Parece que fue ayer, pero hubo un largo tiempo en que la escasez de medallas españolas era normal. No se cuestionaba como ahora. Solo se ganaban muchas en los Juegos Mediterráneos y siempre por detrás de Italia y Francia. En Juegos regionales. Los Olímpicos eran palabras mayores. La medallita, apenas. Un milagro. Sólo después de Barcelona 92, cuando el impulso organizador llevó a Carlos Ferrer Salat y a Javier Gómez Navarro a la brillante idea, al fin, de pagar el sudor olímpico de los deportistas españoles, se comprobó que bien preparados tenían dos piernas y dos brazos como los que ganaban siempre las medallas. Ni más ni menos. Se podía ya perder, pero en las mismas condiciones físicas y de motivación.
Integrantes del equipo español de polo, plata en los Juegos de Amberes 1920.
Sin embargo, en los primeros tiempos y hasta bien pasado el franquismo, todo era una aventura de locos. O de aristócratas y militares. O con toque racial. Las medallas iniciales del deporte español, para más exotismo, fueron en deportes muy pronto desaparecidos del programa olímpico. Por estar poco extendidos, como la pelota vasca, o el polo, y este por ser también costoso de mantener, aunque no difícil de practicar para algunos. Por ejemplo, para Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, XVII duque de Alba y padre de la actual duquesa Cayetana. Junto a su hermano menor Hernando y otros apellidos nobles, Leopoldo Sainz de la Maza y Gutiérrez-Solano, y los hermanos Álvaro y José de Figueroa y Alonso-Martínez, hijos del conde de Romanones, logró la plata en los Juegos de Amberes 1920.
Fue el mismo color de metal que el más famoso conseguido por la selección de fútbol y cuyo éxito supuso un impulso clave hacia el futuro profesionalismo en España. La famosa frase de Belauste pidiendo el balón: “Sabino, a mí el pelotón, que los arrollo”, fue el símbolo de la furia. Bien distinto al desastre del equipo eliminado ahora con una técnica inútil y sin suerte, con balones en los postes y errores arbitrales en contra. Hace 92 años, en cambio, también tuvieron fortuna los legendarios Zamora, Samitier o Pichichi. Checoslovaquia debió haber sido plata, pero fue directamente descalificada al retirarse de la final contra la local Bélgica. Su protesta por la expulsión de su mejor jugador, Steiner, poco antes del descanso, fue la gota que derramó el vaso de una tensión ya subida de tono antes de los Juegos. España recogió el agua de carambola, porque en lugar de dejarse el segundo puesto sin ganador fue escogida para disputarla frente a Holanda. La victoria por 3-1, curiosamente, fue la primera casi en una cumbre que terminaría de alcanzar ante el mismo rival 80 años después, por 1-0, en Sudáfrica 2010. Los Juegos eran entonces el gran título del fútbol hasta que empezaron los Mundiales en Montevideo 1930.
José de Amezaga y Francisco Villota ganaron la cesta punta de París 1900, el primer oro olímpico español. Pero en aquellos segundos Juegos, originales o caóticos, según se mire, ya hubo la primera rareza. José de Madre integró con el estadounidense McCreery y los británicos Freake y Buckmaster un equipo mixto que fue segundo en polo. Difícil de contabilizar un cuarto de medalla, pero así era en los viejos tiempos extraños de reglar. En el fondo, incluso podía verse desde la idea de que los Juegos se crearon como una competición individual. Pero los deportes colectivos y, sobre todo, el inevitable nacionalismo, dieron protagonismo a los países. La edición parisina fue muy singular con pruebas inventadas sobre la marcha, con premios en metálico, incluso, y que el COI acabó borrando de su palmarés hace 10 años. Como el tiro de pichón, que aprovechó para ganar una supuesta plata Pedro José Pidal y Bernaldo de Quirós. El asturiano marqués de Villaviciosa era cazador, entre sus muchas facetas, y había ido a la Exposición Universal que se celebraba a la vez.
Sin embargo quedan otras medallas españolas imborrables. Suecia ganó los tres primeros oros de la hípica por equipos en el olimpismo y España, el cuarto, en Amsterdam, 1928. ¿Integrantes? Tres militares, uno de ellos, noble. No podía ser de otra manera. El marqués de los Trujillos, montando a Zalamero, José Navarro Morenés, a Zapatazo, y Julio García Fernández, a la yegua Revistada. Este y el marqués derribaron un obstáculo y Navarro hizo el recorrido sin falta. En 1984, una gestión de EL PAÍS permitió que Juan Antonio Samaranch le enviara al marqués una copia exacta de aquella medalla que le habían robado. El rey Juan Carlos se la entregó en el Club de Campo madrileño como un “Thorpe español”.
Aquel triunfo fue el día de la clausura de los Juegos. Días de suerte. En Londres, 20 años después, nuevamente Navarro, esa vez montando a Quorum, junto a Jaime García Cruz, con Bizarro, y Marcelino Gavilán y Ponce de León, sobre Forajido, logró la plata tras un potente equipo mexicano, que encabezaban Humberto Mariles y Rubén Uriza, oro y plata en la prueba individual. España ya no volvió nunca al podio pese a tener jinetes de la talla de Francisco Goyoaga o el plusmarquista de presencias olímpicas, Luis Antonio Álvarez Cervera, sexto en Los Angeles 1984. Con Luis Astolfi y Enrique Sarasola rozó el bronce en Barcelona 92. Hubiera completado un podio histórico por equipos, pero fue el “maldito” cuarto, apenas a 1,25 puntos de Francia. Hubiera sido la medalla 23 de aquellos Juegos mágicos.
Un lujo, en cualquier caso, cuando antes de la mágica cita española España sólo había sumado 26. Y 11 únicamente hasta Moscú 80. La miseria. Por eso fueron casi milagrosas la medalla de plata de Ángel León (el padre de las hermanas cantante y actriz), en pistola de aire comprimido del tiro en Helsinki 52, y las de bronce de Santiago Amat en la clase finn de vela, en Los Ángeles 1932 o del hockey hierba masculino en Roma 60. Se contaban con los dedos de las manos. Y sobraban dedos.
García Chico celebra su plata en 1992.
Incluso no hubo ninguna en Tokio 64 y tampoco en México 68, donde ya fueron logros que Mari Paz Corominas se metiera en la final de 200 espalda aunque fuera penúltima, y que Ignacio Sola llegara a tener entre tanta plusmarca maravillosa unos minutos el récord olímpico de salto con pértiga. Hoy es la final y un saltador nacido en Donetz (Ucrania), como el legendario Sergei Bubka, pero nacionalizado español, intentará ser un lejano Sola, o un más cercano Javier García Chico, el gran bronce de Barcelona 92. Ivan Bychkov, al menos, se ha metido en la final del raquítico y extraño atletismo español.
Las seis medallas de Moscú 80 y las cinco de Los Ángeles 84, salvo excepciones, resultaron más de la cuenta por las bajas de los boicoteos. Fueron, con todo, más que en Múnich 72, donde España apenas logró el solitario bronce del boxeador minimosca Enrique Rodríguez Cal o que en Montreal 76 con las dos platas del K-4 de piragüismo y el 470 de vela de Antonio Gorostegui y Luis Millet.
En Seúl 88, sin embargo, ya con todos los países en liza, bajó el nivel de nuevo a cuatro medallas. Barcelona ya había sido elegida en 1986 como sede para 1992, pero aún era pronto para que la nueva maquinaria en marcha diera frutos. El oro en vela de José Luis Doreste en la bahía de Pusan, por ejemplo, fue por su valor personal y el previo de la gran vela española; el bronce de Sergi López en los 200 braza de natación, porque se entrenaba en Estados Unidos.
Ahora, en Londres, la oleada de triunfos previos fuera de los Juegos, no se ha confirmado tanto dentro. A España le cuesta acostumbrarse a la gran cita del deporte. Mantener la inercia de Barcelona y las 22 medallas fue ya difícil en Atlanta (17). Después, a duras penas en Sydney (11), aunque se recuperó en Pekín (18). La previsible nueva rebaja ya no es por la miseria de antaño, aunque haya otra caída muy profunda en todo el país. Son historias bien distintas. Tan importante como tener los medios es saber estar. En el momento oportuno y por encima de la presión.