca; si no está bien, nadie le ataca, nadie le mueve, porque nadie se atreve”. Ese era el sentir general.
Ocaña se hartó y decidió confabularse con Juan Manuel Fuente, El Tarangu, asturiano, escalador sensacional, aunque con mala cabeza para regularse y una tendencia a las pájaras imprevisible. Un genio, un Curro Romero de las montañas. Cuando saltaba sólo había dos posibilidades: o reventaba a todos o reventaba él. La probabilidad venía a ser, exactamente, del cincuenta por ciento. Ocaña corría para el BIC, Fuente para el Kas, pero no les costó aliarse. Ambos se podían sentir aludidos como parte principal del grupo de sospechosos de no atreverse con Merckx. Y ambos eran de ese tipo de hombres que puede soportar cualquier cosa menos una acusación de cobardía.

Desataron las hostilidades en la undécima etapa, jueves 8 de julio, en los Alpes: Grenoble-Orcières Merlette, de 134 kilómetros. Un etapón, bajo sol y tremendo calor, muy bueno para los españoles, con llegada en puerto de primera y los pasos previos por Laffrey y Noyer. El ataque loco lo desencadena de salida el Kas de Fuente, y aunque Merckx resiste, le dejan sin equipo. El propio Fuente acaba reventando, junto a todo su equipo. Pero Merckx se ha quedado solo, y un formidable Luis Ocaña (que días atrás ya le había dejado en el Puy de Dôme, aunque sólo por 15 segundos) acaba coronando en Orcières-Merlette con 8m42s de ventaja sobre el campeón belga. Ha hecho una etapa tan tremenda que ha dejado fuera de control a 67 corredores, desde el 39º en llegar a la meta hasta el 106º, entre ellos Fuente (penúltimo en entrar) y todo su equipo. La organización, ante la magnitud de la catástrofe, los repesca a todos.

Fue la apoteosis de Ocaña. En Francia, donde le tenían medio adoptado (El español de Mont de Marsan, le apodaban), celebraron que alguien acabara con la tiranía del belga. En España, donde siempre le habíamos visto con recelo por su español de media lengua, con tanto acento francés, le reconocimos por fin como propio. Ocaña, es sabido, se fue a Francia con 14 años, hijo de uno de tantos obreros del duro campo castellano (eran de Priego, Cuenca) forzados a la emigración.

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Luis Ocaña es atendido por un doctor tras su caída en el Tour de 1971./ as

L’Équipe tituló: “El emperador, fusilado. Jornada de ejecución, jornada de consagración”. Merckx admitió deportivamente la derrota: “Nos ha dominado a todos como El Cordobés domina los toros en la plaza”. El día siguiente hay descanso. Ocaña da entrevistas con el maillot amarillo. Se siente fuerte. El sábado se reemprende la marcha: Orcières Merlette-Marsella, una cabalgada de 251 kilómetros, desde las alturas de los Alpes hasta la orilla del mar. Merckx no sabía lo que era rendirse y su equipo se lanza desde la salida, cuesta abajo, todos como posesos, guiados por el potente holandés Wagtmans. Arrancan de salida, empujando la bici a la carrera y saltando sobre la marcha, al estilo de vaqueros en fuga sobre sus caballos. No respetan ni la salida controlada. Son 251 kilómetros de puro sprint. Se llega a meta con dos horas de adelanto sobre el mejor de los horarios previstos, con la meta a medio montar. Hay nueva repesca de 12 corredores que llegan fuera de control ¡pese a entrar media hora por delante del horario previsto! Ocaña, bravísimo, sólo cede 2m51s, bonificación incluida. Sigue líder, pero está claro que Merckx no se rinde.

El domingo hay una contrarreloj de 16 kilómetros, día de relax. El lunes se entra en los Pirineos: Revel-Luchon. En el primer puerto, Portet d’Aspet, se hace la primera selección. En el siguiente, Menté, un cielo negro les cubre. Empieza una lluvia cada vez más fuerte, que se convierte en granizo. El pelotón sufre, apedreado desde arriba por mil demonios. Merckx ataca en esa tormenta, pero Ocaña le sigue bien la rueda. Coronan juntos y Merckx inicia un descenso desesperado. Las bicis, con tanta agua, no frenan, la zapata resbala sobre la llanta. A la salida de una curva, un regato barrizo cruza la carretera de lado a lado. Merckx, que va delante, se sale y patina en la hierba. Ocaña, que viene detrás, se sale en la misma dirección pero pega en una piedra, lo que le daña el hombro y la cadera. Los dos se rehacen, se levantan, cogen la bici… y en eso aparece Zoetemelk, que venía como una bala y hace el mismo recto que ellos. Impacta de lleno a Ocaña, que ya no podrá levantarse; en la misma montonera se precipitan al instante Agostinho y López Carril. Todos recogen apresuradamente la bici y siguen. Ocaña queda tumbado, no puede. Hay miedo a que tenga una lesión grave, incluso en la columna. Luego no será tan así, no tenía nada fracturado, aunque sí contusiones muy fuertes, pero no puede montar. El maillot amarillo tiene que ser rescatado por un helicóptero, que le lleva a un hospital en Saint Gaudens. En el Portillon, la multitud de españoles que esperaba a Ocaña se decepciona. Poco a poco va corriendo la noticia. Merckx, conocedor de lo ocurrido, no ataca. En la meta de Luchon gana Fuente, pero la noticia está en Saint Gaudens, donde el ex campeón Anquetil visita a Ocaña:

—Me dijo que me equivoqué al cegarme con Merckx en la bajada, que con tanta ventaja en la general debía haber sido más prudente. ¡Pero no me cegué! ¡Es que no podíamos frenar!
En la meta, Merckx se muestra abatido. No le gusta ganar así. Se niega a subir el podio y a ponerse el maillot. Tampoco lo quiere llevar, desafiando la reglamentación del Tour, en el resto de la carrera. Toma la salida del día siguiente (Luchon-Superbagnères, ganará Fuente otra vez) con su maillot del Molteni, color tabaco cruzado por banda negra. El Tour se ve obligado a dar explicaciones: “(…) El jurado de comisarios, de acuerdo con los directores de carrera y comprendiendo el carácter caballeresco de ese gesto, acepta derogar las disposiciones del artículo 14, párrafo 2, del reglamento, y autoriza…”. Luego le convencerán, y a partir de la decimosexta etapa lucirá el amarillo. En París se proclamará vencedor de su tercer Tour consecutivo.

El de 1972 también lo ganará. Ocaña abandonó por una bronquitis. En 1973, Merckx corrió a la Vuelta a España, que le faltaba en su palmarés, y renunció para ello al Tour. Por supuesto, la ganó. Luis Ocaña pudo por fin ganar el Tour, en gran estrella. Pero le quedó la espina de no haber batido a Merckx, cara a cara, en la edición de 1971, cuando ambos midieron como titanes sus fuerzas en lo más esplendoroso de su carrera.

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