Cuando el padre de la duquesa de Alba fue plata

Por: | 18 de agosto de 2012

Parece que fue ayer, pero hubo un largo tiempo en que la escasez de medallas españolas era normal. No se cuestionaba como ahora. Solo se ganaban muchas en los Juegos Mediterráneos y siempre por detrás de Italia y Francia. En Juegos regionales. Los Olímpicos eran palabras mayores. La medallita, apenas. Un milagro. Sólo después de Barcelona 92, cuando el impulso organizador llevó a Carlos Ferrer Salat y a Javier Gómez Navarro a la brillante idea, al fin, de pagar el sudor olímpico de los deportistas españoles, se comprobó que bien preparados tenían dos piernas y dos brazos como los que ganaban siempre las medallas. Ni más ni menos. Se podía ya perder, pero en las mismas condiciones físicas y de motivación.

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Integrantes del equipo español de polo, plata en los Juegos de Amberes 1920.

Sin embargo, en los primeros tiempos y hasta bien pasado el franquismo, todo era una aventura de locos. O de aristócratas y militares. O con toque racial. Las medallas iniciales del deporte español, para más exotismo, fueron en deportes muy pronto desaparecidos del programa olímpico. Por estar poco extendidos, como la pelota vasca, o el polo, y este por ser también costoso de mantener, aunque no difícil de practicar para algunos. Por ejemplo, para Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, XVII duque de Alba y padre de la actual duquesa Cayetana. Junto a su hermano menor Hernando y otros apellidos nobles, Leopoldo Sainz de la Maza y Gutiérrez-Solano, y los hermanos Álvaro y José de Figueroa y Alonso-Martínez, hijos del conde de Romanones, logró la plata en los Juegos de Amberes 1920.

Fue el mismo color de metal que el más famoso conseguido por la selección de fútbol y cuyo éxito supuso un impulso clave hacia el futuro profesionalismo en España. La famosa frase de Belauste pidiendo el balón: “Sabino, a mí el pelotón, que los arrollo”, fue el símbolo de la furia. Bien distinto al desastre del equipo eliminado ahora con una técnica inútil y sin suerte, con balones en los postes y errores arbitrales en contra. Hace 92 años, en cambio, también tuvieron fortuna los legendarios Zamora, Samitier o Pichichi. Checoslovaquia debió haber sido plata, pero fue directamente descalificada al retirarse de la final contra la local Bélgica. Su protesta por la expulsión de su mejor jugador, Steiner, poco antes del descanso, fue la gota que derramó el vaso de una tensión ya subida de tono antes de los Juegos. España recogió el agua de carambola, porque en lugar de dejarse el segundo puesto sin ganador fue escogida para disputarla frente a Holanda. La victoria por 3-1, curiosamente, fue la primera casi en una cumbre que terminaría de alcanzar ante el mismo rival 80 años después, por 1-0, en Sudáfrica 2010. Los Juegos eran entonces el gran título del fútbol hasta que empezaron los Mundiales en Montevideo 1930.

José de Amezaga y Francisco Villota ganaron la cesta punta de París 1900, el primer oro olímpico español. Pero en aquellos segundos Juegos, originales o caóticos, según se mire, ya hubo la primera rareza. José de Madre integró con el estadounidense McCreery y los británicos Freake y Buckmaster un equipo mixto que fue segundo en polo. Difícil de contabilizar un cuarto de medalla, pero así era en los viejos tiempos extraños de reglar. En el fondo, incluso podía verse desde la idea de que los Juegos se crearon como una competición individual. Pero los deportes colectivos y, sobre todo, el inevitable nacionalismo, dieron protagonismo a los países. La edición parisina fue muy singular con pruebas inventadas sobre la marcha, con premios en metálico, incluso, y que el COI acabó borrando de su palmarés hace 10 años. Como el tiro de pichón, que aprovechó para ganar una supuesta plata Pedro José Pidal y Bernaldo de Quirós. El asturiano marqués de Villaviciosa era cazador, entre sus muchas facetas, y había ido a la Exposición Universal que se celebraba a la vez.

Sin embargo quedan otras medallas españolas imborrables. Suecia ganó los tres primeros oros de la hípica por equipos en el olimpismo y España, el cuarto, en Amsterdam, 1928. ¿Integrantes? Tres militares, uno de ellos, noble. No podía ser de otra manera. El  marqués de los Trujillos, montando a Zalamero, José Navarro Morenés, a Zapatazo, y Julio García Fernández, a la yegua Revistada. Este y el marqués  derribaron un obstáculo y Navarro hizo el recorrido sin falta. En 1984, una gestión de EL PAÍS permitió que Juan Antonio Samaranch le enviara al marqués una copia exacta de aquella medalla que le habían robado. El rey Juan Carlos se la entregó en el Club de Campo madrileño como un “Thorpe español”.

Aquel triunfo fue el día de la clausura de los Juegos. Días de suerte. En Londres, 20 años después, nuevamente Navarro, esa vez montando a Quorum, junto a Jaime García Cruz, con Bizarro, y Marcelino Gavilán y Ponce de León, sobre Forajido, logró la plata tras un potente equipo mexicano, que encabezaban Humberto Mariles y Rubén Uriza, oro y plata en la prueba individual. España ya no volvió nunca al podio pese a tener jinetes de la talla de Francisco Goyoaga o el plusmarquista de presencias olímpicas, Luis Antonio Álvarez Cervera, sexto en Los Angeles 1984. Con Luis Astolfi y Enrique Sarasola rozó el bronce en Barcelona 92. Hubiera completado un podio histórico por equipos, pero fue el “maldito” cuarto, apenas a 1,25 puntos de Francia. Hubiera sido la medalla 23 de aquellos Juegos mágicos.

Un lujo, en cualquier caso, cuando antes de la mágica cita española España sólo había sumado 26. Y  11 únicamente hasta Moscú 80. La miseria. Por eso fueron casi milagrosas la medalla de plata de Ángel León (el padre de las hermanas cantante y actriz), en pistola de aire comprimido del tiro en Helsinki 52, y las de bronce de Santiago Amat en la clase finn  de vela, en Los Ángeles 1932 o del hockey hierba masculino en Roma 60. Se contaban con los dedos de las manos. Y sobraban dedos.

García Chico celebra su plata en 1992.

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Incluso no hubo ninguna en Tokio 64 y tampoco en México 68, donde ya fueron logros que Mari Paz Corominas se metiera en la final de 200 espalda aunque fuera penúltima, y que Ignacio Sola llegara a tener entre tanta plusmarca maravillosa unos minutos el récord olímpico de salto con pértiga. Hoy es la final y un saltador nacido en Donetz (Ucrania), como el legendario Sergei Bubka, pero nacionalizado español, intentará ser un lejano Sola, o un más cercano Javier García Chico, el gran bronce de Barcelona 92. Ivan Bychkov, al menos, se ha metido en la final del raquítico y extraño atletismo español.

Las  seis medallas de Moscú 80 y las cinco de Los Ángeles 84, salvo excepciones, resultaron más de la cuenta por las bajas de los boicoteos. Fueron, con todo, más que en Múnich 72, donde España apenas logró el solitario bronce del boxeador minimosca Enrique Rodríguez Cal o que en Montreal 76 con las dos platas del K-4 de piragüismo y el 470 de vela de Antonio Gorostegui y Luis Millet.

En Seúl 88, sin embargo, ya con todos los países en liza, bajó el nivel de nuevo a cuatro medallas. Barcelona ya había sido elegida en 1986 como sede para 1992, pero aún era pronto para que la nueva maquinaria en marcha diera frutos. El oro en vela de José Luis Doreste en la bahía de Pusan, por ejemplo, fue por su valor personal y el previo de la gran vela española; el bronce de Sergi López en los 200 braza de natación, porque se entrenaba en Estados Unidos.

Ahora, en Londres, la oleada de triunfos previos fuera de los Juegos, no se ha confirmado tanto dentro. A España le cuesta acostumbrarse a la gran cita del deporte. Mantener la inercia de Barcelona y las 22 medallas fue ya difícil en Atlanta (17). Después, a duras penas en Sydney (11), aunque se recuperó en Pekín (18). La previsible nueva rebaja ya no es por la miseria de antaño, aunque haya otra caída muy profunda en todo el país. Son historias bien distintas. Tan importante como tener los medios es saber estar. En el momento oportuno y por encima de la presión.

La historia española se escribió sin Blume

Por: | 18 de agosto de 2012

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Joaquín Blume, con su hija de cuatro meses, en 1952

La gimnasia termina hoy con los cuatro últimos concursos de aparatos masculinos y femeninos. Ayer ganó en las anillas el brasileño Arthur Nabarrete, subcampeón mundial, aunque fuera muy discutible que superara al chino Yibing Cheng. Una vez más, las discutibles puntuaciones. Incluso hizo historia el búlgaro Iordan Iovtchev, récord de longevidad a sus 39 años, aunque acabara séptimo. Pero estuvo en la final con su constancia increíble. Y  todos efectuaron el clásico ‘Cristo’, ejemplo máximo de la imponente potencia de los gimnastas para permanecer estáticos en el aparato más movible. El ‘Cristo’ que hacía Joaquín Blume en los años 50 llenó de asombro más allá del raquítico deporte español  de aquellos viejos tiempos. Pero él nunca pudo luchar por las medallas. Le cogió muy joven Helsinki 52, la estupidez política le impidió estar en Melbourne 56 y la muerte en Roma 60. Fue la gran tragedia, el verdadero eslabón perdido que ha quedado para siempre en el recuerdo. Él fue uno de los grandes deportistas que nunca pudieron ser campeones olímpicos. La historia española, que tanto necesitaba entonces las medallas, se escribió sin él. Años después pareció ya una maldición que a Jesús Carballo, la nueva estrella, doble campeón mundial en barra fija, también se le escapara la medalla en Atlanta 96. Solo pudo ser séptimo. Tuvo que surgir el explosivo y extrovertido Gervasio Deferr para llegar en Sidney 2000 a la cumbre en el ejercicio de salto, toda una metáfora. Era capaz de tanto en los aparatos de explosión pura que repitió el oro en Atenas 2004 y sumó la plata en suelo.

Blume era uno de los pasajeros del DC-3 que cubría  la ruta Barcelona-Madrid. Necesitaba hacer escala en la capital para ir a una exhibición a Tenerife. No había vuelos  directos. Sobre las cinco de la tarde del 29 de abril de 1959 el avión se estrelló contra el pico de la Toba, entre las provincias de Cuenca y Teruel, en medio de una fuerte tormenta. No hubo supervivientes y entre los fallecidos estuvo también la esposa de Blume y el grupo de gimnastas que le acompañaba. Nunca el deporte español pudo lamentar tanto de una pérdida tan temprana. El dominio entonces de la gimnasia estaba en poder exclusivo de soviéticos y japoneses. El español, con solo 19 años, apenas sin experiencia, sólo había tomado los Juegos de 1952 como contacto con el mundillo internacional. Quedó el 52º de 262 participantes. Pero su inmediata progresión le llevó al décimo puesto de la Copa de Europa de 1955. En la cita olímpica australiana del año siguiente hubiese podido dar ya una gran sorpresa. Pero el régimen franquista se sumó al escaso boicot internacional a aquellos Juegos por la presencia de la URSS, que acababa de aplastar el levantamiento húngaro.

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Una imagen del avión siniestrado en el que viajaba Joaquín Blume y que se estrelló en la sierra de Valdemeca, en 1959 / EFE

Aún le quedaba Roma, cuatro años después. Llegaría con 27 años. A tiempo. Incluso de mejorar. Lo demostró muy pronto. Brilló en el Campeonato de Europa de 1957 de forma fantástica. Los resultados fueron para enmarcar al tratarse de un deporte importante y más aún en aquellos niveles de miseria española en la élite. Fue todo un síntoma de lo que ya era capaz de hacer. No solo ganó el concurso individual, sino que se impuso en tres de los seis aparatos: caballo con aros, paralelas y, naturalmente, en sus preferidas anillas. Fue segundo también en barra fija. Su potencia de brazos le permitía ser mejor en los aparatos que más lo requerían. Blume superó al soviético Yuri Titov, que años después llegaría a ser presidente de la federación Internacional durante 20 años, de 1976 a 1996. Era uno de los grandes de la gimnasia de la época, cuádruple campeón mundial y con un oro por equipos más cuatro platas y tres bronces individuales entre 1956 y 1960. Pensar que Blume hubiera ganado medallas en ambos Juegos, con siete posibilidades entre aparatos y el concurso general, no resulta nada descabellado.

Al año siguiente volvió a perderse otro gran torneo, el Mundial, porque la política también se interpuso en el camino del escenario: Moscú. Hubiese sido el refrendo de su calidad ya en la élite. Pero su destino estaba marcado por la mala suerte en todos los sentidos. Al final, entre la política y un accidente, acabaron con Achim, el diminutivo de su nombre en alemán, parte del origen de su padre. El tiempo que toca vivir a cada uno es una lotería y la fortuna se convierte también a veces en una ruleta rusa fatal.

La pequeña gimnasta soviética Elena Mujina fue un caso paradigmático. Llegó a ser de las más grandes tras superar una triste infancia, abandonada por su padre y con su madre muerta en un incendio cuando tenía cinco años. No contó entre las mejores hasta que asombró en los Mundiales de Estrasburgo, en 1978. Encabezaba ya la  recuperación de la URSS ante el ‘tsunami  Comaneci’ de Montreal 76 que había humillado a toda una escuela. Incluso la legendaria Larisa Latynina había dimitido como responsable tras declarar que el único problema de la gimnasia soviética era “no tener una Nadia Comaneci”.

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Elena Mujina, en una actuación en suelo / EFE

La explosión de Mujina era un alivio soviético y se presentaba como clara favorita en casa para los Juegos de Moscú 80. Forjada desde pequeña en las desgracias, superó incluso una rotura de pierna previa, pero su coqueteo con el riesgo le iba a pasar una durísima factura. Sucedió mientras se entrenaba apenas dos semanas antes de la cita olímpica. Una maldición añadida. Estaba de moda un peligroso salto que practicaba el estadounidense Kurt Thomas, pero que suponía un riesgo enorme para las ‘niñas’. Incluso acabaría siendo retirado del código de puntuación. Mujina se rompió el cuello y quedó tetrapléjica. Tenía 20 años. Murió en 2006 a causa de un tumor cerebral.  Nunca fue campeona olímpica.

Sin llegar a la tragedia  o a la desgracia reales, dos casos en el atletismo han pasado a la historia como emblemáticos de la frustración. No lograron nunca ganar un título olímpico pese a  dominar en sus momentos récords y carreras con una autoridad aplastante. El fondista australiano Ron Clarke solo pudo ser bronce en Tokio 64 en una carrera donde el indio estadounidense Bill Mills dio una de las grandes sorpresas del atletismo con una carrera extraordinaria para un desconocido. En México 68, Clarke tuvo incluso un desfallecimiento que pudo tener consecuencias gravísimas. También allí, en la altitud mexicana, el mediofondista estadounidense Jim Ryun, plusmarquista mundial, no pudo revalidar los  éxitos que le acreditaban como el gran favorito de los 1.500 metros. Llegó recién sufrida una mononucleosis que le había dejado sin fuerzas, pero lo peor fue que tuvo enfrente a un keniano anárquico, pero genial: Kipchoge Keino, el primer gran anuncio de la marea africana que se avecinaba. Fue su verdugo y le dejó con su única plata olímpica. África pareció marcarlo para siempre. En Múnich, cuatro años después, volvió a la competición después de haberse retirado, pero tampoco le salió bien. En la serie, tropezó con dos modestos, Vitus Ashaba, ugandés, y Billy Fordjour, ghanés, que normalmente debía haber sido velocista, y se cayó. Aunque llegó con pundonor a la meta, fue eliminado. Fue su última oportunidad perdida.

Profesionalismo y dopaje sobre ruedas

Por: | 18 de agosto de 2012

Miguel Indurain cerró su excelsa carrera con la medalla de oro contrarreloj en los Juegos de Atlanta 96. Muy pocos de los grandes ciclistas de la historia subieron a lo más alto del podio olímpico. La apertura a los profesionales les pilló tarde y si no ganaron en sus primeros tiempos de aficionados perdieron las medallas para siempre. Jacques Anquetil, por ejemplo, sólo fue 12º en Helsinki, 1952.  Eddy Merckx acabó en el mismo puesto en Tokio, 1964. Un año después pasaba a profesional. Quizá por eso ahora se ha atrevido a ir a Londres pedaleando desde Bélgica para vivir la experiencia olímpica. En los últimos años, como en el tenis, el oro olímpico es ya un trofeo preciado.

Merckx, con el primer historial más completo del ciclismo, ya tuvo sus coqueteos con el dopaje. En 1969 le echaron del Giro en el que arrasaba, pero quedó en eso, en un gran escándalo, por las irregularidades del control. Como si no hubiera ocurrido. De hecho, él lo negó siempre. Incluso corrió el Tour de ese año. Pero después, como a muchos, le pillaron en dos ocasiones más con estimulantes “puntuales”. Los de la época. Ha confesado que tomaba “lo que todos” y “por lo que le decían los médicos”. No llegó a declarar públicamente: “Nos pinchábamos nosotros mismos”, como hizo el sincero José Manuel Fuente, el “Tarangu”, escalador de leyenda. Pero solo recordar la farmacia, casi una clínica, que el masajista del campeón belga, rigurosamente vestido de negro, tenía en un hotel de Calpe, en 1972, daba repelús. De la ciudad alicantina salió la Vuelta a España de aquel año, que ganó, a su estilo habitual, arrasando con seis etapas y 3m 46s de ventaja sobre Luis Ocaña, el hombre tantas veces atormentado, hasta su final.

Eran otros tiempos, pero la alargada sombra del dopaje ha alcanzado todo y el olimpismo no iba a ser una excepción. Toda persona tiene derecho a la reinserción, pero no destila la misma gloria un oro ‘virgen’, que el del sábado pasado en la prueba de ruta de Alexander Vinokúrov, sancionado dos años por dopaje sanguíneo tras el Tour de 2007. El mérito de conseguirlo a los 39 años, edad récord y 12 después de su plata en Sidney 2000, quedará siempre empañado por la sospecha de toda su carrera. 
Pero dentro de la pandemia dopante siempre quedará alguna esperanza que impida el cierre definitivo de la ya antigua farsa. Hoy se disputa la contrarreloj y Bradley Wiggins, la última gran estrella del pelotón internacional, tiene su tercera oportunidad de oro, la primera fuera de la pista. Porque el británico es de los pocos que ha pasado de rey del velódromo en la persecución a monarca de la carretera. Ha hecho el camino distinto a todos y tiene ya la mayor cosecha de medallas entre los grandes. Media docena de medallas, igualando en número total como mejor británico al remero Steve Redgrave, aunque  con menos calidad en los metales.  Incluso sumó un bronce en Madison, la prueba por parejas similar a la de puntos, en las que el español Joan Llaneras fue otro rey.

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Vinokúrov se impone en la prueba olímpica de ciclismo en ruta en Londres (GETTY)


Por algo fue obligada deferencia con el primer ganador británico del Tour su presentación especial en la ceremonia de apertura para tocar la campana de salída. Con el maillot amarillo sin publicidad, el de la pureza olímpica hipócrita solo dentro de los estadios. Tras el disgusto por no haber podido lanzar a Mark Cavendish en la carrera de ruta, le favoreció la caída del otro enorme especialista, Fabien Cancellara. El suizo, campeón olímpico en Pekín 2008, y que también fue plata en la prueba de fondo tras el desafortunado Samuel Sánchez, casi  acaba como él. Hoy se verá cuánto se ha recuperado.
Wiggins sucedió en Atenas 2004 y Pekín 2008 a su compatriota Chris Boardman, que llegó a doblar al alemán Jens Lehman en la final de Barcelona 92, algo nunca visto entre las medallas de oro y plata en solo los cuatro kilómetros de distancia. Su modelo de bicicleta quizá ayudó, pero ya no pudo con Indurain y Abraham Olano en la contrarreloj de Atlanta. Fue en cabeza las dos primeras vueltas, pero cada vez le costó más mover el enorme plato único que llevaba, se resintió en las subidas y los españoles le superaron al final por 31 y 19 segundos.


Al menos, ganó un bronce indiscutible, no como empezó a ocurrir con las medallas siguientes. En Sidney 2000, el alemán Jan Ullrich, ya ganador del Tour de 1997 y que coqueteó con  el dopaje hasta llegar a la cumbre de la Operación Puerto, no solo se impuso en la prueba de ruta ante el “prometedor” Vinokurov, sino que ganó la plata en la contrarreloj por una vez delante de su ‘muro’, Lance Armstrong. El estadounidense, rey de todas las sospechas casi confirmadas, venía de ganar el segundo de sus siete Tour. A ambos los sorprendió el especialista ruso Vyacheslav Ekimov.
Aquel bronce fue la única medalla olímpica de Armstrong, solo sexto en Atlanta 96, a 2m 23s de Indurain, y dos meses antes de que le detectaran el cáncer, que curó en apenas un año. Nunca bajó del décimo puesto en las pruebas de ruta olímpicas, aunque un año después de Barcelona 92, donde fue 14º, ganó en Oslo el título mundial profesional. Y justamente delante del corredor navarro, sorprendido por el ataque de aquel jovencito que iba a dar tanto que hablar.

Paradojas de la vida, un apellido Armstrong sí fue oro contrarreloj en Pekín 2008, a los 35 años. Kristin, campeona del mundo en 2006, pero sin nada que ver con Lance. Y lo ha vuelto a ser en Londres con 39.


En Atenas 2004 fue aún peor. Ganó contra el crono el estadounidense Tyler Hamilton, convicto y confeso de todo dopaje, y uno de los acusadores de Armstrong. Al final salió indemne, pero devolvió su medalla en 2011. Al menos no quedó como los oros vergonzantes de la RDA.
El dopaje pasó incluso en los Juegos de Roma 1960 una factura con tragedia, al estilo de la sucedida al británico Tom Simpson en el Tour. Era la segunda muerte tras la del portugués Francisco Lázaro en el maratón de Estocolmo 1912, que colapsó con los poros tapados por una crema antisolar. Los 33 grados romanos, unidos al Ronicol que ingirió, un medicamento para mejorar la circulación de la sangre indicado en la arterioesclerosis, derrumbaron al danés Knud Enemark Jensen. Fue durante la contrarreloj por equipos de 100 kilómetros, prueba desaparecida del programa después de Barcelona 92.


Aquel caluroso 26 de agosto integró el cuarteto sueco, que acabó quinto, Gosta Pettersson. Cuatro años después, con dos hermanos más, Erik y Sture, logró la medalla de bronce en Tokio 64. Ocho más tarde, con el cuarto, Tomas, subió a una plata histórica, completamente fraterna. La familia Pettersson quedó detrás de Holanda, que le sacó casi minuto y medio con un componente que prometía llamado Hendrik Gerardes Jozef (Joop)  Zoetemelk. El que fue gran segundón histórico por culpa de Merckx e Hinault (con lo que llegó a amenazar  el récord de Raymond Poulidor, el sufrido “súbdito” anterior de Jacques Anquetil), acabaría consiguiendo su redención, el auténtico oro profesional, con el Tour de 1980 y la Vuelta a España de 1979. 

El rodador Ercole Baldini, uno de los grandes italianos de la historia, también logró el título olímpico de fondo en carretera en Melbourne, 1956. Completó así una temporada gloriosa tras ser campeón mundial de persecución y batir el récord de la hora. Sacó dos minutos en la meta al francés Arnaud Geyre y al británico Alan Jackson. Pero sus delegaciones presentaron una protesta insólita, que no prosperó. Según ellos, le favoreció la sombra del coche con la cámara que filmaba tomas para ‘Cita en Melbourne’, la película de los Juegos. Fue un año antes de pasar a profesional, donde  ganaría un Giro y un Mundial en 1958, otro año mágico para él.

 


Quinto en esa final australiana fue el alemán oriental Gustav-Adolf Schur, uno de los muchos ciclistas del Este que pasarían a dominar los Juegos con la hipocresía amateur. Su compatriota Olaf Ludwig, de los pocos que llegó a ser un aceptable profesional, ganó en Seúl 88, al borde de la caída del Muro. Sergei Sukhoruchenkov, la gran estrella soviética, se impuso antes, en Moscú 80, lanzando un ataque brutal a 30 kilómetros de la meta y ganando escapado con tres minutos, la mayor ventaja desde hacía medio siglo. Corrían en los Juegos y solo la llamada Carrera de la Paz, que alternaba los trazados por sus países, o el Tour del Porvenir, creado para aficionados (y supuestos) en Francia. Pero ellos eran tan profesionales como los del Oeste. Simplemente iban disfrazados de militares o profesores de educación física, pero estaban dedicados a tiempo completo al deporte.  Juan Antonio Samaranch acabó con esa mentira a partir de 1984.

El asombro de correr descalzo 42,195 kilómetros

Por: | 12 de agosto de 2012

Correr un maratón no está al alcance de cualquiera, pero se puede conseguir. Se requieren unas mínimas cualidades atléticas, buena salud, preparación adecuada, constancia y también bastante capacidad de sufrimiento. Lo que se da por descontado es calzar unas buenas zapatillas. Muchas de las lesiones deportivas se producen por usar mal el cuerpo, pero también por no usar buen material. Por eso, cuando se recuerda la historia olímpica de esta carrera legendaria que vuelve a disputarse hoy, último día de los Juegos, todo parece reducirse a un mito: Abebe Bikila, el impresionante etíope ganador descalzo en los Juegos de Roma 60. Fue verdad, y además con una marca aún al alcance de pocos: 2h 15m 16,2s. Asombroso.

El maratón ha ofrecido todo tipo de historias. No podía ser de otra manera en una prueba que empezó desde la épica y que lleva el esfuerzo humano a sus límites. Ha habido finales dramáticos, retiradas dolorosas y hasta trampas. También se han reunido entre los ganadores nombres famosos por sus éxitos anteriores en las pistas de los estadios, como el caso del checo Emil Zatopek,  y a auténticos desconocidos. Bikila, sin duda, pertenecía a este último grupo. Aún eran tiempos en que ser etíope no garantizaba ser un gran fondista. Él fue el primero en demostrarlo. Y de una forma impactante. La idea de los organizadores romanos de que la carrera se disputara de noche por primera vez fue extraordinaria. Al igual que aprovecharon escenarios de la Roma antigua para acoger deportes, el maratón discurrió por la Via Appia, entre otras sendas del Imperio Romano y acabó en el Arco de Constantino, al lado del Coliseo. Con el recorrido iluminado por antorchas, hasta pudo parecer normal que ganara descalzo alguien salido del túnel del tiempo. A Bikila, más impresionante aún, no le afectaron ni los terribles adoquinados. Sólo le resistió hasta cerca de la meta el marroquí Abdesselem Rhadi, un fondista ya contrastado especialmente en el campo a través. Pero a aquel etíope que apenas corría su tercer maratón y logró el pasaporte incluso por un favor, aún le quedaban más hazañas.

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El etíope Bikila, en el maratón de Roma 60.

Cuatro años después, en los Juegos de Tokio, volvió a ganar. Esta vez ya calzado, con unos calcetines muy largos, muy blancos, que resaltaban aún más en sus delgadísimas pantorrillas. Ya en la modernidad, arrasó. Con 2h 12m 11,2s hizo la mejor marca mundial de la época y sacó casi cuatro minutos al medalla de plata, el británico Basil Heatley. Bikila no sólo fue un extraordinario maratoniano, sino un tipo muy singular. Si en Roma admiró con los pies descalzos, en Tokio, nada más llegar, fresquísimo, sin el menor síntoma de cansancio, se tumbó en la hierba y comenzó a hacer estiramientos de piernas. Como demostrando que podía con bastante más. De hecho incluso había sido operado de apendicitis unas semanas antes y salido de la cárcel  por verse implicado en una conspiración. Él pertenecía a la Guardia Imperial del Negus, Haile Selassie, y las revueltas que acabarían con  su poder 10 años después ya estaban en marcha.

Pero Tokio fue su despedida real. Ya no podría ir más allá. En México 68 se retiró a los 17 kilómetros, acabó su carrera deportiva, y casi su vida. Al año siguiente tuvo un accidente de coche que le dejó paralítico y en silla de ruedas. Viviría cuatro años más. No se desesperó y hasta siguió en el deporte paralímpico como tirador de arco. Pero murió de una hemorragia cerebral en 1973. Tenía sólo 41 años.

Bikila fue el primer atleta en ganar dos maratones olímpicos seguidos. Después, sólo lo consiguió el alemán oriental Waldemar Cierpinski, vencedor en Montreal 76 y Moscú 80. Antes, su compatriota y sucesor, Mamo Wolde, se impuso en México 68, pero después sólo pudo ser bronce en Múnich 72. Wolde, que tuvo siempre a Bikila como su modelo a seguir, incluso se pareció a él en que acabó en la cárcel, fruto de las tensiones vividas en su convulso país.  El último gran etíope, Haile Gebreselassie, se fue con récord del mundo de maratón, pero no con un título que también merecía. Sí lo ganó su compatriota Gezahenge Abera en Sidney 2000.

Una lástima española toca de cerca. Abel Antón, nada menos que doble campeón del mundo en Atenas 1987 y Sevilla 1999 nunca lo fue olímpico. Debería haber tenido esa gloria como su cercano Fermín Cacho. Un día como hoy que finalizan otros Juegos y España ha “sprintado” al final para volver a las mejores cosechas mejores después de Barcelona 92 se echa especialmente de menos que el atletismo se haya ido de vacío. Cualquier tiempo pasado a veces si es mejor. Se falla en unos deportes y se acierta en otros, suele ocurrir, pero hay errores especialmente dolorosos. Importantes.

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Aberta, tras ganar el maratón de Sidney 2000.

Emil Zatopek fue el oro olímpico más famoso llegado desde la pista al maratón. Él sí puso la guinda del excelso pastel de sus Juegos de Helsinki en 1952 y de toda su deslumbrante carrera. Realmente hizo lo que no pudo Paavo  Nurmi en Los Ángeles 1932, porque el puritano amateurismo le impidió demostrar la supremacía que tenía en todos los fondos de aquellos primeros años. Dos compatriotas suyos sí lo consiguieron. El primero, el más importante, Hannes Kolehmainen, otro ilustre de aquella “armada” nórdica en la que también se incluyó Ville Ritola. Ganó en Amberes 1920. El segundo, Albin Stenroos, bronce en los 10.000 metros de Estocolmo 1912, se impuso en París, 1924 ya con 35 años. El último gran fondista finlandés, Lasse Viren, fracasó en el maratón. Le pudo una diarrea en Moscú 80. Con sus coqueteos sanguíneos todo sobre él eran sospechas.

Los triunfos en el maratón olímpico, tal vez por su planteamiento extremo, han estado muy repartidos desde el primero de Spiridon Louis hasta que el dominio africano parece ya un hecho. Pero no ha estado tan claro como en el fondo de la pista. La etapa  de Bikila y Wolde se cortó con victorias de europeos en cinco ediciones y hasta de un surcoreano en Barcelona 92. Después, el surafricano Thugwane, en Atlanta 96,  y Abera, parecían cerrar el coto, pero lo desmintió el italiano Stefano Baldini en Atenas 2004. Hoy se puede confirmar lo que es ya norma habitual en los grandes maratones, la aplastante superioridad keniana y etíope. El éxito de Samuel Wangiru en Beijing 2008, el primer keniano ganador del maratón olímpico, fue sintomático.

Al parecer, todo cabe en la carrera más larga. Incluso casos chocantes dentro del dominio general de países contrastados en el atletismo. No ya que Francia empezara muy pronto a sacar partido colonial con las victorias de Boughera El Ouafi, en Amsterdam 1928, y Alain Mimoun, en Melbourne 56, oros de origen argelino. Lo más exótico fueron las victorias de los argentinos Juan Carlos Zabala, en Los Ángeles 1932, y Delfo Cabrera, en Londres 1948. No han vuelto a existir maratonianos de ese nivel por el Río de la Plata. Ni descalzos de ningún lugar.

Juegos colectivos, feministas y, a veces, agresivos

Por: | 11 de agosto de 2012

En 1964, cuando se vieron por primera vez en España los Juegos Olímpicos con una audiencia apreciable, hubo un deporte que sorprendió especialmente. Debutaba en aquella cita de Tokio: el voleibol. No es que fuera desconocido, pero la ignorancia y el endémico desprecio a casi todo lo que no girara alrededor del fútbol, como si no pudiera ser compatible, llevaba a muchos a decir: “Eso es de mujeres”. Pero con las imágenes de las japonesas ganadoras del primer oro todo empezó a cambiar. En hombres se impuso la URSS, pero la sorpresa fue femenina. La hacían tan bien como ellos y desde luego, se ganaron el respeto. Aquello era bastante más que pasar el balón por encima de la red. Era pura estética, potencia para el salto y los remates, flexibilidad enorme para las recepciones. Y todo eso lo hacían mujeres, más bien pequeñas de estatura. Un asombro. Estaba claro que eran palabras mayores. Un deporte de equipo más, el último de los grandes que llegó al programa olímpico, entraba para quedarse con fuerza. De hecho, en poco tiempo, la Federación Internacional de Voleibol se convirtió en el organismo con más países afiliados y fue la primera que superó los dos centenares de afiliados.

Si Pierre de Coubertin hubiera levantado la cabeza le habría dado un pasmo. Él tenía una idea del olimpismo exclusivamente machista e individual. Lo primero se enmarcaba en la sociedad de finales del siglo XIX, aunque no fuera justificable. Lo segundo sí tenía alguna explicación, pero no podía ser factible.

MissyFranklyn
La estadounidense Missy Franklyn. / Lavandeira jr (efe)

Las mujeres tenían que estar en los Juegos no solo porque fuera justo, sino porque la sociedad lo iba a ir exigiendo. Pero les costó entrar porque había bastantes más machistas que Coubertin y los sigue habiendo. Buen ejemplo de que su presencia no ha sido un asunto fácil, es lo más reciente. Un siglo después se considera un éxito que algunos países se dignen a enviar por primera vez representantes femeninas. Y con limitaciones. Será simbólico, pero aún vergonzante. Y quizá lo sea aún por mucho tiempo. Guerras, religiones…El olimpismo ha sufrido ya de todo.

Entre hoy y mañana se disputan todas las medallas de los deportes de equipo. Coubertin se opuso siempre a que se instalasen en el programa. Temía que el patriotismo derivado de las confrontaciones destruyese su proyecto de fraternidad a través del deporte. Pensaba, y con razón, que el atleta individual no solo pertenece a un país, sino a la comunidad deportiva universal. Se le puede admirar por sus hazañas independientemente de su nacionalidad. Pocos equipos logran eso. Serían casos excepcionales como el Dream Team o la selección española de fútbol ahora. Pero siempre estarán más expuestos a las batallas nacionales. Usain Bolt, en cambio, no es solo jamaicano, es de todo el mundo. Incluso en las modalidades individuales de combate el riesgo de roce patriótico es mucho menor.

Pero Coubertin perdió muchas batallas y transigió muchas veces, porque en el fondo sabía que su proyecto no saldría adelante sin los elementos que iban conformando el deporte moderno. El olimpismo no podía estar de espaldas a ello porque corría el grave peligro de morir en soledad. Los primeros Juegos de Atenas, en 1896, fueron completamente individuales. Pero los deportes de equipo irrumpieron en París, 1900, con el waterpolo, el fútbol y el rugby. Los primeros juegos en agua y en tierra. El escenario francés de la segunda edición explicó la convocatoria del deporte del balón ovalado.

Y fue precisamente el rugby, cuya variante ligera con siete jugadores, más manejable, ya será olímpica en los próximos Juegos de Rio en 2016, el que dio la razón a Coubertin sobre los riesgos de la violencia. Estados Unidos osó ganar a Francia en su propia casa, durante los siguientes Juegos parisinos, en 1924, y se produjeron incidentes lamentables. Tantos, que el rugby de 15 jugadores desapareció del programa tras cuatro ediciones para no volver jamás. Incluso después, en una especie de venganza, causó uno de los mayores daños al olimpismo. Su orgullo de ir por libre le llevó a ser el único deporte que no aisló a Sudáfrica  durante su apartheid. La gira que hizo Nueva Zelanda por el país con sus All Blacks coincidiendo con los Juegos de Montreal 76 provocó la ira de los países africanos. Al negarse el COI a atender su petición de expulsar a los neozelandeses de los Juegos se retiraron casi en masa. Fue el primer gran boicoteo antes de los de Moscú 80 y Los Ángeles 84.

WATERPOLO
La capitana de la selección española de waterpolo, Jennifer Pareja. / miguel medina

El hockey sobre hierba fue el siguiente deporte que ingresó en el programa olímpico. Lo hizo en Londres 1908, aunque se perdió Estocolmo 1912.  Gran Bretaña ganó los dos primeros torneos, pero desde Amsterdam, 1928, la India arrasó con ocho títulos en uno de los grandes dominios históricos ejercidos en un deporte olímpico. Solo Pakistán, otra rama desgajada, le cortó la racha en Roma 60 y logró dos oros más. Luego, los dos se perdieron. El brillo pasó a ser europeo, alemán y holandés, sobre todo, pero también británico nuevamente, junto a australiano y neozelandés. Ahora en Londres, si se mira al pasado, resulta increíble el 7-0 encajado por los pakistaníes ante Australia, el 4-1 ante Gran Bretaña y su puesto séptimo final. O las goleadas sufridas por la India, 5-2 con Alemania, posible ante una potencia que aspira a un nuevo oro hoy ante Holanda, pero especialmente humillantes ante Corea, 4-1, y Bélgica, 3-0. Solo podrá ser undécima cuando en Berlín, 1936, camino de uno de sus títulos, por ejemplo, se impuso a Alemania, 8-1. Cómo cambian los tiempos.

El baloncesto empezó allí, en Berlín, con el casi eterno y conocido imperio estadounidense. ¿Habrá otra excepción mañana?. El balonmano no lo hizo hasta Múnich, en 1972. Fue con el aval alemán, que había metido ya la antigua modalidad de 11 jugadores en sus Juegos, pero que no cuajó hasta que se extendió el actual de siete. El poder del Este europeo se mantuvo largos años hasta repartirse después. Sucedió como en voleibol, waterpolo y fútbol en esos años. Cuando los profesionales solo eran militares y profesores de educación física pagados a tiempo completo para el deporte.

Es indudable que los equipos, al identificarse con los países, han exacerbado las tensiones de la competición en sí.

En waterpolo se produjo una de las grandes batallas olímpicas, de las más conocidas. El durísimo choque entre Hungría y la URSS de Melbourne 56, tras la invasión soviética y la entrada de los tanques en Budapest. La cara ensangrentada del húngaro Ervin Zádor, agredido por Valentin Prokopov, ha sido una de las imágenes menos olímpicas de la historia. Pero la violencia ha sido muchas más veces sin trasfondo político. No solo Checoslovaquia se retiró de la final de fútbol de Amberes 1920 indignada por las decisiones arbitrales. Perú no quiso volver a repetir un partido contra Austria tras los incidentes del primero en Berlín y se retiró. Las protestas contra la organización alemana llegaron al extremo de que se atacara el consulado alemán en Lima y a la negativa de descargar barcos alemanes en el puerto de El Callao.

Pero mucho peor fue lo protagonizado por los jugadores uruguayos de baloncesto en Helsinki 52. Agredieron repetidamente al árbitro estadounidense indignados por sus decisiones en un partido contra Francia. Y lo más sorprendente fue que tras ser expulsados del torneo dos de ellos el resto continuó guerreando y ganó el bronce en otra batalla con su vecina Argentina. El partido terminó con cuatro jugadores uruguayos en la cancha y  tres argentinos.  Era baloncesto, solo eso.

No hay fotos elocuentes, que se sepa, de aquellos momentos, pero sí de la agresión del boxeador español Valentín Loren al árbitro húngaro Gyorgy Sermer tras ser descalificado en un combate de los pesos plumas en los Juegos de Tokio 64. Fue completamente individual, no de equipo, y tampoco ha sido el único en arremeter contra los colegiados en la historia, pero lo suyo fue de lo más estridente. Casi colectivo, de equipo completo. Su jab de izquierda en pleno rostro del asombrado Sermer fue de auténtico KO vergonzoso y quedó como deshonra gráfica para la historia más lamentable. “Perdí los estribos”, ha dicho siempre.

 

Los hombres totales

Por: | 09 de agosto de 2012

La imagen de dos atletas abrazados, exhaustos, la noche del 6 de septiembre de 1960 en el Estadio Olímpico de Roma es uno de los símbolos del deporte universal. Rafer Johnson, estadounidense, y Yan Chuan-kwang, taiwanés. Rivales, pero amigos, estudiantes en la UCLA (Universidad de California Los Ángeles). Acababan de correr los 1.500 metros que cerraban el decatlón, más de medio siglo después. Serán otros protagonistas, otra imagen, pero la misma sensación de estar ante los atletas más completos, los hombres totales.

El estadounidense Rafer Johnson resistió en la calurosa noche romana al taiwanés Yan Chuan-kwang, mejor especialista en la carrera, rebajando su marca personal por casi cinco segundos. Cedió sólo uno, suficiente para ganar la medalla de oro que acariciaba después de las nueve primeras pruebas. Johnson, ya recordman mundial, alcanzó así la gloria del atleta más completo que le había arrebatado su compatriota Milton Campbell en los anteriores Juegos de Melbourne 56. En ellos fue plata y se quedó sin el honor de ser el primer afroamericano en conseguirlo. Claramente le afectó una lesión que ya le impidió días antes saltar longitud, prueba para la que también se había clasificado.

ASHTON EATON
Ashton Eaton, durante estos Juegos. / DYLAN MARTÍNEZ (REUTERS)

Pero cuatro años después su pugna con Yang agrandó aún más su triunfo con sabor a revancha. Fueron dos estrellas más de aquellos memorables Juegos con nombres legendarios como su compatriota Wilma Rudolph, la velocista que superó la poliomelitis, o el maratoniano etíope de los pies descalzos, Abebe Bikila.

Por algo Johnson, californiano de adopción, fue el escogido para encender el pebetero olímpico de Los Ángeles 84 como último portador de la antorcha. El decatlón era mucho más venerado en tiempos pasados. Se valoraba enormemente al atleta global del que llegaban noticias más maduradas, sin el impacto televisivo de ahora con las explosiones puntuales por muy imponentes que sean. Porque dominar 10 pruebas distintas sólo está al alcance de unos privilegiados. Johnson fue muy valorado, incluido su país, trato que no parece tener ahora el reciente plusmarquista mundial, Ashton Eaton, favorito también hoy para el oro. Ser el segundo hombre en superar los 9.000 puntos parece mucho menos valioso que las piruetas de las gimnastas o los récords en las piscinas. El título olímpico, al menos, le servirá para paliarlo. En la primera jornada apenas bajó un poco el nivel de la conseguida el día del récord, hace poco más de un mes, pero ya ha declarado que lo único que quiere ahora es ganar la medalla dorada. Lógico. Eso le dará fama, dinero y tiempo para volver a pensar en récords.

Fama y dinero, ambas cosas se unieron, para bien y para mal, en el primer hombre total, su legendario precursor y compatriota, James Francis Thorpe. Fue el primero reconocido y quizá el más grande. Idolatrado desde principios del siglo pasado y mucho más después. Sus proezas y las vejaciones que sufrió se extendieron mucho más allá del decatlón.

THORPE
James Francis Thorpe

Wa Tho Huk, Sendero Luminoso, fue el nombre que le puso a Thorpe su madre, mitad francesa, mitad india potawatomi y kikapú. Su padre también era una mezcla de irlandés y de los sac y meskwaki. El  rostro de aquel superdotado, en todo caso, parecía mucho menos irlandés que su apellido, y bastante más identificable con las praderas de Oklahoma donde se crió. Curiosamente, bien distinto al Ian australiano, el rubio nadador que también tiene James de segundo nombre y que asombró en las piscinas un siglo después. De hecho, Wa Tho Huk es considerado el gran héroe de la nación Sac y Meskwaki.

Desde bien pequeño admiró por su capacidad para cualquier deporte. Empezó jugando al fútbol americano y al béisbol, algo que le pasaría una tremenda factura. Llegó al atletismo, como ha sucedido muchas veces en la historia, porque un entrenador se fijó en sus cualidades excepcionales. Eran tantas y tan variadas que para los Juegos Olímpicos de Estocolmo, en 1912, hace un siglo, no sabían bien los técnicos en qué pruebas era mejor inscribirle. No tenía mucha experiencia, pero le prepararon un programa ‘estilo Phelps’. Empezó ganando el pentatlón el 7 de julio. Era un decatlón de un día, repetitivo, por lo que sólo duró dos Juegos más, hasta París, en 1924. Se disputaba con la longitud (Thorpe saltó 7,07 metros), lanzamiento de jabalina (46,71 con sólo dos meses de entrenamiento), disco (35,75), 200, la única prueba diferente (22,9s) y 1.500 metros (4m 44,8s). Al día siguiente, como si ya fuera un sextatlón, fue cuarto en el concurso individual de altura con 1,87 metros, a seis centímetros del oro. Después, tuvo cuatro días para descansar hasta que el 12 volvió a saltar la longitud individual. Hubiese vuelto a ser cuarto de repetir la marca del pentatlón, pero con 6,89 acabó séptimo. No era genial en ninguna prueba, pero sí magnífico en todas y así lo demostró a partir del día siguiente en el decatlón. Hizo 11,2s en 100 metros; 6,61 metros en longitud; 13,04 en peso; 1,86 en altura; 51,7s en 400; 15,7s en 110 vallas; 44 metros en disco; 3,50 en pértiga; 50,32 en jabalina y 5m 11s, agotado, en los 1500. Todo, conviene no olvidarlo, en 1912, hace 100 años.

El decatlón en aquellos Juegos suecos se disputó en tres días por el gran número de participantes. No le vino mal a Thorpe, que iba a sumar 17 pruebas en el plazo de nueve días, seis en los dos primeros y 11 en los cuatro últimos. Su último alarde de polivalencia se saldó con récord del mundo y una marca que aún  hubiera sido plata 36 años más tarde en los Juegos de Londres. Allí ganó su compatriota Robert Mathias. Ambos se parecieron en que su calidad superó sobradamente a su inexperiencia. Mathias logró su primer oro con unos increíbles 17, pero repetir en Helsinki 52 y convertirse en el primer doble oro olímpico. A Thorpe, en cambio, se le acabó todo. No sólo por la I Guerra Mundial. Perdió su guerra particular un año antes, en 1913, cuando le acusaron  de profesional por sus partidos de fútbol americano y béisbol y le quitaron las medallas como si fuera un apestado. Pasó de héroe a villano. Sólo a iniciativa de Juan Antonio Samaranch, muchos años más tarde, se las devolvieron a su familia.  Pero el daño ya era irreparable. Vivió y murió suspirando siempre por sus medallas.

La historia olímpica ha dado otros decatlonianos extraordinarios, pero ninguno pudo hacerle olvidar. Al igual que ocurrió con Owens, siempre quedará la incógnita de cuánto más pudo asombrar sin hipocresías amateurs ni guerras. El británico Daley Thompson, por ejemplo, venció en los dos Juegos del desencuentro, Moscú 80 y Los Ángeles 84. El checo Roman Sbrle plata en Sidney 2000, ganó en Atenas 2004 y fue el primer atleta en superar los 9.000 puntos. Pero siempre quedará Thorpe. Allá por principios del siglo XX.

El sexo de los ángeles

Por: | 08 de agosto de 2012

El deporte es masculino y femenino, pero a veces ha sido neutro. O indefinido. No todas las grandes atletas fueron mujeres por encima de toda duda razonable. La falta de controles de sexo dejó también en los podios olímpicos incógnitas sin resolver. Sólo después de los Juegos de Tokio 64, donde los casos parecieron multiplicarse, el panorama empezó a clarificarse. Pero antes hubo ejemplos elocuentes de que el sexo de los ángeles en las pistas estaba desviado.

Eva Klob
La atleta polaca Eva Klobukowska.

El 16 de octubre de 1964, la polaca Eva Klobukowska logró en la pista de ceniza del estadio olímpico de la capital japonesa la medalla de bronce en los 100 metros. Ganó la gran Wyomia Tyus, una insigne sucesora de la memorable Wilma Rudolph de Roma 60 y que repetiría el oro en México 68. Klobukowska ya no podría llegar. Incluso consiguió el oro en el relevo con la ayuda inestimable de su ilustre compatriota Irena Szewinska. Ésta hizo la primera recta y ella la final. Así pudo subirse a dos podios femeninos. Pero casi tres años después, el 15 de septiembre de 1967, la Federación Internacional de Atletismo, tras finalizar un estudio de sus cromosomas, le prohibió seguir participando como mujer. En 1965 incluso había superado el  récord del mundo y en 1966 ganó el título europeo. Sus rasgos masculinos levantaron sospechas desde que llegó a la élite, pero su caso aún crea dudas de si ahora se le hubiera permitido competir. Los más recientes recelos sobre el poderío y la fisonomía de la mediofondista Caster Semenya, por ejemplo, acabaron en nada tras un largo estudio sobre su condición. Existen niveles tolerables y dudas, siempre dudas. Son inevitables y cuando la sudafricana corra hoy en la primera serie de los 800 se recordará.

Polonia, curiosamente, produjo la primera atleta polémica en la cumbre: Stella Walasiewicz, nacida en 1911 en una aldea de la baja Silesia. A los pocos años de vida emigró con sus padres a Estados Unidos, donde ya viviría siempre. En 1932 saltó a la fama con su triunfo en los 100 metros de los primeros Juegos de Los Angeles. Corrió por Polonia, pues aún no se había nacionalizado estadounidense. También en Berlín, 1936, donde fue plata. Sus facciones y hasta su fuerza, pues también fue sexta en lanzamiento de disco en la ciudad californiana, siempre crearon suspicacias. Fue la primera teórica mujer que bajó de los 12 segundos en el hectómetro. Pero eran viejos tiempos y no se hizo nada.

SEMENYA
La sudafricana Caster Semenya. / JOHANNES EISELE (AFP)

Todo se descubrió muchos años después y por unas circunstancias trágicas. Stella, que pasó a americanizar su apellido a Walsh, fue asesinada en el aparcamiento de un supermercado en Cleveland (Ohio), donde vivía. Se había casado, pero no tenía hijos. La autopsia reveló que tenía sexo “indeterminado”, lo que se conoce como mosaicismo, la coexistencia en una misma persona de dos o más líneas celulares con distinta constitución cromosómica. Walsh tenía órganos sexuales masculinos que no funcionaban y ninguno femenino. Su marido, que se separó de ella en 1964 tras ocho años de matrimonio, declaró que sólo habían hecho el amor una o dos veces en ese tiempo y tras insistir ella en apagar la luz de la habitación.

Fueron casualmente dos casos polacos, pero si hubo un país que acaparó el misterio sexual en el deporte fue la antigua URSS. Y una familia. Dos hermanas, las atletas Tamara e Irina Press. Ambas desaparecieron de las grandes competiciones cuando empezaron los controles de sexo. Con 27 y 25 años aún podían haber engordado largamente su saco de títulos y récords. Tamara, una máquina imparable, especialmente. Dijeron para justificar sus retiradas que querían irse invictas y escribir libros. Nunca confesaron sus misterios. Tamara, lanzadora de gran corpulencia, con 1,80 metros de estatura y más de 100 kilos de peso, ganó el peso en Roma 60 y Tokio 64, y también el disco en la capital japonesa. Irina, más baja y delgada, con 1,68 metros y 62 kilos, era una atleta completísima. Venció en los entonces 80 metros vallas de Roma y en el pentatlón de Tokio.  Nadie la vio jamás desnudarse en un vestuario.

Fueron los casos más sonados, pero en aquella época también desaparecieron bruscamente varias atletas soviéticas más de las que todo el mundillo atlético sospechaba con su aspecto viril, voces gruesas y un cargamento de maquinillas de afeitar:  la más veterana Alexandra Chudina, plata en el pentatlón de Helsinki 1952 y bronce en altura; Tatiana Chelkanova, plusmarquista mundial de longitud, aunque sólo bronce en Tokio, y María Itkina, sin medallas olímpicas, pero que llegó a batir el récord mundial de 400 metros y a ser campeona de Europa.

Años después, la apariencia y las enormes marcas de la checoslovaca Jarmila Kratochvilova causaron sensación. Pero no tuvo problemas en los controles. Ni de sexo, ni de dopaje. ¿Estaba en todos los filos de la navaja? Para muestra de la sospecha o del asombro, aún se mantiene su récord mundial de 800 metros, el impresionante 1m. 53,28s, desde el 26 de julio de 1983. Una coincidencia de especialidad con Semenya, que tiene como marca personal 1m 55,45s.  

La esquiadora austriaca Erika Schinegger, campeona del mundo en Portillo (Chile), en 1966, no llegó a participar en los Juegos de Invierno de Grenoble, en 1968. El COI le cerró la puerta y se retiró. Pero reconvirtió su vida. Se operó, pasó a ser Erik, se casó, contó su cambio en un libro y llegó a ser padre. Como transexual podría participar ya en los Juegos. Pero con sexo definido.

La historia del sexo indefinido también empezó mucho más atrás con trampa. Casi en paralelo con el caso Stella Walasiewicz, en tiempos difíciles y posibles muchas cosas. Lo de Dora Ratjen, sin embargo, tuvo poco que ver con el deporte en sí o con la identificación sexual. Fue un engaño en toda regla, una estafa. Cuarta en los Juegos de Berlín, 1936, con unos modestos 1,58 metros, confesó en 1957 que era un hombre. Cuando la descubrieron. Dijo que las Juventudes Nazis le habían ordenado pasar por una mujer. No era Dora, sino Herman. Nada menos. Los dirigentes que montaron semejante patraña no permitieron, en cambio, participar a la judía Gretel Bergmann, que había hecho una marca previa con nivel de medalla. Era cercana al récord mundial que compartían la legendaria y polideportiva estadounidense Mildred “Babe” Didrikson y su compatriota, campeona olímpica en 1932, Jean Shiley. Pero le dijeron que no tenía posibilidades. Ya había huido a Londres. Luego a Estados Unidos y escribiría su historia. La locura estaba en marcha. En un caldo de cultivo de aquella calaña, con todo lo que ocurrió, pareció un solo un juego, un esperpento sin trascendencia. Un sarcasmo.

Del viejo lobo de mar al alumno aventajado

Por: | 06 de agosto de 2012

La peripecia olímpica está llena de grandes regatistas. Muchas bahías y costas del mundo han sido escenarios de hazañas náuticas, de ganadores que incluso han traspasado después su grandeza al mar abierto. Españoles incluidos, como Iker Martínez y Xabier Fernández, ahora en horas más bajas. También ha habido su toque monárquico, con éxitos incluso de oro, como los príncipes, futuros reyes, Olav de Noruega, en la clase ‘6 metros’ de Ámsterdam, en 1928, y Constantino de Grecia, en la clase ‘dragón’ de Roma 60.

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El regatista danés Paul Elvstrom.

Pero en la vela ligera, como suele suceder en otros deportes, siempre hay privilegiados entre muchos. El británico Ben Ainslie logró el domingo el triunfo en la clase individual “finn” y sumó su cuarto oro olímpico desde Sidney 2000. Lo mismo que el danés Paul Elvstroem entre Londres 1948 y Roma 1960. Pero Ainslie empezó su gloriosa singladura olímpica con una plata en Atlanta 1996 y  ya es el regatista más laureado . Un alumno aventajado del viejo lobo de mar, del maestro. Por algo fue todo un anticipo que se le eligiera para empezar el recorrido de la antorcha olímpica en suelo británico el pasado 19 de mayo. En el emblemático Land’s end, el extremo suroccidental de las islas, llevaba el número uno en el pecho. Sintomático.

Siempre hay coincidencias y detalles cruzados. Ainslie, la gran estrella y favorito pese a sus problemas de espalda, ganó su último oro frente a otro danés, Jonas Hogh-Christensen, discípulo directo de Elvstrom. El  maestro empezó a completar su póker olímpico hace 64 años precisamente en aguas británicas. Fue en la bahía de Torbay, más al oeste de Londres que la actual de Weymouth. Con solo 20 años remontó su mal comienzo, pues no pudo terminar la primera regata. Después, ya empezó a arrollar en el Báltico, en Harmaja, al sur de Helsinki, durante los segundos Juegos finlandeses de 1952; o en la bahía de Port Philip, casi un lago interior al sur de Melbourne, en 1956, y en el golfo de Nápoles, escenario de la vela de los Juegos romanos. Allí, incluso pudo permitirse no regatear en la última prueba dada su ventaja. Se encontraba enfermo. Bien diferente al ajustado final de Ainslie esta vez. Llegaba por detrás del danés  y se dedicó a marcarle. Le bastaba con terminar delante. Fueron noveno y décimo. Con ello empataban y decidía el mejor puesto en la última regata.

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Ben Ainslie celebra su victoria en la clase 'finn'. / CLIVE MASON (GETTY)

Ainslie ya ha estado acostumbrado a finales de infarto. Por ejemplo, los dos primeros de sus medallas en  “laser”, las únicas veces que la clase estuvo en el programa olímpico. El ilustre brasileño Robert Scheidt le quitó lo que hubiera sido su primer oro en Atlanta y el joven Ainslie, a sus 19 años, creyó que había perdido su gran oportunidad de ser campeón olímpico. Pero estaba muy equivocado. Se tomó inmediatamente la revancha ante el mismo rival en Sidney con otro enfrentamiento polémico, entre protestas y reclamaciones, y siguió una larga travesía hasta convertirse en el mejor regatista mundial de vela ligera.

Más coincidencias. A Elvstroem la salud le impidió seguir asombrando en los Juegos de Tokio. Ainslie, agobiado por su físico, ha declarado que ya no puede más a sus 35 años. Sólo con técnica, por muy exquisita que sea, resulta difícil estar en la cumbre. El futuro lo dirá. El maestro danés sí siguió. Se cambió a barcos con tripulación múltiple y ya no ganó medallas, pero se mantuvo en la élite demostrando una polivalencia excepcional. Llegó a navegar en ocho tipos distintos de barcos (Ainslie, solo en dos, de momento), y fue campeón mundial en seis. Más similitudes con el británico. Logró 11 títulos universales como él,  entre 1957 y 1974. Sus alardes fueron del calibre de ganar en 1966 el Mundial de la clase 5,5 metros y un mes más tarde el de ‘star’. En esta clase rozó una nueva medalla, pero solo pudo ser cuarto en aguas de Acapulco, sede de los Juegos de México 68. Después, fue 13º en ‘soling’ en Kiel, subsede de Múnich 72, y su última presencia olímpica fue otra gesta, tal vez la mayor. Con 56 años, 36 después de su primer oro, se atrevió a participar con su hija Inge en la clase ‘tornado’, catamarán difícil de manejar y sólo asequible, en principio, a jóvenes. Volvió a ser cuarto. Frustrante, pero imponente. Ocho Juegos le contemplaron. Fue un maestro memorable. En su casa de Hellerup, cerca de Copenhague, más de una vez rompió el hielo del Báltico para poder navegar. Desayunaba incluso en posturas forzadas para preparar sus abdominales que le permitían las posturas acrobáticas habituales de los regatistas por fuera de sus barcos. Innovó toda la técnica de la vela con su talento.

Hijo de un capitán de la marina mercante, comenzó a navegar a los cinco años y a los 10 ya participaba en competiciones. Después, pareció dar clases a todos.

La vela ligera ha sido también vivero de las dos competiciones más emblemáticas, la Copa del América y las Vueltas al Mundo. Empezando por el propio Ainslie, el más reciente, pero con nombres legendarios como el neozelandés Rusell Coutts, oro en ‘finn’ en Los Ángeles 84, o los estadounidenses John Bertrand, segundo entonces, y Dennis Conner, bronce en la clase ‘tempest’ de Montreal 76; y el otro gran brasileño, curiosamente de origen danés, Torben Grael, con dos oros entre sus cinco medallas como su compatriota Scheidt.

La saga de los Doreste, Theresa Zabell, Iker y Xabi, encabeza el libro de oro español, que esta vez ha parecido bajar el pistón, como casi todos. Mañana, con todo, puede sumarse a las páginas doradas Marina Alabau. Son las principales firmas del deporte nodriza de medallas por excelencia y que ocupa un puesto destacado en la biblioteca histórica de la vela olímpica. No es fácil estar junto a otras grandes estrellas que encabezan dos triples oros: el soviético Valentin Mankin, ganador en tres clases distintas, y el alemán Jochen Schumann, en dos. Son los otros alumnos, tras Ainslie, que figuran en el lugar más destacado del cuadro de honor de la clase del maestro Elvstroem.

De los Carros de Fuego a los hombres libres

Por: | 05 de agosto de 2012

Bolt blake
Usain Bolt, primero por la izquierda, y Yohan Blake, tercero, en los 'trials' de Jamaica de este año (REUTERS)

Los relámpagos de la velocidad empezaron blancos y se fueron oscureciendo hasta volar cada vez más. Desde estadounidenses como Charlie Paddock, el primer esprínter nato, hasta jamaicanos como Usain Bolt. Su compatriota Yohan Blake le ha puesto en entredicho este año en los 100m cuando parecía intocable, pero cualquiera que sea el resultado de su duelo lo que difícilmente se romperá es el dominio de los atletas negros a estas alturas de la película más veloz. Solo hay una última excepción casi fuera de tiempo, el francés Christophe Lemaitre, pero la genética se ha acabado imponiendo siempre.

Los descendientes de aquellos esclavos sacados del golfo de Guinea y llevados como ganado a América se están tomando su cumplida revancha. Una vez resistidas las travesías calamitosas del Atlántico y la execrable esclavitud, empezó la gran remontada. Varias generaciones después, las fibras rápidas de los negros supervivientes, libres y ya bien alimentados, funcionaron como pura ley de vida. La larga historia del olimpismo también lo ha refrendado. Solo ha habido cortas interrupciones blancas y cada vez menos.

Los negreros traficantes solo escogían a los individuos más musculosos, los de ‘tipo nigeriano’. Ni se molestaban en los ‘tipos etíope o keniano’, que difícilmente sobrevivirían para el ignomonioso negocio. Era una cantera, además, que estaba más al otro lado de África, muy lejos. En todo caso, América se habría llenado de fondistas inútiles si se hubieran ido de sus altiplanicies y sobrevivido a tanto oprobio. Curiosamente, solo alguno, como Bernard Lagat, nacido, criado y entrenado en Kenia, ha dado éxitos a Estados Unidos. Pero ya en el siglo XXI cuando sigue siendo más fácil que surja un buen fondista blanco que un velocista. El ejemplo de Galen Rupp, plata en los 10.000 metros del sábado, es elocuente.

Las fibras lentas están más repartidas y las altiplanicies se pueden buscar para la preparación. Las fibras rápidas solo vienen de fábrica, de nacimiento. Y si el entorno es desarrollado, la cosecha está servida. Por eso el dominio negro empezó mucho antes en la velocidad, desde Estados Unidos. La supremacía blanca solo resistió hasta Los Ángeles, en 1932. Eddie Tolan acabó con lo que quedaba de la ‘generación Carros de Fuego’.

 

Paddock, el  vencedor en Amberes 1920, la encabezó como el esprínter más importante de principios de siglo. Tenía una curiosa manera de terminar sus carreras, con saltos de cinco o seis metros en la misma meta. No importó que Harold Abrahams subiera a lo más alto del podio en París, 1924, y él fuera quinto. O que el británico protagonizara la película… Él lo hubiese merecido más. Pero nunca fue especialmente afortunado. Solo vivió 43 años. Teniente de artillería en la Primera Guerra Mundial, murió en un accidente de aviación en Alaska durante la segunda.

El inesperado canadiense Percy Williams fue en Ámsterdam 28 el último ganador blanco antes de la primera racha negra. Tolan, ganador también en los 200 metros, se impuso en 1932 a un formidable Ralph Metcalfe que tuvo la malísima suerte de coincidir después con Jesse Owens. ¿Hasta dónde hubiera llegado el ‘antílope de ébano’ sin Hitler? Solo lo humilló en 1936, pero quedó la incógnita para siempre con la locura desatada.

Incluso fue casi una carambola que el vallista Harrison Dillard, no clasificado en su prueba en los ‘trials’ nacionales, ganara en Londres, 1948. Pareció un trámite, como el del nuevo blanco, Lindy Remigino, en la apretadísima final de Helsinki 1952. Los problemas de integración racial aún impedían un flujo suficiente de velocistas negros a la élite. Ello permitió también que Bobby Morrow fuera el penúltimo rey blanco de aquella velocidad inicial en Melbourne 1956. Y que incluso el todopoderoso Estados Unidos perdiera la tercera final en los 15 primeros Juegos en los siguientes de Roma 1960. El alemán Armin Hary, que nació tarde para encantar al nazismo, fue un privilegiado para las salidas. Difícilmente se hubiera escapado con la electrónica actual, pero en aquella época martirizó a los jueces y provocó las protestas de sus rivales. La realidad es que fue el primero en correr en 10 segundos y ya el penúltimo gran hombre blanco.

Robert Hayes fue su sustituto en la gloria de la velocidad. Y para acabar de lanzar definitivamente a los atletas negros, se le ha considerado por muchos tan gran corredor como Owens. Tenía una potencia descomunal que le dio oportunidad de ser el primer campeón olímpico en pasar al fútbol americano profesional y tener una carrera estimable. En la última pista de ceniza de Tokio 64 volvió a correr en 10 segundos y quedará otra gran duda: qué hubiera hecho en el tartán que comenzó en México 68 y que permitió volar a Jim Hines hasta 9,95s.

El último rey blanco fue una notable excepción. El poderoso soviético-ucranio Valeri Borzov ganó con total autoridad los 100 y 200 de Múnich 72, pero fue un reinado con fortuna. Aunque llegaba como favorito, los estadounidenses Eddie Hart y Rey Robinson acababan de bajar de los 10 segundos en las selecciones de su país. Pero increíblemente se despistaron con el transporte y fueron eliminados al no llegar a tiempo a correr las series. ¿Le hubieran hecho sombra al que pareció imparable Borzov? El ahora miembro del COI ganó con 10,14s por delante del tercer estadounidense, Robert Taylor, 10,24s. Pero la marea negra en la élite del atletismo ya fue imparable. Se extendió aún más al Caribe y en Montreal 76 ganó la estrella de Trinidad, Hasely Crawford. Con el paréntesis a descontar de Moscú 80, donde el boicoteo dejó el camino libre a la sorpresa del escocés Alan Wells, irrumpió la deslumbrante era de Carl Lewis.

 

El ‘hijo del viento’ fue una estrella enorme que abarcó también el salto de longitud, como Owens. Pero tuvo la suerte de poder extender su calidad en tiempos de paz. Desde Los Ángeles 84 hasta Atlanta 96. Todo un imperio. Su calidad fue tan grande que no pareció ser tan recompensada en determinados  momentos, como al cruzarse en su camino y privarle de triunfos directos un tramposo como Ben Johnson. O por no superar nunca el récord galáctico de longitud de Bob Beamon cuando lo merecía más que nadie.

Ninguno de sus sucesores, el canadiense Donovan Bailey (Atlanta 96) o sus compatriotas Maurice Greene (Sidney 2000) y Justin Gatlin (Pekin 2008) llegaron a hacerle olvidar. Mucho menos el último, sancionado por dopaje, aunque haya vuelto a la élite. Siempre estará en entredicho. Tendrá el derecho a la reinserción, pero no a la desmemoria. Usain Bolt ha sido el único que no solo ha hecho sombra a Lewis, sino que lo ha aplastado en el recuerdo con sus marcas de ensueño. Es un Lewis mejorado, más alto, más potente, que busca hoy hacer más historia, aunque ya ha escrito bastante. Es el último ejemplo de que el sacrificio real de aquellos esclavos mereció tanta pena. Al menos, desde la ignominia, sus descendientes han tomado el poder de la velocidad.

Los maravillosos vuelos de México 68

Por: | 04 de agosto de 2012

Hay años inolvidables. 1968 fue uno de ellos. No solo por el mayo francés ola Primavera de Praga. El olimpismo colocó en el pedestal de todas sus ediciones a los Juegos de México. Se quedó pequeño el Citius, Altius, Fortius que Pierre de Coubertin pronunció en la Sorbona de París en la ceremonia de creación del Comité Internacional Olímpico, como él lo llamó (y seguía a rajatabla Juan Antonio Samaranch). Al lema más rápido, alto y fuerte, copiado también religiosamente por el barón de un dominico, Henri Didon, se unió el más lejos. Todo fue más allá en la altitud mexicana. Plus uItra. Hasta el reivindicativo ‘black power’ de los atletas estadounidenses.

La edición azteca no pudo empezar peor con la matanza previa de estudiantes y activistas en la plaza de Tlatelolco. Pero deportivamente acabó siendo de una brillantez sublime. Encantó la comprometida gimnasta checoslovaca Vera Caslavska y la nadadora estadounidense Debbie Meyer logró la primera hazaña de ganar los 200, 400 y 800 metros libre. Pero el atletismo, tantas veces el rey, fue deslumbrante en muchas pruebas. Hubo la rapidez jamás vista no solo en los 100 y 200 metros (Jim Hines y Tommie Smith), sino también en la vuelta a la pista de los 400 (Lee Evans). Marcas extraordinarias y atletas fantásticos en una mayoría de pruebas. Pero los concursos tuvieron una magia especial. Los vuelos fueron inmensos. Maravillosos.

Beamon
Beamon, en el salto con el que batió el récord del mundo, en México 1968 (EFE)

Fue poco antes de las cuatro de la tarde del 18 de octubre. La vida entera de un atleta negro estadounidense se concentró en menos de un segundo. 93 centésimas en el aire. Apenas siete segundos desde que empezó su carrera. Era un día extraño. Amenazaba tormenta, pero había una temperatura ideal y los 2.240 metros de la capital azteca podían permitir una mayor penetración en el aire. Beamon, que solo tenía 8,33 metros como mejor marca, voló en el que fue su primer salto, y sería el único, hasta los 8,90. La enormidad de 57 centímetros más.

 

Fue lo nunca visto. Hubo que medir manualmente y pronto se harían las equivalencias con la longitud de tres coches. El lector del marcador electrónico no llegaba a una distancia tan descomunal. El anemómetro marcó exactamente dos metros por segundo de velocidad del viento a favor, el límite permitido. Todo se unió en un auténtico milagro. Beamon no se jugaba nada y tras una carrera rapidísima y una batida perfecta en la tabla, logró meter en el mismo instante de su prodigioso salto una energía sobrenatural. Poco después, empezó a llover.

Ya nada importó. Su compatriota Ralph Boston, el mejor saltador hasta entonces, oro en Roma 60 y plata en Tokio 64, donde fue razonablemente sorprendido por el galés Lyn Davies, quedó literalmente aplastado. Solo pudo ser bronce superado incluso por el alemán oriental Klaus Beer. Perdió el récord mundial por 55 centímetros, que compartía con el soviético Igor Ter-Ovanesyan, otro célebre saltador sin suerte olímpica y que acabó cuarto tras sus dos modestos bronces anteriores en Roma y Tokio.

A muchos grandes atletas se les ha medido por trayectorias, no solo por hazañas puntuales. De Beamon solo cabe recordar esa. Para qué más. Después se diluyó en fiestas, regalos y en el circo que se montó con un atletismo profesional, precursor, sin hipocresías, pero que no cuajó al llegar antes de tiempo. El atleta volador se perdió, pero en realidad daba igual. Ya había dado todo. Su marca casi inmortal duraría casi 23 años, hasta el 31 de agosto de 1991. Durante los Mundiales de Tokio, su compatriota Mike Powell voló hasta los 8,95 metros. Fue en su quinto salto tras llegar a 8,54 en el segundo. Tenía de mejor marca 8,66. Pero lo mágico de aquella noche veraniega fue que Carl Lewis, el rey indiscutible de la velocidad y el salto desde los años 80, rozó más que nunca la marca que parecía inalcanzable y que merecía más que nadie. Hizo la mejor serie de saltos de la historia, 8,68, nulo, 8,83 (con 2,3 metros por segundo de viento a favor, más de los dos reglamentarios), 8,91 (también con viento, por lo que no podía ser récord, aunque sí para ganar la prueba), 8,87 y 8,84. Fue una vez más la maldición de Lewis. Cuando saltó Powell el viento bajó a solo 0,3.

A Dick Fosbury le sucedió algo parecido a Beamon, pero no por una marca estratosférica, sino por un gesto ¿Con qué altura ganó el oro mexicano en salto aquel compatriota algo desgarbado y con pinta de universitario despistado? Nunca importó tan poco el cuánto y tanto el cómo. Incluso por la trascendencia de la gran pantalla olímpica el mundo bautizó con su propio apellido el salto de espaldas que ya  practicaban bastantes atletas y que empezó realmente a buen nivel una mujer, la canadiense Debbie Brill, dos años antes. Fosbury saltó 2,24 metros, récord olímpico, pero a cuatro centímetros del mundial aún en poder de uno de los más excelsos saltadores de la historia, el más perfecto en el anterior estilo rodillo ventral: el soviético-ruso Valeri Brumel. Pero a éste solo lo conocen los más aficionados.

Fosbury
El saltador Dick Fosbury (AFP)

Los altos vuelos mexicanos abarcaron a casi todo. El triple salto fue asombroso con seis atletas por encima de los 17 metros, más que nunca, y un carrusel de récords del mundo. Cinco superaron los 17,05 del polaco Jozef Schmidt, el primero en pasar esa barrera antes de convertirse en otro doble campeón en Roma y Tokio. Al final, ganó el excelente soviético-georgiano Victor Saneiev, con 17,39, ante el brasileño Nelson Prudencio (heredero del legendario Adhemar Ferreira, un doble oro más en Helsinki 52 y Melbourne 56), y el italiano Giuseppe Gentile, 17,22. El vuelo de Alfred Oerter fue distinto. Hizo llegar el disco tan lejos como para conseguir su cuarta medalla de oro consecutiva. Un prodigio de lanzador que parecía perdido entre Juegos, en cada olimpiada, pero aparecía con el tiempo justo para ganar. Incluso con suerte, porque también así se escribe la historia de los éxitos y los fracasos. Oerter la tuvo ya para empezar en Melbourne 56. Solo la lesión de Ron Drummond le permitió ocupar una de las tres codiciadas plazas del equipo estadounidense. Él había quedado cuarto en los ‘trials’, pero con el descaro de sus 20 años se permitió superar al plusmarquista mundial, su compatriota Fortune Gordien. Demostró ya ahí su garra infinita de competidor en los momentos claves. La máxima, quizá, en la final Tokio 64, cuando tuvo que lanzar con una lesión cervical. Aun a costa de agravarla se quitó el collarín que llevaba para lanzar 61 metros en su quinto tiro, lo justo para superar a otro plusmarquista mundial, el checoslovaco Ludvik Danek. Él no era de récords, sino de oros.

Beamon, Fosbury, Oerter, todos al límite de un salto, de un gesto, de una explosión.

 

Memorias Olímpicas

Sobre el blog

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Juan-José Fernández ha estado en 13 Juegos Olímpicos, seis de verano, desde Los Ángeles 84 hasta Atenas 2004, y siete de invierno, desde Sarajevo 84 a Turín 2006. Pero le ha interesado el deporte y el olimpismo desde mucho antes de ver por televisión las imágenes de Tokio 64. Ha escrito en EL PAÍS desde su fundación, en 1976.

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