El remo en los Juegos de Londres tiene un sabor especial. Añejo. El que más. Se disputa en el moderno canal de Eton Dorney, pero el espíritu no puede cambiar. Que el mundo del deporte vuelva a territorio británico es regresar a los orígenes. Muchas de las modalidades modernas nacieron, se reglamentaron y se exportaron a Europa y al resto del mundo desde las islas. Pero el remo, ancestral para el transporte por agua, incluidas las guerras, ya empezó a practicarse deportivamente desde el siglo XVII en Gran Bretaña. Bastante antes que otros deportes olímpicos contemporáneos. Por eso no es extraño que el atleta británico más ilustre haya sido remero. Y uno de los más grandes de la historia del olimpismo. Y que fuera el escogido para ser el más destacado en la apertura.
El equipo británico de remo, en Sidney. Redgrave es el tercero por la izquierda. / AP
Sir Stephen Geoffrey Redgrave ‘impuso’ sus cinco medallas de oro consecutivas (y una de bronce) a las dos del decatloniano Daley Thompson, el atleta completo, o a las de otros cinco deportistas ilustres escogidos para el siempre mágico momento del encendido de la antorcha. Había muchos más y ya la media docena de ‘semifinalistas’ resultaba discutible. Bradley Wiggins tenía aún las mismas medallas que Redgrave, tres de oro. Y le encontraron su momento al comienzo de la ceremonia. Pero no se atrevieron a que el ‘sir’ de 50 años fuera el último en solitario para no molestar a nadie. La antorcha múltiple podía encenderla solo él. Pero siempre resulta bonito el recurso simbólico de los jóvenes, dar el relevo al futuro. Pura diplomacia británica. Sin embargo, quedó claro que el mayor protagonismo se remontaba más allá de las medallas. A la historia de siglos.
Redgrave quizá no hubiera llegado a la nobleza si se hubiera metido o vivido en los inicios del remo de competición con apuestas. Como en el boxeo. Si hubiese sido de los obreros que eran una lacra para los caballeros de la aristocracia, los elitistas que iban a imponer las estrictas normas amateurs del olimpismo. Por algo habían concebido el deporte moderno. Pierre de Coubertin tuvo que seguir ese camino. Pero él, nacido ya en 1962, estudiaba en el colegio de su pueblo, Marlow, a orillas del Támesis, y le quedaban ya lejos aquellas luchas. Tenía dos opciones. A los 14 años prometía tener un cuerpo potente y rápido (llegaría a medir 1,93 metros), ideal para ser un gran tercera línea o tres cuartos. Pero le empujaron a probar el remo y le atrapó. Menos golpes y más disciplina. Un camino señorial.
El imparable Redgrave inició su ruta dorada en Los Ángeles 84 a los 22 años y lo terminó en Sidney 2000 con 38. Empezó en el cuatro con timonel, sumó la mayor gloria en el dos sin, y se volvió a arropar en su último capítulo en el cuatro sin timonel. En el lago Casitas californiano logró una medalla de plata de ley en el dos sin timonel, aun con las ausencias alemanas orientales y soviéticas, una pareja especialmente explosiva. La formada por el sevillano Fernando Climent, luego presidente de la federación española, y el vasco Luis Maria Lasurtegui.
El orgulloso Redgrave dejó el remo después de Seúl 88, donde también sumó un bronce en el dos con timonel, que despreció siempre. Se dedicó al bobsleigh los dos años siguientes y entonces conoció al potente ‘empujador’ Mathew Pinsent, que se convertiría en su mayor compañero en las glorias siguientes. Incluso en la última, que afrontó ya diabético, aparte de los problemas gástricos que siempre arrastró. Tocó el cielo por 38 centésimas tras resistir al barco italiano los 2.000 metros de la prueba.
Redgrave pasó a la historia siempre acompañado, pero el dominio y el protagonismo profundos del remo han estado en dos barcos.
El ocho, por el número de remeros, es la quintaesencia del poderío general de un país, un índice colectivo sintomático. Algo así como el relevo 4 x 200 libre en natación. Estados Unidos, alumno aventajado, dominó abrumadoramente más de medio siglo, salvo Londres 1908 y Helsinki 1912, ganados por el maestro británico. El mal estado del Mediterráneo en abril de 1896 en Atenas retrasó su debú a París, en 1900. Y hasta Roma, en 1960, no rompió Alemania el dominio estadounidense. Allí ganó su primer oro y el último, ahora en Londres, con lo que ha roto el empate a tres títulos olímpicos que mantenía con Canadá, otro ilustre, y el Reino Unido. Fue un disgusto considerable a tantos viejos recuerdos británicos, y con los príncipes Guillermo y Harry en las gradas del canal de Eton.
Pero si hay una prueba con un protagonismo especial es el skiff. La de los más fuertes en solitario. El primer triple oro en Melbourne 56, Roma 60 y Tokio 64 fue el soviético-ruso Vyacheslav Ivanov, famoso por sus finales, que le permitían en los últimos 500 metros remontadas sensacionales. En la primera prueba australiana, por ejemplo, dejó tercero al estadounidense John Brendan Kelly Jr. El hermano de la princesa Grace de Mónaco le regaló por su boda la medalla de bronce, pero lamentó la calidad del metal. Llegó a ser elegido presidente del Comité Olímpico de Estados Unidos en 1985, pero apenas ejerció. Murió 22 días después mientras corría. Tenía 58 años.
Tuvo bastante peores resultados que su padre, John Brendan Kelly Sr., oro en skiff y doble scull en Amberes 1920, y de nuevo en doble scull, en París, 1924. Kelly Sr. vivió en su propia carne las estrictas reglas del amateurismo inglés cuando le fue prohibida la participación en las famosas regatas de Henley el mismo año de sus dos primeras medallas olímpicas. Según las reglas no podían participar mecánicos, artesanos o jornaleros en general. Él había sido albañil. Además, era miembro del Vesper Boat Club de su ciudad, Filadelfia, sancionado a principios de siglo por haber hecho una colecta de dinero para pagar los viajes de sus remeros. La pugna entre los rígidos británicos y los aperturistas estadounidenses fue también dura desde que la fiebre del remo llegó de la casa madre al otro lado del Atlántico.
Las otras estrellas del skiff no fueron estadounidenses. Tras Ivanov surgió el finlandés Pertti Karpinen, un gigante de dos metros, que ganó otros tres oros en Montreal 76, Moscú 80 y Los Ángeles 84. El alemán oriental Thomas Lange, vencedor en Seúl 88, se recuperó para repetir en Barcelona 92 tras el suicidio de su padre, dirigente destacado, después del derrumbe de la RDA.
En mujeres, la mejor ha sido la bielorrusa Ekaterina Karsten, con sus dos oros, una plata y un bronce, además de cuatro Mundiales. Mañana puede aumentar su cuenta tras meterse en la final. En Atlanta se apellidaba aún Jodotovich. Vive en Postdam, de donde es su marido, alemán. Fue descubierta a los 15 años en los reclutamientos habituales de la antigua URSS, pero ya no dio frutos soviéticos. Se acercaba a los 1,85 metros que mediría después cuando con 24 años empezó a ser la primera heroína olímpica bielorrusa de Osechino in Krupsk, un pequeño pueblo al norte de Minsk, la capital.
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