La República Democrática Alemana, con apenas 17 millones de habitantes, ganó más de 400 medallas en solo cuatro Juegos Olímpicos. Empezó en México 68 y asombró en Múnich 72, Montreal 76 y Seúl 88. Su botín hubiera sido aún mayor sin el boicot a Los Ángeles 84. Pero durante 20 años causó la admiración del mundo del deporte por los éxitos que parecían justo premio a la disciplina y a los métodos más modernos de preparación. Incluso se valoró su estrategia de dedicarse a modalidades individuales que otorgaban muchas medallas para que el ruido de sus podios fuera aún mayor. Pero el halo de misterio que siempre superaba el telón de los países socialistas fue poco a poco en aumento. Las sospechas acabaron estallando con una confesión pública de que todo el entramado técnico se había soportado y mejorado al límite con el más depurado dopaje de la época.
El escándalo del velocista canadiense Ben Johnson, positivo con anabolizantes en los Juegos de Seúl 88, fue el mayor individual de la historia olímpica. Pero el colectivo de la RDA, sin producirse en plenos Juegos, solo por su desaparición política, resultó infinitamente mayor.
No ha habido castigos y la penitencia es que mientras a Johnson y a otros pillados se les borró del cuadro de honor olímpico, cientos de alemanes orientales siguen ahí, y seguirán de forma vergonzante. Con la duda de que no fueron verdad. Juan Antonio Samaranch confesó con pena que no se podía hacer nada. Correr un velo más sobre miserias que no pudieron comprobarse en cada momento. Pero resulta duro recordar que el atletismo, la natación (femenina, sobre todo), el remo o el piragüismo llegaron a ser entre los años 70 y 80 su auténtico patio particular. Solo la URSS (quizá en el mismo filo de la navaja) resistió a un rival que jugó con las cartas marcadas y que se permitió superar en el medallero de Múnich, Montreal y Seúl nada menos que a Estados Unidos.
La lanzadora de peso Ilona Slupianek fue la primera atleta alemana oriental que dio positivo en un control. Fue un claro descuido casero de la maquinaria médica que ‘lesionaba’misteriosamente a bastantes deportistas antes de grandes competiciones. Se borraba a los que no se había podido ‘limpiar’ y no llevaban al extranjero el sello de garantía ‘anticontrol’ de turno. Slupianek cayó en 1977 tras ganar la Copa de Europa. No quiso implicar a nadie y hasta echó la culpa a los controles, porque eran “arcaicos”. En 1980, en Moscú, donde ganó el oro olímpico con un tiro de 22,41 metros, muy cerca de su récord del mundo, no le pasó nada.
(Marita Koch, en 1985 / REUTERS)
Slupianek es uno de los tremendos casos de supervivencia consentida por falta de pruebas en los podios y en las listas de récords. Aún es plusmarquista olímpica 32 años después. Lo mismo que el relevo de 4 x 100, con 41,60s. Desde Seúl 1988 se mantienen también los 72,30 metros de Martina Hellmann en lanzamiento de disco y los 22,47 de Ulf Timmerman en peso. Este, como el discóbolo Jurgen Schult, aún poseedor del récord mundial con 74,08 desde 1986, siguió compitiendo, pero su nivel de marcas bajó sospechosamente. Como el de casi todos.
La RDA conserva otras tres plusmarcas mundiales desde hace largos años. Reinar después de morir nada dignamente. Gabriele Reinsch también posee la de disco, lograda tres meses antes de quedar solo séptima en la final olímpica de 1988 que ganó Hellmann. Los récords más antiguos fueron conseguidos en la Copa del Mundo de Canberra, en 1985. El relevo corto bajó hasta 41,37s y la maravillosa Marita Koch, uno de los mayores misterios, corrió sus intocables 400 metros en 47,60s.
No todos los récords supervivientes con duda son de la RDA. También los de 800 femeninos, el mundial de la fornida y no menos sospechosa checa Jarmila Kratochvilova, 1m,53,28s, en 1983, y el olímpico (y anterior mundial) de la soviética Nadezhda Olizarenko, 1m 43,43s conseguido en la final de Moscú tres años antes. También resisten un tanto vergonzantemente los de peso, el femenino de la soviética Natalia Lisovskaya, gran rival de Slupianek, con 22,63 desde 1987, y el masculino del estadounidense Randy Barnes, gran rival de Timmermann. Sus 23,12 metros de 1990 fueron poco antes de ser sancionado dos años por dopaje. Nada menos. Lisovskaya se casó precisamente con otro lanzador y plusmarquista célebre, Yuri Sedykh, que también sigue con el récord mundial de martillo desde 1986, con 86,74 metros. En todo caso, pareció la pareja menos sospechosa.
Para sospechas de calibre, las estratosféricas marcas en 100 y 200 metros de Florence Griffith en 1988. Sus 10,49s, récord mundial de 100, y 10,62s, olímpico, y el doble récord de 200, 21,34s, han sido inalcanzables incluso 20 años más tarde para la posible sucesora, convicta y confesa de dopaje, Marion Jones. Quizá por algo aquella increíble atleta desapareció de las pistas tras un año de mejorías sobrenaturales. Incluso vestida con un mono nunca visto antes y después imitado por Cathy Freeman, última relevista de la antorcha olímpica en Sidney 2000 y ganadora de los 400 metros. Pero la aborigen australiana no era extraterrestre.
Sí se salieron del mundo normal, pero sin razones aparentes de dopaje, el vuelo de 8,90 metros de Bob Beamon en México 68, el más eterno récord olímpico, y el de su sorprendente sucesor en el récord mundial, Mike Powell, 8,95 en los campeonatos de Tokio 91.
En la nueva Alemania pocos deportistas orientales se reconvirtieron al gran nivel, síntoma inequívoco de que la enfermedad dopante era endémica. El caso de la longeva y laureada saltadora de longitud Heike Drechsler fue elocuente. Entre otras denuncias desgarradoras, la ex lanzadora de disco Brigitte Berendonk, que huyó en 1958 de la RDA, probó en un libro que a Drechsler la habían dopado a principios de los 80. Ni ella se salvó, y fue, supuestamente, la más reinsertada entre los mejores.
Pero al menos fue un caso especial de longevidad como el de la legendaria piragüista Birgit Fischer. Plusmarquista de medallas y con el mérito añadido de regresar a la gran competición tras haber dejado de participar en varios Juegos.
La mayoría de campeones olímpicos de la RDA ha callado o simplemente ha dicho que no sabían nada. El dopaje era parte del sistema, de la alimentación genérica para estar en la élite, una forma de vida. Y no iban a protestar cuando una medalla suponía una casa o un coche, el equivalente un estatus de lujo en “El país que nunca existió”, como bien tituló su libro el último embajador español en Berlín Este, Alonso Álvarez de Toledo.
Hoy se disputa la final de los 200 metros libre de natación. Hasta que en Pekín 2008 la italiana Federica Pellegrini lo pulverizó con 1m 54,21s, aún figuraba en la lista de récords olímpicos Heike Friedrich, la última resistente durante 20 años. Con 1m 57,65s quedó a una décima de su récord mundial en Seúl 1988, donde su compatriota Kristin Otto fue la última reina alemana oriental ganando seis medallas de oro luego casi olvidadas. Ambas desaparecieron con la caída del Muro, como la mayoría. Sí cuajó, curiosamente, Franziska von Almsick, un producto inicial de la RDA, que batió el récord de Friedrich, y logró 10 medallas olímpicas, pero ninguna de oro. Solo oros mediáticos por su belleza, al estilo de la patinadora de hielo Kattarina Witt.
Fueron dos excepciones en una ‘armada’ alemana oriental donde la corpulencia generó siempre rechazo tras asumir su aplastante dominio. Pero al final, para un cuadro de honor, da pena creer que espaldistas como Ulrike Richter o Roland Matthes fueron mentira. Y que la mujer de este, Kormelia Ender, la otra gran joya de Montreal 76 junto a Nadia Comaneci, tampoco fue verdad. O la polivalente Petra Schneider. Lamentablemente, hubo tantas estrellas que duraron tan poco, literalmente quemadas, que al recordarlo en el contexto del largo proceso del dopaje posterior, casi no hubiese hecho falta la confesión de que la RDA fue una gran impostura.