Memorias en Blanco y Negro

Sobre el blog

Este blog pretende rescatar la memoria vivida en el deporte.

Sobre el autor

Alfredo Relaño

es director de AS y antes de ello fue sucesivamente responsable de los deportes en El País, la SER y Canal +. No vio nacer el cine, como Alberti, pero sí llegó al mundo a tiempo de ver jugar a Di Stéfano y Kubala, escalar montañas a Bahamontes y ganar sus primeras carreras a Nieto. ¡Y ya no se morirá sin ver a España campeona del mundo de fútbol!

La semana de la ‘Cruycifixión’

Por: | 27 de enero de 2014

CRUYEl 6 de febrero de 1977 se jugaba en el Camp Nou un partido aparentemente intrascendente. El Barça, en el que Cruyff estaba en su cuarta temporada, iba líder. Se enfrentaba al colista, el Málaga, que además llegaba con bajas y dudas en la alineación. Su mejor jugador, Esteban, había sido además ya traspasado al Barça, y el entrenador Pavic dudaba si debía alinearle o no. Finalmente le alinearía, y sería decisivo en los sucesos, como se verá luego.

El Barça estaba el primero, el Madrid séptimo, pero había cierta inquietud en el barcelonismo. Tras su espectacular llegada, Cruyff se había acomodado visiblemente. Capitán, con la señera de brazalete, le puso Jordi a su hijo y pareció conforme con eso. El Barça ganó su primera Liga con él, pero luego el Madrid se había recompuesto con Miljanic y había ganado las dos siguientes. Cruyff solía culpar a los árbitros. Todo el barcelonismo solía culpar a los árbitros entonces, quizá con más intensidad que nunca. Estábamos en los años de la transición, en los que más que nunca se definió al Madrid como club protegido del franquismo.

Estaban recientes varios episodios llamativos entre los dos clubes: un gol fuera de hora concedido por Ortiz de Mendibil, la final de las botellas de Rigo, el penalti fuera del área de Guruceta… Por entonces hizo fortuna la frase de que mientras José Plaza fuera el presidente de los árbitros el Barça no podría ganar la Liga. La frase se debió al árbitro madrileño Antonio Camacho, al que Plaza había apartado, encontrándole culpable de estar al frente de una red de árbitros que se dejaban tocar. En el mismo barullo se le fueron quitando partidos, hasta aburrirle, a Rigo, el árbitro favorito del Barça en esos años, a decir del Madrid.

En esas circunstancias, ocurrió que el Barça-Málaga se le adjudicó a un árbitro madrileño, Ricardo Melero Guaza, al que se tenía por protegido de Plaza. Su designación no fue bien vista. Era un árbitro joven, con algunos desaciertos ya en su carrera. Andaba por su cuarta temporada en Primera.

El partido empieza como estaba previsto, con superioridad del Barça, que en el minuto 18 ya ha marcado el 1-0, por mediación precisamente de Cruyff, en dejada de Clares tras buena jugada de Amarillo. Luego el Barça se relaja en exceso, y el público se impacienta. Las crónicas del día cuentan que Vilanova y Laguna pegan mucho y que Melero Guaza lo consiente. Ya está el público irritado cuando en el minuto 34 Esteban recibe un centro en posible fuera de juego y remata visiblemente con la mano. Melero Guaza concede el 1-1. Ante las protestas, consulta al linier y mantiene el gol, al tiempo que enseña tarjeta al meta barcelonista, Mora. Caen almohadillas en un ambiente de indignación que va a más. El primer tiempo se prolonga siete minutos, por las protestas, lo que resucita el recuerdo de aquel día de Ortiz de Mendibil en el Bernabéu.

Cuando se retiran en el descanso, Esteban es interpelado por Ricard Maxenchs, reportero de Radio Juventud, y confiesa la verdad:

—Sí, he rematado con la mano.

La confesión corre por la grada y predispone aún más los ánimos, porque es la confirmación para los pocos que aún pudieran tener dudas.

Y así empieza la segunda parte, en la que el enfado va a ser creciente. Melero anula un gol a Neeskens y se le reclama un penalti en el área del Málaga que no concede. En el minuto 59, llega el 2-1, en un córner que saca Cruyff, remata Neeskens y el balón entra, tras pegar en el cogote de Vara. Pese a ir por delante, sigue la inquietud y la irritación en la grada, que teme algún contraataque que acabe en empate. En el minuto 63 hay una caída de Cruyff en el área, muy protestada. Al minuto, gol del propio Cruyff que Melero anula por falta previa que nadie admite haber visto. La irritación está ya al máximo cuando hay una mano en el área del Málaga, que tampoco señala Melero. En las protestas, expulsa a Cruyff, que se niega a irse. Acaban por entrar los policías para convencerle. Caen almohadillas…
Cuando pita el final, salta un grupo de exaltados, uno de los cuales alcanza a Melero con un puñetazo que le hace sangrar por la ceja. La policía interviene: hay empujones, coscorrones, atendidos. Melero sufre un mareo en el vestuario, donde pasa dos horas. Mientras, fuera, la turba intenta volcar una ambulancia en la que se evacúa a un aficionado que ha sufrido una angina de pecho, porque corre la voz de que están sacando ahí al árbitro. Luego, queman la furgoneta de TVE…

 

Melero pone en el acta que ha expulsado a Cruyff por insulto grave. Concretamente por decirle:

—¡Marica, que eres un marica!

Acabado todo, ahora el revuelo lo produce el debate sobre cuántos partidos le caerán a Cruyff y cuántos de cierre al Camp Nou. Conocedor el Barça de lo que pone el acta, escribe un anexo, en el que además de describir la actuación de Melero como provocativa, explica que lo que Cruyff ha dicho es:

—¡Manolo, marca ya!

Como pidiéndole a Clares que marcara el gol de la tranquilidad cuando se reanudase el partido. En algunos lados se reprodujo como “Manolo, marca allá”, haciéndole ver que debía estar más pendiente de una zona del terreno que estaba descuidando.

El Comité se ha de reunir el miércoles. Ante la presión del Barça, toma la decisión insólita de organizar un careo entre Melero y Cruyff, lo que indigna a Plaza. Además, Cruyff se va con Holanda a jugar un amistoso en Wembley, así que no podrá haber careo hasta su vuelta.

En medio del jaleo, el mismo miércoles la revista Don Balón, muy popular, hace ese día su portada más polémica. Titula La semana de la Cruycifixión, y la ilustración es una réplica del Cristo de Velázquez con la cara de Cruyff. La reacción de la España Católica, muy mayoritariamente entonces (y particularmente de El Alcázar, el periódico de la extrema derecha, pero no sólo de él) es tremenda. José María García, que codirige la revista con compañeros de Barcelona, no se hace responsable de ella y anuncia en su escuchadísimo programa de radio que abandona la revista, que fue creación suya. “Mis compañeros de Barcelona me han metido un gol”, dirá. Ese hecho sacude aún más el asunto.

A la espera del careo, a Cruyff se le pone un partido de suspensión, mientras se calman los ánimos. Luego, se ampliará en dos más, la semana siguiente. El Camp Nou no se cerrará. Melero Guaza, suspendido por dos meses, se retira, considerando que ha sido tratado con indignidad. Don Balón saca la semana siguiente una portada color violeta, en la que en letras amarillas pone: “PERDÓN”. Y debajo: “(Nos hemos equivocado)”. La reacción de la revista, que había recibido cantidades industriales de cartas de creyentes ofendidos, es bien recibida hasta por El Alcázar, cuyo editorial el día siguiente dice: “La juventud es impulsiva, y eso lleva a errores, pero también generosa, y eso…”

Sin Cruyff, el Barça perderá en Salamanca (2-0), en casa ante el Athletic (0-2) y empatará, de nuevo en casa, con el Atlético (1-1). En tres partidos hizo un punto de seis posibles. Acabará la Liga segundo, con 48 puntos. Campeón fue el Atlético, con 49. El Madrid fue noveno, una de las peores clasificaciones de su historia. El Málaga, último, descendió.

Suárez y el Balón de Oro de otro tiempo

Por: | 19 de enero de 2014

“La autoridad de un duque, la precisión de un geómetra y la belleza de un Apolo…” Estas cualidades atribuía France Football en su número 770, del 13 de diciembre de 1960, a Luis Suárez. La portada del ejemplar la ocupaba un dibujo coloreado en el que aparecía de cuerpo completo, con su figura estilizada, vestido del Barça. Era el número especial de Navidades, el que anunciaba el Balón de Oro del año, cuyo ganador era él. Aún sigue siendo el único jugador español que lo ha conseguido.

Repasando la prensa de aquellos días, se advierte qué gran diferencia hay respecto al eco que se daba a este premio. Señal de que ha ido a más. En El Mundo Deportivo se consigna en un recuadrito de portada, en la que la principal noticia, a cinco columnas de las ocho de la página, es la previa del Condal-Baracaldo. (El Condal era el filial del Barça, en Segunda). A tres columnas, también por arriba, se anuncia el aplazamiento por la niebla del Hibernians-Barça, de la Copa de Ferias. Debajo de esta información, a dos, aparece la noticia de que la víspera France Football ha concedido el Balón de Oro, en su quinta edición, a Luis Suárez. No es más visible que otras con las que comparte las zona media y baja de la página: una gira de los Globetrotters, el fin de la temporada de Lucha Libre, el riesgo de suspensión de un Francia-España de baloncesto y el anuncio de un partido navideño en Sarriá.

Tampoco la entrega se hacía entre grandes fastos. Él lo recibió físicamente bastantes semanas después, el 8 de marzo, con ocasión del partido de cuartos de final de Copa de Europa contra el Spartak de Kralove, equipo checoslovaco. Un acto sencillo, en los prolegómenos del choque. Acudió Pierre Skavinski, subdirector de L'Equipe, que bajó al campo a hacer la entrega junto a Benito Pico, presidente de la gestora que llevaba la Federación Española. El día siguiente ocupa más espacio el partido en sí (una feliz goleada, 4-0) que la entrega. En la portada de Marca se ve a Luis Suárez alzando el trofeo, pero como segunda ilustración, debajo de la foto de uno de los goles.

Otros tiempos, otras costumbres. Y eso que el segundo había sido un madridista, Puskas. Suárez obtuvo 54 puntos, Puskas 37, Uwe Seeler 33, Di Stéfano 32 y Yachine 28. Votaban los 19 corresponsales de la revista en diversos países de Europa, y la nota de Andrés Mercé Varela, en El Mundo Deportivo, aclaraba que los tres únicos que no habían votado a Luis Suárez eran de países del otro lado del Telón de Acero.
No, no se armaba tanto lío. Tampoco en los que ganó Di Stéfano (el segundo y el cuarto) ni tampoco cuando en el tercero se le declaró oficialmente “fuera de concurso”, lo que permitió que lo ganara el francés Kopa.

Suarez

Pierre Skavinski, subdirector de L’Equipe, entrega el Balón de Oro a Luis Suárez./ diario as

Aquel de Suárez era el quinto que se concedía, y él mismo me ha dicho varias veces que entonces no concibió la importancia que llegaría a tener. “Gracias a él me siguen recordando aquí, que si no…”
Fue a caer en buenas manos. La descripción con que empieza el artículo no es hipérbole. Luis Suárez fue un grande. Apareció en el Depor en la jornada doce de la 53-54, y ya ese curso jugó la Copa con el Barça, contra el que precisamente había debutado, en Riazor. El Madrid también pensó en él, pero Ipiña fue a verle en un partido contra el Valladolid en el que los medios Ortega y Lasala consiguieron borrarle, cosa rara. Con el Barça debutó en Copa el día en que cumplió 19 años, y justamente ante su Depor. Era tan poquita cosa que el entrenador Sandro Puppo le puso un punching de boxeador para que practicara y se fortaleciera. Cuando se sintió seguro, le dijo que él había fichado para jugar al fútbol, no para boxear. Y allí se quedó siete años, jugando al fútbol y dando un magisterio que no todo el mundo quiso aceptar, porque los viejos partidarios de Kubala le veían como una amenaza para su ídolo de siempre. Ellos dos fueron muy amigos, pero el público culé se dividió esos años en dos corrientes irreconciliables.
Luis Suárez jugaba de interior izquierdo, como armador, hombre de creación en el medio campo dentro del 4-2-4 que se estilaba en los cincuenta. Tenía tanta llegada que del Barça se fue con 128 goles en 246 partidos. Regate limpio, estampa elegante, resistente, sin miedo. Pero lo que más llamaba la atención era la precisión de sus envíos largos, con un golpeo personal, cultivado para salvar los barrizales del fútbol modesto de Galicia. Elevaba un poquito el balón, un par de cuartas, para pegarle luego por abajo, dándole un efecto invertido que hacía que se frenara en el bote y fuera más fácil de alcanzar por el extremo. Al hacerlo, flexionaba de una manera muy característica y personal la rodilla izquierda, de forma que parecía casi un cosaco en su pase de baile. Aquellos balones volaban de tal forma que casi podía leerse la marca.

A principios de aquel año sesenta el Barça tuvo una eliminatoria celebérrima ante el Wolverhampton: 4-0 aquí y 2-5 allí. La exhibición fue tal que los jugadores ingleses le hicieron pasillo al Barça al marcharse. En ese mismo año 60 el Barça jugó dos eliminatorias de Copa de Europa con el Madrid: la semifinal de la 59-60, en primavera, que pasó el Madrid, y los octavos de la 60-61, ya en otoño, que pasó el Barça, con él en figura, bien es cierto también que con unos arbitrajes ingleses muy desdichados. Suárez fue figura en esa eliminatoria. Y el Barça ganó la Liga ese año. Eso hizo que sus méritos pasaran por delante de Puskas, con sus cuatro goles en la final europea contra el Eintracht y sus tres en la Intercontinental ante el Peñarol.

Y sí, seguramente le recordamos en España sobre todo por ese Balón de Oro, porque justo en el verano del 61 se fue al Inter, por 25 millones, récord mundial para la época. Su popularidad en ese momento fue tal, que La Actualidad Española, prestigiosa revista de la época, propuso en su número de diciembre a estos cuatro personajes del año 1961: Juan XXIII, Jacqueline Kennedy, Yuri Gagarin y Luis Suárez.
Pero el resto de su carrera lo hizo ya en Italia y en esos años en que no se televisaban partidos de otros países casi puede decirse que llegamos a perderle de vista, salvo por esporádicas apariciones con la selección y algunos partidos del Inter contra el Madrid. Fue de los ganadores de la Eurocopa de 1964, cuando el gol de Marcelino. En 1964 ganó, además, la Copa de Europa y la Intercontinental con el Inter, donde era il regista. Ya no marcaba tantos goles, porque el fútbol que impuso allí Helenio Herrera era mucho más cauteloso, pero era la estrella del equipo. Pese a ello, no le dieron el Balón de Oro. Quedó segundo, como en 1961. Y tercero en 1965, también tras ganar todo con el Inter. En ese tiempo se evitaba en lo posible repetir. De ahí lo del fuera de concurso de Di Stéfano en la tercera edición, aunque en la cuarta ya se levantara el veto.

Por Barcelona volvió en agosto de 1965, para un amistoso con el Inter, y todavía los kubalistas no le habían perdonado. Le pitaron tanto que se marchó dando cortes de manga, produciendo una imagen que copó los periódicos del día siguiente. No entendía ni aceptaba que le siguieran dando la bulla.
“En Barcelona me dicen que soy gallego, en Madrid, que catalán, en España, que italiano y en Italia, que español…”, se me quejaba un día medio en broma y medio en serio.

Pero no, es gallego, mantiene la retranca de aquella tierra y toda España le siente como propio. Y bien se nota cada vez que sale a relucir lo del Balón de Oro. 

Di Stéfano juega contra el Madrid

Por: | 12 de enero de 2014

La Liga 64-65 empezó el 13 de septiembre del primero de esos dos años con una broma macabra: un Español-Real Madrid, con Di Stéfano debutante con los barceloneses. Había pasado 11 años en el Madrid, en los que su aportación transformó el club en leyenda. Ahora se había ido, al Español, y justamente por allí debía comenzar el Madrid su primera Liga sin él. El líder, el héroe, el ídolo, aparecía ahora como rival.

En la 63-64 el Madrid había sido campeón de Liga y había llegado a la final de la Copa de Europa. Bien mirado, no estaba mal. Pero la final de la Copa de Europa, jugada el 27 de mayo, en Viena, la perdió, 3-1, ante el Inter, y además Di Stéfano tuvo bronca antes, durante y después con Miguel Muñoz, el entrenador, sobre la forma de colocar el equipo sobre el terreno. No hay aquí espacio para extenderse en ello, pero digamos que Di Stéfano tenía razón.

Al regreso había que jugar el partido de vuelta de los cuartos de final de Copa, con el Atlético. La ida, en el Bernabéu, en la que el Madrid reservó a 10 titulares para la final europea, había quedado 2-2. Cuando Miguel Muñoz hace lista para el partido de vuelta, no incluye a Di Stéfano. Sí a los demás titulares. Di Stéfano, que ya se olía algo raro, porque había visto al gerente, Antonio Calderón, bajar al entrenamiento, se va a casa enfurecido.

A los tres días se ve en el despacho con Bernabéu, Saporta y Calderón. Le sugieren que ya no está para jugar, que puede quedarse en el club “de lo que sea”. Él, próximo ya a los 38 años (cumple en julio), pide que le renueven otro año, y se compromete a si para octubre o noviembre ve que no está, abandonar. No hay acuerdo sobre eso, tampoco le dan precisiones sobre de qué se quedaría y con qué sueldo.

El asunto, claro, trasciende y él recibe ofertas del Celtic de Glasgow y del Español. Allí está Kubala de entrenador, y su amigo Emil Ostreicher de secretario técnico. El Español lo preside Vila Reyes, empresario joven y audaz (demasiado) que piensa a lo grande. Tiene fe en los veteranos, en la experiencia. Ha contratado a Carmelo y a Tejada. Y a jugadores jóvenes y de fuste, como Ramírez o Rodilla. Di Stéfano escoge el Español, y la familia perica acoge su decisión con júbilo. Aquello es la comidilla del verano.

As

Puskas y Di Stéfano se saludan antes del encuentro entre el Español y el Madrid./ as

Como tiene contrato hasta el 30 de junio, pide permiso para desligarse antes. El Madrid se lo niega. El Boletín del Real Madrid publica en sección editorial las cartas con la solicitud de Di Stéfano, muy sumisa, casi almibarada, y la seca negativa de Bernabéu, en la que aparece en mayúsculas la expresión DISCIPLINA IMPRESCINDIBLE. La publicación de las cartas suena a gesto duro, casi a humillación. El Madrid tenía concertados para ese mes de junio, antes de las vacaciones, dos amistosos, en Rouen y en Lyon. Di Stéfano es obligado a ir y juega el primer tiempo en Rouen. El Madrid gana 4-1. Serán sus últimos minutos de blanco, salvedad hecha de los que jugó en su homenaje, tres años largos más tarde. En Lyon ya no juega, el Olympique gana 5-1. Di Stéfano y Bernabéu quedarán regañados de por vida.
A la vuelta de las vacaciones empieza una nueva vida para ambas partes. El Madrid tendrá que acostumbrarse a vivir sin Di Stéfano. Muñoz prueba con Yanko Daucik (hijo del célebre entrenador, muy técnico, pero lento) y Grosso, que había jugado la mitad de la Liga anterior cedido en el Atlético. Ganará este. Pero en agosto las cosas salen regular: el Madrid pierde la final de Mohammed V con Boca Júniors y en el Carranza pierde en la semifinal con el Benfica. Dos torneos sin Di Stéfano, dos pinchazos. Luego viaja a Sudáfrica, para dos amistosos, que gana claramente, 5-2 al Castle White y 4-0 al Hellenic, pero eso no significa mucho.

Mientras, el Español ha lucido a Di Stéfano con una gira por Alemania y Austria, con buenos resultados. El último partido es un 3-3 en Viena con la selección de Austria. Y el jueves anterior al comienzo de la Liga Di Stéfano es presentado en Sarrià, a campo lleno, con victoria sobre el Olympique Lyonnais por 2-1, con un gol suyo.

Y llega el día, entre máxima expectación. En España se habla del comandante Castaño, campeón del mundo de acrobacia aérea, y de la cogida de Diego Puerta (Diego Valor) en Albacete. Y de Timoner, que ese mismo domingo asalta en París su quinto título del mundo de ciclismo tras moto (Y lo ganará). Pero se habla, sobre todo, de la Liga que empieza, y de ese partido en Sarrià, donde Di Stéfano va a jugar contra el Madrid. Las vísperas se insiste en que no se va a televisar, pero al final se televisa. Era el truco frecuente en la época. Aunque suele decirse (yo mismo he incurrido alguna vez en ese error, y lo hace Di Stéfano en sus memorias) que se jugó por la mañana, no fue así. Se jugó a las seis de la tarde, se puede comprobar en los periódicos del día.

Es el domingo, 13. El Madrid ha llegado la víspera a Barcelona, desde Sudáfrica, vía Luanda-Lisboa. En la mañana del domingo, Bernabéu, que no va al partido, es reelegido presidente por la asamblea. A las seis de la tarde salen los equipos al campo, encabezados por Bueno, árbitro aragonés. Estas son las alineaciones:

Español: Carmelo; Juan Manuel, Bartolí, Riera; Ramírez, Kuszman; Vall, Idígoras, Di Stéfano, Rodilla y Martínez.

Real Madrid: Araquistain; Isidro, Santamaría, Miera; Muller, Zoco; Amancio, Félix Ruiz, Grosso, Puskas y Gento.

Los jugadores del Madrid se sienten extraños; Di Stéfano, también. Puskas le abraza cariñosamente antes del comienzo. En sus casas, los madridistas notan algo triste en el ambiente. El Español arranca jugando mejor y en el 17’ marca por medio del finísimo medio Ramírez. 1-0. No mucho más tarde, hay una colada del propio Ramírez al que derriba Santamaría al borde del área. El golpe franco lo lanza Di Stéfano, magnífico, raso, por un hueco de la barrera, y Araquistain hace un paradón. El Madrid se va rehaciendo. Amancio y Gento mandan en sus bandas. En una jugada en la que Amancio se escapa, Di Stéfano le agarra visiblemente por la camiseta. El efecto es feo. Poco antes del descanso, Vall hace una gran jugada y bombea sobre Araquistain, pero el balón bota sobre el larguero y se va.

La segunda mitad le cuesta a Di Stéfano. El 4-2-4 del Español les deja mucho terreno a él y a Ramírez. Félix Ruiz le marca muy encima, y en el Madrid ventila la media Grosso, que se echa para atrás. En el 59’, Di Stéfano le hace una falta precisamente a Grosso al borde del área. Puskas coloca el golpe franco en la escuadra. 1-1.

El partido se desliza por la pendiente de la fatiga general. Huele a empate. Pero en el 84’, ya con luz artificial, hay un córner a la derecha del ataque del Madrid. Amancio va al saque. Puskas corre y le pide el balón donde confluyen la raya lateral del área y la línea de fondo. Amancio, obediente, se lo envía. Entonces, Puskas hace una jugada de funambulista: recorriendo la línea de fondo, sortea primero a Riera y luego a Di Stéfano, que ha acudido al quite, y cuando Carmelo espera el centro le cuela el balón sin ángulo. Pega en el palo del fondo, y entra. 1-2. Ha sido una jugada genial de Puskas, que tenía pocos meses menos que Di Stéfano. Y estaba gordo. Pero jugaba en una baldosa, se limitaba a unos pocos esfuerzos, cortos, precisos y generalmente letales.

Acaba el partido, con el Madrid ganador.

Queda una sensación extraña. Como si desde aquel 27 de mayo en Viena hasta este 13 de septiembre en Barcelona hubiera pasado mucho, muchísimo tiempo.

Pahíño, el delantero que leía a Dostoievski

Por: | 05 de enero de 2014

Pahíño fue un gran delantero del Celta y del Madrid, a caballo entre los cuarenta y los cincuenta. Para empezar, no se llamaba Pahíño, sino Manuel Fernández Fernández. Lo de Pahíño era por el segundo apellido de su padre, pero ni siquiera eso era Pahíño, sino Paíño. La h se la agregó, porque le pareció que le sentaría muy bien, un célebre periodista vigués de la época, Manuel Castro Hándicap, el hombre que narró a España las hazañas de la selección olímpica en los JJOO de Amberes. Y con Pahíño se quedó y se hizo célebre.

Apareció muy joven en el Celta, donde pronto fue figura. Era un nueve goleador, de ímpetu, jugador concreto, sin florituras, de gran pegada con ambas piernas y buen cabeceador. Muy valiente, fue célebre el día que jugó toda la segunda mitad del desempate de promoción, con el Granada, en el Metropolitano, con el peroné roto. Había marcado dos goles en la primera mitad. En la segunda, aguantó. El Celta ganó 4-1 y él pasó todo el verano recuperándose en la playa. Era un tipo muy estricto, muy contrario a las injusticias. Tan severo con los demás como consigo mismo. Nada fácil de llevar. Como venía de la casa, le pagaban poco, menos que a algunos que eran suplentes. Al principio del quinto año protestó. Ganaba 18.000 pesetas. No le hicieron caso y, ni corto ni perezoso, escribió al Madrid, el Sevilla y el Valencia, tres clubes que sospechaba que tenían que reforzar la posición de delantero centro, ofreciéndose. El Valencia no le contestó, el Sevilla, sí, pidiéndole precio, el Madrid se dirigió al Celta… y se armó la marimorena. Le llamaron traidor y antigallego, le impidieron entrenarse con el equipo en la pretemporada, que se pasó haciendo ejercicios en la playa. Por fin se arregló la cosa, sobre la suposición de un traspaso al Madrid a final de temporada.

Ese año fue máximo goleador, con 23 goles. El Celta fue finalista de Copa. Y nuestro hombre debutó en la selección con Gabriel Alonso y Miguel Muñoz. Fue el 20 de junio de 1948, en Suiza. Marcó un gol en el minuto 7, España empató a tres, pero se produjo un incidente que sería decisivo: en el descanso, ganando España 1-2, bajó el general Gómez Zamalloa, que era vocal de la Delegación Nacional de Deportes, a exhortarles. “¡Muy bien, muchachos! ¡Y ahora, cojones y españolía, que el partido no se les puede escapar!”. Cuentan que Pahíño no escondió una sonrisa irónica y que desde ese momento le pusieron la cruz.

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Pahíño recibe el trofeo al máximo goleador de la Liga en 1952. / EFE

Porque además, leía. Y no cualquier cosa: leía a autores rusos. En plena década de los cuarenta leía a Dostoievski y Tolstoi, leía con fruición. Sus compañeros lo tenían por una extravagancia. Mientras en los largos trayectos de autobús ellos cantaban o se gastaban bromas groseras, él leía. Mientras todos jugaban a las cartas en la concentración, o hacían planes para escaparse, él leía. Y en la habitación, mientras el compañero trataba de dormir (entonces los jugadores iban en habitaciones de dos), él leía a esos condenados escritores rusos, a veces en el baño, para que la luz no desvelara al compañero. ¡A saber qué de bueno podía sacar de eso! En una lejana biografía suya leí que su carácter y sus inquietudes los forjó su maestro, allá en San Pelayo de Nava. Se llamaba Emilio Crespo, uno de esos maestros rurales de antes de la guerra, al que no cuesta imaginarse como el Don Gregorio de La lengua de las mariposas.

Leía, pero metía goles, así que el Madrid, en efecto, le fichó. Pagó al Celta 1.200.000 pesetas por él y por Miguel Muñoz. (Más adelante también se haría con Gabriel Alonso). Bernabéu quería un buen delantero que le ayudara a llenar el nuevo Chamartín, de flamante construcción. Pahíño contrastaba, con su estilo y sus punterazos (reforzaba las puntas de las botas con acero) con el juego exquisito de Molowny. Firmó con el Madrid por cinco temporadas y sus zambombazos se hicieron célebres, como sus duelos con el atlético Aparicio. Siguió aprovechando sus viajes a Barcelona para que Ismael, un librero de la Rambla de las Flores, le proporcionara nuevas obras de sus autores favoritos. De una gira por América volvió con Por quién doblan las campanas, de Hemingway.

Estando en el Madrid sólo fue a la selección una vez, en enero del 49, contra Bélgica, en Montjuïc. No fue al Mundial de 1950, cosa que él achacó siempre a su fama de rojo. A saber. No deja de ser cierto que coincidió con Zarra y César, pero hubo momentos en que quizá estuvo por delante. En el Madrid jugó muy bien. Volvió a ser máximo goleador de la Liga. Y fue célebre una pelea monumental en Caracas con Di Stéfano (entonces en el Millonarios), en la que el árbitro les expulsó a los dos y tuvo que renunciar a que se fueran, porque no les dio la gana.

Al cumplir sus cinco años en el Madrid, ya entraba en los treinta. Bernabéu le ofreció 275.000 pesetas, pero por una sola temporada. Él quería tres. Bernabéu tenía la norma de, a partir de los treinta, renovar año a año. No se pusieron de acuerdo. Renunció a retenerle (le podría haber prolongado un año con subirle el 15 % de la última ficha) con la condición de que no se fuera al Atlético. Firmó por tres años con el Deportivo. En el Madrid dejaba un promedio de 0,87 goles por partido, que ni Puskas (0,86) llegó a igualar. Sólo Cristiano ha podido batirlo. Justo cuando se fue Pahíño llegó Di Stéfano. Se perdió la época gloriosa del Madrid.

En el Depor aún jugaría un tercer y último partido con la selección, en Dublín, en noviembre del 55. Empate a dos, los dos suyos. Pero sobre todo tuvo la ocasión de saborear su revancha en la tercera temporada en el Depor, cuando los gallegos ganaron 1-2 en el Bernabéu, otra vez los dos goles suyos, en tarde de lluvia y polémicas, por dos goles fantasma no concedidos al Madrid y otro anulado. Entre el enfado del público de Chamartín quedó hueco para un fuerte aplauso a Pahíño mientras se retiraba, saludando y caminando entre almohadillas.

Aún pegó un último tirón: el Granada, que quería subir, le pagó 300.000 pesetas por jugar con ellos en Segunda la 56-57. Y allá que fue, y metió goles, pero tuvo una bronca tremenda con el entrenador, Álvaro. José Bailón, presidente del club, los reunió para acercarlos y por poco se pegan. A Álvaro le sustituyó Pasarín. Pahíño, por su parte, no tuvo un final demasiado feliz. En la visita a Heliópolis, se escapó en busca del gol y el defensa Felipe le fue tirando patadas por detrás hasta que le tiró. Se levantó irritado y le pegó. Le pusieron ocho partidos, tantos como quedaban para acabar la Liga, algo a todas luces excesivo. Siempre pensó que fueron cuatro por la agresión y cuatro por rojo.

Con los ahorros compró un barco pesquero. Vivió muchos años en Pasaia Donibane, pero el final de su vida transcurrió en Madrid, con frecuentes visitas al centro de veteranos del club. Muy amigo de Di Stéfano, les he escuchado comentar por separado que les hubiera gustado mucho jugar juntos.

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