Memorias en Blanco y Negro

Sobre el blog

Este blog pretende rescatar la memoria vivida en el deporte.

Sobre el autor

Alfredo Relaño

es director de AS y antes de ello fue sucesivamente responsable de los deportes en El País, la SER y Canal +. No vio nacer el cine, como Alberti, pero sí llegó al mundo a tiempo de ver jugar a Di Stéfano y Kubala, escalar montañas a Bahamontes y ganar sus primeras carreras a Nieto. ¡Y ya no se morirá sin ver a España campeona del mundo de fútbol!

Cuando Zoco y Glaría vivían juntos

Por: | 29 de septiembre de 2013

El 7 de marzo de 1965 el Atlético venció en el Santiago Bernabéu con un solitario gol de Mendonça. Aquello fue un drama para el madridismo, porque habían pasado 121 partidos desde la última derrota liguera en casa, que databa de 1957. Además, el Atlético cobraba una ventaja en la Liga que pareció decisiva, aunque finalmente el Madrid conseguiría llevarse el campeonato. Había sido un partido de la máxima rivalidad (lo de derbi vino después) en su pura y clásica expresión: leña, bronca, intensidad, pasión…

Los aficionados que tenían por hábito apurar la copa hasta el final, esos que se quedaban a esperar la salida de los jugadores para abuchear al autobús del rival y aplaudir (o silbarles, según el día) a los suyos cuando salían en sus coches, quedaron sorprendidos e indignados cuando vieron que Zoco llevaba en su coche a Glaría. Zoco era el seis del Madrid, Glaría, el seis del Atlético. ¿Cómo era posible eso?

—¡Dónde vas con ese! ¡Si nos ha inflado a patadas!

Pero es que Zoco, Ignacio Zoco Esparza, y Glaría, Jesús Glaría Jordán, vivían juntos. Y a menos de 500 metros del Bernabéu, en la calle General Perón. Claro que ni siendo tan corto el trayecto era cosa de ir andando nada más terminar el partido. Varias veces más les ocurrió, a la salida del Bernabéu o del Metropolitano, cuando la cosa era al revés: entonces era Glaría el que llevaba en coche a Zoco al domicilio común y el que se lleva la bronca de los suyos:

—¡Dónde vas con ese chulo! ¡Que todos los del Madrid son unos chulos!

Jesús Glaría había llegado a Madrid antes que Zoco, en la 60-61. Venía del juvenil del Oberena, recomendado por su hermano Javier, que había fichado por el Atlético en edad juvenil, como extremo izquierdo. A Jesús se le llamó Glaría IV, a Javier, Glaría III. Por encima de ellos hubo otros dos hermanos futbolistas: José Glaría, Glaría a secas en principio, luego Glaría I, delantero que destacó sobre todo en el Sporting, aunque también jugó en el Zaragoza y en Osasuna. El siguiente, Paco Glaría, fue desde el principio Glaría II e hizo una celebrada media en Osasuna con Marañón, antes de que Zoco apareciera por ahí. Llegó a ser internacional B, contra Egipto. Luego se fue al Mallorca. Los cuatro eran nacidos en Villafranca, pero el padre era natural de Garde, en el valle del Roncal, el valle del gran Julián Gayarre. En Garde nació y vivió Zoco durante su infancia y adolescencia. Y allí llevaba a veranear papá Glaría a sus chicos.

Así que Zoco y los hermanos Glaría eran pandilla. Zoco coincidía en edad con el tercero, era un poco mayor que Jesús, pero todos jugaban revueltos, a pelota, a correr, a pescar, a pillar fruta por ahí. A todo menos al fútbol, me cuenta Zoco, porque en el pueblo apenas había sitio para hacerlo. Jugaban al fútbol en invierno. Los Glaría, en el colegio Lecaroz, en Elizondo, Zoco en el Instituto Fernández de Rada, en Pamplona.

Cuando Jesús Glaría llegó a Madrid se fue a vivir con una hermana casada, a cuyo marido la empresa había trasladado a la capital. Una buena solución para que Javier y Jesús estuvieran recogidos. Zoco fichó por el Madrid en la 62-63, y fue a vivir de patrona con Doña Carmen La Pasiega, en un piso de la calle General Perón. El marido de Doña Carmen había sido futbolista, Felipe, defensa en los cuarenta del Racing de Santander, que en aquel tiempo de nombres ingleses proscritos se llamaba Real Santander.
Al cabo de un tiempo, Jesús empezó a sentir que en casa de su hermana podía estorbar. Llegaban niños y hacía falta sitio. Javier ya se había ido, el fútbol le llevó a otros destinos. Zoco propuso a Jesús irse a vivir con él. Le alabó la cocina, la tranquilidad, el trato de la casera y de su marido y la simpatía del chaval que tenían. Glaría aceptó. Para entonces ya no era Glaría IV, sino simplemente Glaría. El más joven de los cuatro llegó a ser el mejor de todos, triunfó en el Atlético y jugó en la selección, en la que hizo pareja con Zoco o alternó con él. Los dos jugaban de lo mismo: medio defensivo. Componer la media con ambos obligaba a uno de los dos (generalmente Glaría) a jugar más adelantado. La otra opción era sacrificar a uno de ellos y acompañar al otro con alguien más de ataque, tipo Aguirre, Paquito, Fusté o Pirri. Glaría completaría 20 partidos con la selección. Zoco, 25. Juntos jugaron ocho veces. Sin el otro, cada uno de ellos hubiera sumado bastantes internacionalidades más.

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Zoco y Glaria, con las actrices y cantantes Pili y Mili./ DIARIO AS

Así que rivales por sus clubes y rivales por un puesto en la selección, pero amigos por encima de todo. No compartían habitación, el piso era grande, pero sí un baño y un salón que les dejaban para ambos, donde tenían su tele propia y escuchaban música. Pasaban bastantes horas juntos, salían con frecuencia, estudiaban inglés por las tardes junto a Félix Ruiz, otro navarro que jugaba en el Madrid. El viernes, cada uno por su lado. Uno, tras el entrenamiento, dejaba el coche en el estadio y se iba a la concentración de la sierra: el Felipe II de El Escorial si era el Atleti, el Arcipreste de Hita, en Navacerrada, si hablamos del Madrid. El otro, de viaje a donde fuera, generalmente en coche-cama la noche del viernes. El lunes ya estaban otra vez juntos. O el domingo por la noche, si había habido partido de la máxima rivalidad, en cuyo caso el local se había hecho cargo del amigo-rival para el regreso del campo. Cuando el asunto trascendió, hasta les hicieron un reportaje con Pili y Mili, dos gemelas que hicieron pareja célebre en la época, en el cine y la canción. Tan unidos se les veía.
Eso duró hasta que Glaría se casó con Marta Bamala, una de las hijas de Luis Bamala, célebre promotor de boxeo y lucha libre (otra hija, María Antonia, se casó con San Román, portero del Atlético). Zoco se quedó solo hasta su matrimonio con María Ostiz, celebrada cantante de la época. Sólo entonces dejó a La Pasiega.

Glaría se marchó del Atlético tras nueve años para completar su carrera en el Espanyol. Se instaló en Barcelona, montó un negocio próspero, pero la desgracia se abatió sobre la familia: con 36 años y toda una vida por delante, un accidente de carretera en Esplugas de Francolí les costó la vida a él y a su hijo. Sobrevivió un sobrino que les acompañaba. Diez meses más tarde moría la esposa de Glaría, en el incendio del Corona de Aragón. Sobreviven dos hijas del matrimonio. Con cuatro y dos años, se quedaron solas. Las criaron su tía y su abuela.

Zoco recuerda con cariño aquellos años con Glaría, y con horror los sucesos posteriores. La vida le ha tratado mejor a él. Hoy acude casi cada día al cuarto de veteranos del Madrid, en los bajos del Bernabéu, donde se reúne con viejos compañeros y discute entrañablemente, una y otra vez, con Pachín sobre cualquier cosa. Pero guarda el recuerdo de aquel buen amigo con el que vivía a apenas 500 metros del Bernabéu y con el que nunca discutía, ni siquiera en las semanas de Madrid-Atleti, en las que siempre se jugaban una cena que pagaba el que perdiera.

—Bueno, sí, a veces le decía: “¡Cómo le has sacudido a Amancio!”.Y él me decía: “¡Hombre, si aún así me la juega! ¡No le voy a dejar suelto!”. Y es que tenía razón: Amancio era buenísimo.

Cuatro goles de Aguirre a Carmelo

Por: | 22 de septiembre de 2013

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Carmelo recibe el cuarto gol de Aguirre en el Español-Athletic del 10 de octubre de 1965. / mundo deportivo

Dejó dicho Andy Warhol que todo hombre merece su cuarto de hora de gloria en la vida. Pero hay que decir que Koldo Aguirre (entonces Luis Aguirre) se excedió con sus cuatro goles en 11 minutos en Sarriá, ante el Espanyol (entonces, Español). Primero, porque no le hacía tanta falta ese cuarto de hora de gloria: era un gran jugador (aunque discutido, hay que admitirlo), titular en el Athletic (entonces Atlético) de Bilbao e internacional con España. Y segundo, porque la víctima de aquel ametrallamiento súbito fue su buen amigo Carmelo, el legendario meta del Athletic en los cincuenta, al que Iribar había sacado de la titularidad del club de San Mamés tres años antes, empujándole a una feliz segunda época con los periquitos.

Fue un acontecimiento en su día, un sobresalto en aquella España que los domingos por la tarde escuchaba la quiniela por la radio, con la esperanza de un pleno redentor de la escasez. En Sarriá jugaban el Español y el Bilbao, como llamábamos entonces al club de la Villa de Don Diego, sin saber que aquello allí molestaba. Mandaba el Español, que al descanso ya ganaba por 2-0, goles de José María y Rodilla. Era un Español emergente, en el que Di Stéfano, que faltó ese día, daba sus últimas patadas al balón. Se estaba gestando el equipo de Los Delfines. El Athletic estaba en renovación, con un ala izquierda recentísima, Rojo-Lavín, y en el eje del ataque Arieta II, Antón, que había sustituido a su poderoso hermano mayor, Ignacio, en el puesto.

Aguirre podía jugar de muchas cosas. De lo que más, de medio organizador. También de interior. A veces de extremo. Y corrió por más puestos. Jugador técnico, fino, había debutado en 1958 y su noveno partido fue una final de Copa, en el Bernabéu, y ante el mismísimo Madrid de Di Stéfano. Ese día ya había mostrado su carácter, antes del partido. El presidente y los directivos le buscaban en el hotel, todos con el mismo mensaje:

—Tú tranquilo, chaval…

Hasta que ya harto, le dijo a Albéniz, el entrenador:

—Dígales a todos estos que me dejen en paz, que estoy tranquilo. Los que están nerviosos son ellos—.

Ya en el partido, marcó a Di Stéfano cuando se echaba para atrás (al subir al área le cogía Etura) y le secó. Di Stéfano le quería comer el coco. “Chico, no te limites a marcarme, juega tú, tú juegas muy bien…”. Él no picó y el Athletic se llevó la Copa. La Copa de los once aldeanos, quizá la más querida en el recuerdo de la afición bilbaína. Los once eran vizcaínos, y al Madrid por entonces le motejaban de legión extranjera por la abundancia de foráneos en sus filas.

Pero estábamos en Sarriá, el 10 de octubre de 1965, siete años largos después. Piru Gaínza, capitán en la final de los aldeanos, es ahora el entrenador, ha puesto a Aguirre de extremo derecha, para abrir el campo, y él no la ha tocado. En el descanso se queja:

—No la estoy tocando, mejor me voy al medio campo, míster…—

—No, no, tú sigues jugando por donde te he dicho—.

—Pues como siga esto así, jugaré donde me dé la gana—.

El Español siguió dominando y en el minuto 58 hubo una falta en la frontal del área de Iribar. El jovencísimo Chechu Rojo, que admiraba a José María (un zurdo excelso, como él) pensó: ‘Este la mete’. Y la clavó. 3-0. Aguirre se comía los puños en el extremo derecho, por donde no le llegaba juego. Al rato hay un remate de Miralles al palo de Iribar. Y ya se hartó. Se fue al medio campo a buscar juego, rabioso y hambriento de balón. Gaínza le hacía gestos desde la banda, pero él, ni caso… Entonces se desencadena la tormenta:

En el minuto 71, centro-chut de Rojo desde la izquierda que Carmelo toca y cae justo donde había previsto Aguirre (“conocía mucho a Carmelo, sabía hacia dónde la iba a rebotar”), y 3-1.

En el minuto 73, falta de Idígoras a Lavín: Rojo templa al área, Aguirre entra con todo, cabecea y el balón entra junto al palo, pese al esfuerzo final de Idígoras, que llega a tocar. 3-2.

En el minuto 81, Orúe corta en defensa, avanza y cede a Aguirre, que ya es el amo del partido; regatea a dos contrarios, avanza y cuando llega al área descarga la pared hacia Arieta II, que le devuelve justo para que toque a un lado, a media altura, sobre la salida de Carmelo.

En el minuto 84, el Español ya se ha acobardado y metido en su área, hay un pelotazo a la olla de un Athletic hambriento que quiere más, el central Mingorance despeja de cabeza y el balón le cae a Aguirre, pocos metros fuera del área, y él empalma con toda el alma a la escuadra izquierda de Carmelo. 3-4. En 13 minutos ha marcado cuatro goles, que aún recuerda perfectamente (su relato coincide con las crónicas de la época).

También los recuerda Carmelo: “Nos confiamos con el 3-0, se vinieron arriba, nos cocieron. Fueron un torbellino, todos los rebotes fueron para ellos y Aguirre estuvo acertadísimo. Y Rojo, también”.

Para Aguirre, que después de siete años empezaba a estar muy visto y escuchaba pitos en San Mamés por parte de los que le veían muy técnico y poco luchador, aquello fue un balón de oxígeno ante ese sector exigente. ¡Pena que tuviera que ser a costa de Carmelo! Carmelo había sido el portero de los aldeanos, buen consejero de Aguirre en sus inicios. Eran muy amigos, Aguirre solía visitarle en Durango, era apreciado por toda la familia. El hijo (Cedrún, portero de fuste que no triunfó en Bilbao, pero sí en Zaragoza), le quería mucho, hasta le llamaba tío. En aquellas fechas era un niño de cuatro años y había estado en el partido, tenía un disgusto tremendo y cuando Aguirre fue a consolarle con un beso le apartó:

—No quiero nada contigo, que le has metido cuatro goles a aita—.

Aguirre jugó en total 12 temporadas en el Athletic, en las que marcó 46 goles en Liga, 14 en Copa y cuatro en UEFA. Ya en los setenta fue entrenador de un Athletic brillante, finalista de la Copa de la UEFA ante la Juve, a la que tuvo en las cuerdas. Finalista de Copa también, ante el Betis, aquel día que Esnaola le paró un penalti a Iribar y a su vez marcó el suyo. El propio Piru Gaínza (al que desobedeció para bien ese día, y con el que tuvo alguna bronca más) fue decisivo para que le elevaran a ese cargo. Hoy se le recuerda más por su etapa de entrenador que por su carrera de jugador, pero fue un futbolista estupendo, al que aquel partido pilló en su perfecta madurez. Reventó las quinielas y le dio una mala tarde a su amigo Carmelo, cuyo amor propio era legendario.

Pero Cedrún ya le ha perdonado. Le vuelve a llamar tío.

101 puntos a Italia, Bonareu mediante...

Por: | 15 de septiembre de 2013

Ahora que nos jugamos el bigote ante Italia en Liubliana, viene bien desempolvar la primera gran gesta del baloncesto español, porque fue justamente ante Italia. Fue la primera vez que la selección pasaba de 100 puntos (101-89), todavía en 1955, tiempo lejano en el que era bien raro pasar de los sesenta. Se trataba del Campeonato de Baloncesto de los Juegos Mediterráneos en 1955, de los que a la postre se llevarían el oro. Los Juegos Mediterráneos significan hoy bien poco. Pero entonces no era así. Todos los países competían con lo mejor en todas las modalidades, y como además aquella edición (la segunda, la primera fue en Alejandría) se disputó en Barcelona, el eco de aquella victoria fue tremendo. El baloncesto salió aquel día de las catacumbas para convertirse en tema de conversación nacional.

Cómo fue posible eso aún no se lo terminan de explicar ni Buscató ni Ferrándiz, testigos vivos de aquello, como vivos siguen algunos de los protagonistas de la hazaña. Buscató, entonces jugador del Pineda (15 años ya en el equipo sénior) lo escuchó por radio en la panadería familiar, dando botes de alegría. Pedro Ferrándiz asistió como joven periodista aficionado, y en una foto que he rebuscado aparece sentado en el banquillo de Italia, muy cerquita del entrenador, que se mesa los cabellos. ¿Mero informador o peligroso infiltrado? Él me quería ayer negar tal ubicación, pero la foto es concluyente. Un espía debe seguir guardando secretos aunque pasen sesenta años.

En la formación de España ese venturoso día figuró, entre otros, el que luego fuera tantos años seleccionador nacional, Antonio Díaz Miguel. Estos fueron los héroes y estas sus anotaciones:
Bonareu (42), Canals (7), Trujillano (8), Brunet (8), Joaquín Hernández (19), Imedio (7), Díaz Miguel (3), Kucharski (3), Oller (2) y Capel (2).

Italia tenía en sus filas a uno de los grandísimos jugadores de Europa, el base Riminucci, gran anotador, al que Joaquín Hernández dejó en nueve puntos. El seleccionador fue Jacinto Ardevínez, un vocacional del baloncesto al que su corta estatura no impidió jugar a buen nivel, en aquellos años aún pioneros. Luego sería el primer árbitro internacional de España, seleccionador, entrenador del Real Madrid, presidente del Comité de Árbitros y miembro de la FIBA. Se ayudó para la preparación física del capitán Rodríguez Ribeiro, un adelantado en la época.

El gran jugador de la época era el base Joaquín Hernández, pero el hombre del día fue, con mucho, Jordi Bonareu, el pívot, que anotó la descomunal cantidad de 42 puntos. Pronto elevaría ese récord a 45, ante Bélgica, y lo mantendría hasta que ya en 1990 Jordi Villacampa alcanzó los 48 en Salta, ante Venezuela.

Raimundo Saporta, entonces un jovencísimo delegado de la Federación, aprovechó su estancia allí para llevar el agua a su molino. Ya proyectaba el lanzamiento de la sección de baloncesto del Madrid, hasta entonces muy pobre, y convenció a Ardevínez, Joaquín Hernández y Bonareu para fichar por el Madrid. Bonareu estaba en el Barça, Joaquín Hernández en el Español, medio comprometido con el Barça, pero Saporta le convenció. Fue un fenómeno en el Madrid, del que luego sería entrenador y ganador de la primera Copa de Europa.

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De izquierda a derecha y de arriba abajo, Jacinto Ardavínez, Bonareu, Alfonso Martínez, González Adrio, Herreros, Díaz Miguel, Brunet; Joaquín Hernández, Kucharski, Canals, Lluís, José Luis Martínez y Trujillano, en 1955 ante Italia. / AS

Pero el viaje de Bonareu fue de ida y vuelta. Y eso que llegó a firmar. Viajó a Madrid con su padre, Saporta les reunió con Bernabéu, al que trataba de empujar a una mayor inversión en baloncesto, y el patriarca quedó convencido:

—Se nota que es un buen chico, porque habla de usted a su padre.

Pero al poco de firmar, el padre enfermó y le anunciaron que tendría que guardar cama casi un año. El joven Jordi tenía que ayudar en el negocio familiar de hilaturas y pidió a Saporta que le liberara del compromiso. Saporta rompió la ficha:

—Sé que estoy perdiendo la Liga y la Copa en este momento, pero la persona está por delante del jugador…

Y Bonareu regresó al Barça. Por desgracia, se tuvo que retirar prontísimo, a los 24 años, exigido por el negocio familiar. Sin eso, quizá el Barça hubiera dificultado más el despegue del Madrid en baloncesto. Porque Bonareu, que aún vive, feliz, a sus 79 años, en su Mataró natal, era un fenómeno. Un puro heterodoxo, pero un fenómeno. Buscató, que llegó a jugar con él, describe su tiro como algo indefendible e indefinible, por lo raro que era, en cualquier postura, a veces por debajo de los brazos del rival. Él explica con sencillez. “Yo era alto, pero no era potente ni era elástico. Si hacía lo que los demás, iba a ser el peor, así que me dediqué a inventar cosas”. Y a practicar, también. Puso en el pequeño patio de su casa un remedo de canasta y madrugaba para tirar hora y media antes de ir a la hilatura, y otra hora y media al regreso a casa, tras el entrenamiento de la tarde-noche.

Así pasó que llegó a sorprender a los profesionales americanos. Una vez visitó España para un doble partido el Syracusa National, campeón de la NBA. Bonareu hablaba inglés y les hizo un poco de guía. Llevó a Rocha, la estrella, a una tienda (Chopo) de calzado de medidas especiales, donde se compró un 56. Rocha medía 2,16. Bonareu, 1,92. Intimaron. Rocha le preguntó: “Tú eres el base, ¿no?”. Bonareu le dijo que no, que jugaba de pívot, y que al día siguiente se marcarían el uno al otro. “Pues no vas a meter un punto”. “Pues voy a meter más de 20”. “Si metes más de 10, te regalo unos zapatos aquí y te regalo además un balón americano”, fanfarroneó Rocha. Y Bonareu anotó 28 puntos, que redujeron bastante la derrota de España. Tanto se picaron los americanos que para el segundo partido dieron 40-0 de ventaja a España. ¡Antes del descanso ya nos habían superado! Y esta vez Bonareu se quedó en 12 puntos.

Bonareu fue más tarde el reconstructor del baloncesto Barça tras años de ostracismo. Núñez le confió la presidencia de la sección. Renovó el equipo, metió a los Solozábal, Epi y Sibilio, entre otros, y en la 80-81 hizo doblete. Pero se fue, salió tarifando con Núñez, porque el día que habían ganado en el Palau al Madrid (primera victoria en 19 años), Núñez se empeñó en que el equipo diera la vuelta a la cancha. A Bonareu, eso le escandalizó: “¡Pero si no hemos ganado nada! ¡Ya darán la vuelta cuando ganemos el título! ¡Eso que usted pretende es ofender al rival!”. Pero Núñez, que me figuro que era eso lo que efectivamente pretendía, insistió en su orden. Al concluir la temporada, con el doblete ganado, Bonareu se marchó.

Fue su segundo adiós precipitado del baloncesto. Ahora lo sigue con interés, aunque se queja de algunas cosas: de la robotización, del exceso de mando de los entrenadores. Ardevínez sólo les decía: “Tú metes 25 puntos, tú 15, tú 10… Tú vigilas a ese, tú al otro…”. Le gustaba más el aroma de aquel baloncesto de años atrás, de aquellos días en que un heterodoxo como él podía demoler a Italia en un partido loco.

—Pero no me malinterprete. Yo sé que lo de ahora es mejor, y lo digo de verdad. Hoy todo es mejor… menos la fruta.

Bahamontes y Loroño dividieron a España

Por: | 08 de septiembre de 2013

Nunca hubo rivalidad así en el ciclismo español, ni creo posible que vuelva a haberla. Lo de la Vuelta a España de 1957 fue como para reírse de la Tormenta de Clásicos con Mourinho y Guardiola.

A aquella vuelta vinieron el francés Geminiani, el italiano Nencini, el belga Adriaenssens... España tenía dos grandes corredores que oponerles, Loroño y Bahamontes. Magníficos los dos, pero muy distintos. Loroño, más formal y regular. Bahamontes, genial, excéntrico, caprichoso. El primero, vasco; el segundo, castellano. Los años colocarían a Bahamontes muy por encima de Loroño gracias a sus hazañas en el Tour, pero para entonces eso no se sabía. Para entonces se discutía apasionadamente entre ambos y aquella Vuelta iba a ser inolvidable.

Luis Puig, seleccionador nacional, incluyó a los dos en el equipo, junto a una tercera baza, Salvador Botella, buen corredor y valenciano como Puig. Al meter a Botella relegó al gran Bernardo Ruiz (más veterano, pero todavía en plenitud) al equipo Mediterráneo. Se trataba de que en la selección hubiera un reparto territorial y con Bernardo Ruiz, oriolano, hubiera habido dos levantinos (como se decía entonces), y eso se quería evitar. Luego, como se verá, Bernardo Ruiz, enemigo declarado de Bahamontes, resultaría decisivo. Además de la Selección y del Mediterráneo, tres equipos españoles más: el Centro-Sur, el Pirenaico y el Cantábrico. A todo esto, ya había equipos de firmas comerciales para otras carreras del calendario, así que con frecuencia se producían alianzas espúreas que liaban la cosa.

Problema para Bahamontes: la Vuelta la organizaba El Correo Español-El Pueblo Vasco, que había venido a salvarla tres años antes de la desaparición. Salía de Bilbao y llegaba a Bilbao, donde se editaba el diario. Loroño, vizcaíno de caserío, era tan venerado en Bilbao como el mismísimo Athletic. Y querido y respetado por los compañeros de pelotón, al revés que Bahamontes, cuyas cosas quemaban a muchos.

Luis Puig estaba convencido de que al equipo español le sobraba talento y que si corregía el estilo locoide e individualista con que afrontaba las grandes vueltas serían imbatibles. Su obsesión era poner orden. Dispuso que se saldría con dos jefes de equipo, Loroño y Bahamontes, y que la carrera decidiría para quién habrían de trabajar los demás. Pero muchos sospechaban que su verdadero deseo era que ganara Salvador Botella, su paisano levantino.

Y así se arrancó de Bilbao, el 26 de abril. La primera etapa, Bilbao-Vitoria, la gana Chacón, en una escapada con Carmelo Morales y Loroño, con 1m14s sobre el paquete, en el que va Bahamontes. Chacón era del Pirenaico y Morales del Cantábrico. En la selección, Loroño ha tomado ventaja sobre Bahamontes. La segunda la gana Carmelo Morales en Santander y se pone líder. Bahamontes y Loroño llegan juntos.

Ya en la tercera, Santander-Mieres, Bahamontes la arma. Se escapa con Pacheco, Moreno y Botella y les deja en la bajada del Padrún, en un descenso suicida. Gana y le mete 13 minutos a Loroño. El toledano es líder, está exultante, pero empiezan las discusiones. ¿No estaba Loroño delante? ¿Por qué ha atacado? Paco Ubieta, de La Gaceta, defiende apasionadamente los derechos de Loroño, Manuel Serdán, de Marca, los de Bahamontes. Son dos grandes firmas nacionales del ciclismo. El día siguiente, más leña: Loroño se escapa camino de Pajares, con Geminiani, Nencini, Campillo y el portugués Da Silva, para cólera de Bahamontes, a quien el movimiento pilla despistado atrás. Pero una gran nevada lo desbarata todo. La etapa se suspende, la Guardia Civil tiene que evacuar a quinientos aficionados que han acudido a las cunetas, los ciclistas se refugian donde pueden. La mañana siguiente, un tren especial les llevará a León, de donde la caravana sigue: León-Valladolid, Valladolid-Madrid…

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De izquierda a derecha, Jesús Loroño, Luis Puig y Federico Martín Bahamontes. /DIARIO AS

Y entra en escena Bernardo Ruiz. Monta una escapada de la que sale favorecido Botella, que en Madrid se pone líder. Ahora hay clamor de loroñistas y bahamontistas contra Puig, acusado de fomentar el vuelco a favor de Botella. Pero dos etapas después, en la Madrid-Cuenca, Bahamontes recupera el liderato tras galopada en compañía de los ases extranjeros Geminiani, Adriaenssens y Dotto, entre otros. Vuelve a ser líder, con 12 minutos sobre Loroño, undécimo. Entre ambos están, entre otros, Botella y los ases extranjeros. Puig teme cada vez más que, con tanta locura, Bahamontes y Loroño les acaben regalando la Vuelta a alguno de los de fuera.

Así llegan al Mediterráneo. Y allí, entre Valencia y Tortosa, etapa de viento, se monta otra vez la gorda. Bernardo Ruiz anima a Loroño y se lanzan a una larga escapada, en un paquete de ocho corredores que fue tomando ventaja. Bahamontes esperaba que controlaran la situación los ases extranjeros, pero estos a su vez le dejaban la responsabilidad a él. Cuando la diferencia fue alarmante, quiso salir, pero Puig se lo prohibió. Para él, las cosas estaban bien: con Loroño en la fuga y Bahamontes en el grupo, mantenía las dos bazas y los extranjeros quedaban fuera. Bahamontes se enfureció, quiso saltar, pero no le dejó. Le cruzó el coche delante y Galdeano, uno de los domésticos, hasta le agarró del jersey. Los escapados llegaron con veinte minutos, Loroño saltó al liderato, Bernardo Ruiz pasó a segundo en la general y Bahamontes cayó al tercero. La bronca por la noche fue tremenda, Bahamontes y Loroño casi se pegan, el toledano no quiso cenar con el equipo, hubo que subirle la cena a la habitación. En los bares, los cafés, en las calles y en las oficinas se discutía acaloradamente. Se acusaba a Bahamontes de haberse aliado con los extranjeros, a Loroño de correr con la protección de los organizadores.

Loroño ya no dejaría el liderato. Tres días después ganó la contrarreloj Zaragoza-Huesca (¡de 85 kilómetros!) lo que refrendaba sus derechos a ganar la Vuelta. Pero, para más INRI, a Bahamontes le metieron una sanción de un minuto por utilizar una rueda de pista. Sin contar la sanción, había hecho la contrarreloj en sólo 6s más que Loroño. Esa noche, en Huesca, Puig forzó un pacto: camino de Bayona, etapa pirenaica que entraba en Francia, se permitiría a Bahamontes una escapada para que asegurara el Premio de la Montaña y, una vez hecho acopio de los puntos necesarios, se dejaría alcanzar.

Pero ¡quiá! Cuando saltó Bahamontes, Loroño, que no se fiaba, quiso salir tras él. Puig le insistió en que cediera, pero no quería. Le tuvo que poner también el coche por delante, le aseguró que pararía a Bahamontes en la cima. Y así tuvo que hacerlo. Su Land Rover subió hasta el toledano poco antes de que coronara el Arguis, pero para Bahamontes ya no había pacto ni gaitas.

—¡Loroño me ha atacado al salir, lo has visto, no hay pacto, yo no paro!—

Puig le puso el coche delante en la bajada y zigzagueó varias veces, para que Bahamontes no pudiera pasar. En Bayona ganó Ferraz y Loroño mantuvo el liderato.

Dos días después llegaron a Bilbao: había ganado Loroño, Bahamontes fue segundo, Bernardo Ruiz, tercero. Bahamontes obtuvo el Gran Premio de la Montaña. Geminiani fue sexto, Adriaenssens séptimo y Nencini noveno. Los tres habían asistido alucinados a esa batalla pero no habían podido aprovecharse. Luis Puig suspiró tranquilo.

Y toda España discutía ese domingo en los bares, en los cafés y hasta en las colas de los cines.

John Charles, aquel gigante bueno

Por: | 01 de septiembre de 2013

La teoría de que los jugadores británicos no funcionan fuera de las islas tiene una gran excepción: John Charles, Il Gigante Buono. El mejor jugador galés de nunca, hasta que Bale consiga desplazarle de ese podio simbólico, si lo consigue. Triunfó en el Juventus a caballo de los cincuenta y los sesenta, disputó una eliminatoria de Copa de Europa extraordinaria con el Madrid y se retiró dejando muchos goles y una estela de deportividad que no se olvida.

Nació en Swansea y estaba destinado a ser minero. Pero era tan grande y fuerte que los amigos le animaban a que probara en el deporte. Le empujaron al boxeo, pero era demasiado buena gente para sacudirles a los demás. No le gustó. Luego le tentaron con el fútbol y de él hizo su vida. El Leeds, entonces en Segunda, supo de él y le fichó cuando aún tenía 15 años. Debutó en el primer equipo con 17 y con 18 ya era el internacional más joven en la historia de Gales. Sus remates ayudaron subir al Leeds, y en la 56-57 fue máximo goleador de la Liga, con 38 goles. Ese mismo verano le fichó el Juventus por 105 millones de liras, 65.000 libras, cantidad jamás pagada antes por un jugador británico. Para convencerle se desplazó allí en persona Umberto Agnelli, entonces joven presidente del club. Padre del actual.

En la Juve formó una tripleta central de ataque con Boniperti y Sívori en los interiores. Se les llamó Il Trío Mágico. Empezó mal. Demasiado tímido y noble. Le costaba adaptarse. Un día, el chispeante Sívori (un diablo argentino, de medias caídas, juego exquisito y pícaro, pero al tiempo fullero y provocador) le dijo tras un partido:

—A ver si espabilas, John, a ver cuándo te vemos.

Los compañeros contaron que fue la única vez que se le vio enfadado. Se levantó, con su 1,93 (y sus 88 kilos) y amenazó con el dedo al pequeño insolente:

—¡A John no se le dice eso!

Y de repente rompió a jugar bien. Al final de ese curso había sido capocannoniere con 28 goles, que le dieron el título a la Juve. El décimo, el que valió la primera estrella sobre el escudo. Ese verano fue al Mundial, el único al que ha acudido Gales. Llegaron a cuartos, pero no pudo jugar el partido decisivo, ante Brasil, que Gales perdió 1-0, con el primer gol mundialista de Pelé. Volvió a ganar las Ligas 59-60 (doblete con la Copa) y la 60-61. En 1959 fue Balón de Bronce, tras Di Stéfano y Kopa.

Charles
John Charles, con el Juventus.

John Charles y Sívori hicieron una extraña cuan eficaz pareja. Gigante, pausado y deportivo el uno, pequeño, regateador, agitado y bronquista el otro. Pero amigos del alma, después de aquella pequeña advertencia. La pareja se rompía cuando, por necesidades ocasionales, John Charles jugaba de central o medio defensivo, cosa que pasaba con relativa frecuencia, lo que valora aún más sus registros goleadores. Era igual de bueno en cualquier puesto. Y siempre modelo de fair play.

En esas hubo una eliminatoria tremenda contra el Madrid. Era la séptima edición de la Copa de Europa, la 61-62. Tres partidos en febrero del 62. El Madrid tuvo que volar por Niza, porque había revueltas y huelgas en Italia y el aeropuerto de Turín estaba cerrado. Tuvieron que hacer una noche en autobús y al llegar al hotel a descansar, el mismo día del partido, se encontraron con una tremenda manifestación antiespañola. En el ambiente de protesta izquierdista que había provocado las huelgas, prendió la idea de que no se debía permitir jugar en Turín a un equipo de la España de Franco. Uno de los manifestantes se coló en el hotel y habló con Di Stéfano. Le razonó que no debían jugar, que debían sumarse a ellos. Di Stéfano le dijo que esa decisión no le correspondía a él, sino a la directiva, y que hablara con Muñoz Lusarreta, vicepresidente que había viajado con el club. Lusarreta llegó a esconderse tras una columna, para que no le pillara, cuenta Di Stéfano en sus memorias.

El partido se jugó, en suma. John Charles bajó a la media, a vigilar a Di Stéfano, del que siempre diría que fue el mejor jugador que conoció. Ganó el Madrid por 0-1, gol de Di Stéfano. A la semana fue el partido de vuelta. La Juve (medias blancas, pantalón blanco, camisa a rayas blancas y negras como equipación habitual) viajó con su segundo uniforme, todo negro, como fue el de sus orígenes. El árbitro, el francés Guiguen, no había previsto tal cosa y también iba de negro. Era un lío. “Veíamos al árbitro y le gambeteábamos”, me diría Di Stéfano años después. Así que en el descanso, antes de sacar de centro, exigió al árbitro que se cambiara. Este accedió, fue al vestuario y se puso lo único que pudo proporcionarle el Madrid: una camiseta morada (la segunda del club) que se puso del revés, para que el escudo quedara por dentro. Se sintió tan mal que a su regreso a Francia renunció a arbitrar nunca más.

Aquel partido lo ganó la Juve, 0-1, gol de Sívori a balón que le bajó con la cabeza John Charles. Su juego de cabeza era tan preciso que una vez declaró: “Otros tienen dos manos, yo tengo tres”.

Aquel fue el primer partido de Copa de Europa que perdía el Madrid en el Bernabéu desde que se creó la competición. Hubo desempate en París, ganado por el Madrid 3-1 en una noche en la que Sívori se peleó con todos y todos con Sívori. Le dieron más que una estera. En la noche, en la cena entre los equipos (hasta ese día eran usuales, al estilo del tercer tiempo en rugby) hubo discusiones y amago de gresca. Los más calientes (Del Sol, Pachín…) se querían citar con Sívori para pegarse fuera. Del Sol le siguió después de la cena hasta el autobús, retándole a que bajara para pegarse. John Charles retuvo a su compañero. Bernabéu suspendió desde esa noche las cenas tras los partidos. Y, lo que son las cosas, en verano Del Sol ficharía por la Juve y se haría a su vez gran amigo de Sívori.

El Gigante Bueno declinó poco a poco, como todos. Volvió al Leeds fugazmente, pasó al Roma, acabó en el Cardiff. Se quedó a vivir en la isla, entre Gales e Inglaterra. Le colmaron de honores. En 2002 le nombraron Caballero del Imperio Británico. Pero en Italia no le olvidaron. De vez en cuando se le entrevistaba, se le invitaba. Un domingo de enero de 2004 estaba en Milán, para intervenir en el célebre programa La Domenica Sportiva, cuando tuvo un ataque cardíaco que conmocionó a Italia. Le operaron de urgencia, a corazón abierto. Sívori le visitó continuamente en el hospital. Pareció repuesto, le trasladaron a Inglaterra, pero murió allí el 21 de febrero de ese año.

Jugador grande. Un día le llegué a preguntar a Santiago Bernabéu si no había tenido alguna vez la tentación de ficharle. Me dijo: “Todo buen equipo tiene que tener dos argentinos y ningún inglés”. Le pregunté que por qué y me dijo con sencillez que eran demasiado cándidos, demasiado deportivos, que carecían de malicia. Lo contrario que los argentinos. Entonces recordé que a John Charles los italianos le habían bautizado como Il Gigante Buono.

El País

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