El remo aristocrático y obrero de Redgrave

Por: | 03 de agosto de 2012

El remo en los Juegos de Londres tiene un sabor especial. Añejo. El que más. Se disputa en el moderno canal de Eton Dorney, pero el espíritu no puede cambiar. Que el mundo del deporte vuelva a territorio británico es regresar a los orígenes. Muchas de las modalidades modernas nacieron, se reglamentaron y se exportaron a Europa y al resto del mundo desde las islas. Pero el remo, ancestral para el transporte por agua, incluidas las guerras, ya empezó a practicarse deportivamente desde el siglo XVII en Gran Bretaña. Bastante antes que otros deportes olímpicos contemporáneos. Por eso no es extraño que el atleta británico más ilustre haya sido remero. Y uno de los más grandes de la historia del olimpismo. Y que fuera el escogido para ser el más destacado en la apertura.

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El equipo británico de remo, en Sidney. Redgrave es el tercero por la izquierda. / AP

Sir Stephen Geoffrey Redgrave ‘impuso’ sus cinco medallas de oro consecutivas (y una de bronce) a las dos del decatloniano Daley Thompson, el atleta completo, o a las de otros cinco deportistas ilustres escogidos para el siempre mágico momento del encendido de la antorcha. Había muchos más y ya la media docena de ‘semifinalistas’ resultaba discutible. Bradley Wiggins tenía aún las mismas medallas que Redgrave, tres de oro. Y le encontraron su momento al comienzo de la ceremonia. Pero no se atrevieron a que el ‘sir’ de 50 años fuera el último en solitario para no molestar a nadie. La antorcha múltiple podía encenderla solo él. Pero siempre resulta bonito el recurso simbólico de los jóvenes, dar el relevo al futuro. Pura diplomacia británica. Sin embargo, quedó claro que el mayor protagonismo se remontaba más allá de las medallas. A la historia de siglos.

Redgrave quizá no hubiera llegado a la nobleza si se hubiera metido o vivido en los inicios del remo de competición con apuestas. Como en el boxeo. Si hubiese sido de los obreros que eran una lacra para los caballeros de la aristocracia, los elitistas que iban a imponer las estrictas normas amateurs del olimpismo. Por algo habían concebido el deporte moderno. Pierre de Coubertin tuvo que seguir ese camino. Pero él, nacido ya en 1962, estudiaba en el colegio de su pueblo, Marlow, a orillas del Támesis, y le quedaban ya lejos aquellas luchas. Tenía dos opciones. A los 14 años prometía tener un cuerpo potente y rápido (llegaría a medir 1,93 metros), ideal para ser un gran tercera línea o tres cuartos. Pero le empujaron a probar el remo y le atrapó. Menos golpes y más disciplina. Un camino señorial.

El imparable Redgrave inició su ruta dorada en Los Ángeles 84 a los 22 años y lo terminó en Sidney 2000 con 38.  Empezó en el cuatro con timonel, sumó la mayor gloria en el dos sin, y se volvió a arropar en su último capítulo en el cuatro sin timonel. En el lago Casitas californiano  logró una medalla de plata de ley en el dos sin timonel, aun con las ausencias alemanas orientales y soviéticas, una pareja especialmente explosiva. La formada por el sevillano Fernando Climent, luego presidente de la federación española, y el vasco Luis Maria Lasurtegui.

El orgulloso Redgrave dejó el remo después de Seúl 88, donde también sumó un bronce en el dos con timonel, que despreció siempre. Se dedicó al bobsleigh los dos años siguientes y entonces conoció al potente ‘empujador’ Mathew Pinsent, que se convertiría en su mayor compañero en las glorias siguientes. Incluso en la última, que afrontó ya diabético, aparte de los problemas gástricos que siempre arrastró. Tocó el cielo por 38 centésimas tras resistir al barco italiano los 2.000 metros de la prueba.

Redgrave pasó a la historia siempre acompañado, pero el dominio y el protagonismo profundos del remo han estado en dos barcos.

El ocho, por el número de remeros, es la quintaesencia del poderío general de un país, un índice colectivo sintomático. Algo así como el relevo 4 x 200 libre en natación. Estados Unidos, alumno aventajado, dominó abrumadoramente más de medio siglo, salvo Londres 1908 y Helsinki 1912, ganados por el maestro británico. El mal estado del Mediterráneo en abril de 1896 en Atenas retrasó su debú a París, en 1900. Y hasta Roma, en 1960, no rompió Alemania el dominio estadounidense. Allí ganó su primer oro y el último, ahora en Londres, con lo que ha roto el empate a tres títulos olímpicos que mantenía con Canadá, otro ilustre, y el Reino Unido. Fue un disgusto considerable a tantos viejos recuerdos británicos, y con los príncipes Guillermo y Harry en las gradas del canal de Eton.

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Pero si hay una prueba con un protagonismo especial es el skiff. La de los más fuertes en solitario. El primer triple oro en Melbourne 56, Roma 60 y Tokio 64  fue el soviético-ruso Vyacheslav Ivanov, famoso por sus finales, que le permitían en los últimos 500  metros remontadas sensacionales. En la primera prueba australiana, por ejemplo, dejó tercero al estadounidense John Brendan Kelly Jr. El hermano de la princesa Grace de Mónaco le regaló por su boda la medalla de bronce, pero lamentó la calidad del metal. Llegó a ser elegido presidente del Comité Olímpico de Estados Unidos en 1985, pero apenas ejerció. Murió 22 días después mientras corría. Tenía 58 años.

Tuvo bastante peores resultados que su padre, John Brendan Kelly Sr., oro en skiff y doble scull en Amberes 1920, y de nuevo en doble scull, en París, 1924. Kelly Sr. vivió en su propia carne las estrictas reglas del amateurismo inglés cuando le fue prohibida la participación en las famosas regatas de Henley el mismo año de sus dos primeras medallas olímpicas. Según las reglas no podían participar mecánicos, artesanos o jornaleros en general. Él había sido albañil. Además, era miembro del Vesper Boat Club de su ciudad, Filadelfia, sancionado a principios de siglo por haber hecho una colecta de dinero para pagar los viajes de sus remeros. La pugna entre los rígidos británicos y los aperturistas estadounidenses fue también dura desde que la fiebre del remo llegó de la casa madre al otro lado del Atlántico.

Las otras estrellas del skiff no fueron estadounidenses. Tras Ivanov surgió el finlandés Pertti Karpinen, un gigante de dos metros, que ganó otros tres oros en Montreal 76, Moscú 80 y Los Ángeles 84. El alemán oriental Thomas Lange, vencedor en Seúl 88, se recuperó para repetir en Barcelona 92 tras el suicidio de su padre, dirigente destacado, después del derrumbe de la RDA.

En mujeres, la mejor ha sido la bielorrusa Ekaterina Karsten, con sus dos oros, una plata y un bronce, además de cuatro Mundiales. Mañana puede aumentar su cuenta tras meterse en la final. En Atlanta se apellidaba aún Jodotovich. Vive en Postdam, de donde es su marido, alemán. Fue descubierta a los 15 años en los reclutamientos habituales de la antigua URSS, pero ya no dio frutos soviéticos. Se acercaba a los 1,85 metros que mediría después cuando con 24 años empezó a ser la primera heroína olímpica bielorrusa de Osechino in Krupsk, un  pequeño pueblo al norte de Minsk, la capital.

La niña 10 y la mujer inquebrantable

Por: | 02 de agosto de 2012

La leyenda olímpica se ha escrito con medallas, pero también con momentos y conductas. Los calificativos de reyes y reinas de los Juegos no siempre se han otorgado por el mayor número de subidas a los podios, sino también por calidad en los detalles y las conductas. Muchas veces han sido gestos, formas de alcanzar el éxito, los que han pasado a la historia. Y vidas. Hazañas puntuales y perennes. Encantos y comportamientos. Dos gimnastas, Nadia Comaneci, la niña 10, y Vera Caslavska, la mujer inquebrantable, fueron dos ejemplos excepcionales.

El hechizo de Nadia Comaneci ha quedado como uno de los más grandes de la historia. El concurso general individual de la gimnasia femenina es uno de los deportes básicos. El 21 de julio de 1976, en Montreal, la pequeña rumana de apenas 1,50 metros de estatura y 40 kilos de peso, una niña que no cumpliría los 15 años hasta el 12 de noviembre, asombró aún más con su triunfo en la prueba. Ya lo había hecho dos días antes en el concurso por equipos y lo haría uno después, en las finales por aparatos. En tres jornadas maravilló a los técnicos, llevó al límite a los jueces y fascinó al mundo entero. Fue única frente al modelo más actual de muñecas potentes, casi de serie, y especialmente estadounidenses.

Nadia
Nadia Comaneci

La intocable URSS, oro fijo desde su vuelta al olimpismo en 1952, volvió a dominar el primer día de la gimnasia en Montreal, pero algo se salió del guion. Cumplieron las soviéticas Nelly Kim, la revelación; Olga Korbut, la otra niña genial desde Múnich 72, y Ludmila Turischeva, la última gran gimnasta con cuerpo de  mujer, casada después con Valery Borzov, el doble ganador en la velocidad de Múnich. Pero la mejor puntuación fue la de Nadia. Y, además, empezó a lograr lo que jamás nadie había sido capaz antes: volver locos a los marcadores electrónicos. En paralelas asimétricas, su aparato estrella, y en la barra de equilibrios, obtuvo dos dieces, la máxima puntuación. Las pantallas de los resultados, programados hasta entonces para límites de 9,95 puntos, registraron un extraño 1,00. Entre el concurso individual y los aparatos, sumó cinco más. Siete prodigios en total que el gran escaparate de los Juegos catapultó a la eternidad.

Porque no era la primera vez, algo que solo se sabía en el mundillo de la gimnasia. Ese mismo año 1976, por ejemplo, en la American Cup disputada en el Madison Square Garden de Nueva York, ya había conseguido puntuaciones de 10 en caballo y en suelo. Y en la Chunichi Cup de Japón, después, lo repitió en suelo y en las paralelas asimétricas, su territorio mágico. Los cambios de barras de aquella niña con sonrisa casi entristecida fascinaron a entendidos y profanos. “Entonces no comprendí todo lo que pasaba, era demasiado niña”, ha declarado muchas veces. Era normal. Agobiada por el impacto mediático quería desaparecer y recordaba que solo tenía 14 años.

Quedó ya para siempre como la campeona de gimnasia más joven de la historia. El límite de edad para participar se subió a 16 años. El resto de su historia, más medallas en Moscú 1980, polémicas, maltratos, su escapada rocambolesca para acabar en Estados Unidos, como Bela Karoly, el hombre que la forjó, solo aumentaron el morbo de su leyenda. La seducción quedó en Montreal para siempre. Incluso dos dieces más que logró Kim pasaron inadvertidos. Todo cambió después del fenómeno Comaneci. También para ella, pero no con glorias y parabienes. Suele ocurrir. La percepción personal de cada uno, no tiene por qué coincidir con la inmensa mayoría. Nadia acabó  encauzando su vida hacia la estabilidad, pero pudo convertirse en un juguete roto. Lo fue un tiempo, pero toda su vida se convirtió en una paradoja. Sin un régimen estricto como el de su país, uno de los que usaban el deporte como campo de concentración propagandístico, difícilmente hubiera encantado.

La huida de Comaneci de Rumania en 1989 casi coincidió con la caída de todos los muros del Este. Poco después fusilaron al que fue su presidente,  Nicolae Ceaucescu, y a su mujer, que tanto la habían manipulado.

A Vera Caslavska le llegó la libertad sin marcharse de su país. La habían manipulado mucho más, pero no tenía 27 años, sino 47. Demasiadas veces la política ha añadido sin remedio tremendas peripecias personales a grandes campeones. La checoslovaca, gimnasta aún con más cuerpo de mujer que Turischeva, fue la sucesora de Larisa Latyninina, la también soviética destronada por Michael Phelps en su récord de 18 medallas en la historia. Latynina ganó las últimas en Tokio 1964, pero ya no el concurso individual porque surgió Caslavska, con 22 años. Fue el prólogo de su mayor éxito en México 1968, donde se coronó como la reina indiscutible entre tanto rey. Y ya no solo por sus medallas, sino por su militancia y por su boda con otro atleta, el mediofondista Jozef Odlozil. La historia de amor deportivo continuó con dos hijos, Martin y Radka, pero acabó en divorcio en 1987.

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Vera Caslavska

Ya en un año 1968 clave para su país no corrían buenos tiempos. De hecho, estuvo a punto de que no la dejaran participar en los Juegos. En abril, seis meses antes, firmó el “Manifiesto de las 2.000 palabras” en el que se criticaba al régimen corrupto prosoviético. Fue un activa militante de la Primavera de Praga, otra reina de la disidencia. La invasión soviética de agosto puso a muchos participantes checoslovacos en la misma posición que los húngaros en Melbourne 1956 tras la entrada de los tanques en Budapest. En México no hubo sangre en la piscina como en el partido de waterpolo URSS-Hungría 12 años antes, pero sí detalles significativos. Por ejemplo, los claros desaires a la Internacional que hizo una valiente Caslavska mientras la tenía que escuchar en los podios. Sentenciada ya antes de los Juegos por su oposición al régimen comunista, de poco le sirvieron las medallas después. Sufrió la marginación absoluta, pero resistió firme en sus convicciones. Juan Antonio Samaranch, que siempre mantuvo buenas relaciones con los países del Este europeo, ampliadas después mucho más con China, le echó bastantes manos con su astuta diplomacia antes de la llegada de la democracia. La premió, junto a Emil Zatopek, otro gran represaliado, con la Orden Olímpica, y la promovió como merecido miembro del COI. Después, ya en la nueva República Checa con Vaclav Havel en la presidencia, la reina de México (país en el que pudo trabajar un tiempo), fue, definitivamente valorada. Al fin.

Pero no terminaron sus desgracias. Pasada la política le llegó una gran tragedia personal. En 1992 murió Jozef Odlozil tras una pelea con su hijo, al que reprendía en una discoteca. Martin fue condenado a cuatro años de cárcel y la suma del disgusto y la reacción general ante el indulto concedido por Havel a petición de su amiga Caslavska la llevaron a retirarse de todo. Solo entonces fue quebrantable. 

La RDA, de la rendida admiración al enorme desengaño

Por: | 31 de julio de 2012

La República Democrática Alemana, con apenas 17 millones de habitantes, ganó más de 400  medallas en solo cuatro Juegos Olímpicos. Empezó en México 68 y asombró en Múnich 72, Montreal 76 y Seúl 88. Su botín hubiera sido aún mayor sin el boicot a Los Ángeles 84. Pero durante 20 años causó la admiración del mundo del deporte por los éxitos que parecían justo premio a la disciplina y a los métodos más modernos de preparación. Incluso se valoró su estrategia de dedicarse a modalidades individuales que otorgaban muchas medallas para que el ruido de sus podios fuera aún mayor. Pero el halo de misterio que siempre superaba el telón de los países socialistas fue poco a poco en aumento. Las sospechas acabaron estallando con una confesión pública de que todo el entramado técnico se había soportado y mejorado al límite con el más depurado dopaje de la época.

El escándalo del velocista canadiense Ben Johnson, positivo con anabolizantes en los Juegos de Seúl 88, fue el mayor individual de la historia olímpica. Pero el colectivo de la RDA, sin producirse en plenos Juegos, solo por su desaparición política, resultó infinitamente mayor.

No ha habido castigos y la penitencia es que mientras a Johnson y a otros pillados se les borró del cuadro de honor olímpico, cientos de alemanes orientales siguen ahí, y seguirán de forma vergonzante. Con la duda de que no fueron verdad. Juan Antonio Samaranch confesó con pena que no se podía hacer nada. Correr un velo más sobre miserias que no pudieron comprobarse en cada momento. Pero resulta duro recordar que el atletismo, la natación (femenina, sobre todo), el remo o el piragüismo llegaron a ser entre los años 70 y 80 su auténtico patio particular. Solo la URSS (quizá en el mismo filo de la navaja) resistió a un rival que jugó con las cartas marcadas y que se permitió superar en el medallero de Múnich, Montreal y Seúl nada menos que a Estados Unidos.

La lanzadora de peso Ilona Slupianek fue la primera atleta alemana oriental que dio positivo en un control. Fue un claro descuido casero de la maquinaria médica que ‘lesionaba’misteriosamente a bastantes deportistas antes de grandes competiciones. Se borraba a los que no se había podido ‘limpiar’ y no llevaban al extranjero el sello de garantía ‘anticontrol’ de turno. Slupianek  cayó en 1977 tras ganar la Copa de Europa. No quiso implicar a nadie y hasta echó la culpa a los controles, porque eran “arcaicos”. En 1980, en Moscú, donde ganó el oro olímpico con un tiro de 22,41 metros, muy cerca de su récord del mundo, no le pasó nada.

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(Marita Koch, en 1985 / REUTERS)

Slupianek es uno de los tremendos casos de supervivencia consentida por falta de pruebas en los podios y en las listas de récords. Aún es plusmarquista olímpica 32 años después. Lo mismo que el relevo de 4 x 100, con 41,60s. Desde Seúl 1988 se mantienen también los 72,30 metros de Martina Hellmann en lanzamiento de disco y los 22,47 de Ulf Timmerman en peso. Este, como el discóbolo Jurgen Schult, aún poseedor del récord mundial con 74,08 desde 1986, siguió compitiendo, pero su nivel de marcas bajó sospechosamente. Como el de casi todos.

La RDA conserva otras tres plusmarcas mundiales desde hace largos años. Reinar después de morir nada dignamente. Gabriele Reinsch también posee la de disco, lograda tres meses antes de quedar solo séptima en la final olímpica de 1988 que ganó Hellmann. Los récords más antiguos fueron conseguidos en la Copa del Mundo de Canberra, en 1985. El relevo corto bajó hasta 41,37s y la maravillosa Marita Koch, uno de los mayores misterios, corrió sus intocables 400 metros en 47,60s.

 

No todos los récords supervivientes con duda son de la RDA. También los de 800 femeninos, el mundial de la fornida y no menos sospechosa checa Jarmila Kratochvilova, 1m,53,28s, en 1983, y el olímpico (y anterior mundial) de la soviética Nadezhda Olizarenko, 1m 43,43s conseguido en la final de Moscú tres años antes.  También resisten un tanto vergonzantemente los de peso, el femenino de la soviética Natalia Lisovskaya, gran rival de Slupianek, con 22,63 desde 1987, y el masculino del estadounidense Randy Barnes, gran rival de Timmermann. Sus 23,12 metros de 1990 fueron poco antes de ser sancionado dos años por dopaje. Nada menos. Lisovskaya se casó precisamente con otro lanzador y plusmarquista célebre, Yuri Sedykh, que también sigue con el récord mundial de martillo desde 1986, con 86,74 metros. En todo caso, pareció la pareja menos sospechosa.

Para sospechas de calibre, las estratosféricas marcas en 100 y 200 metros de Florence Griffith en 1988. Sus 10,49s, récord mundial de 100, y 10,62s, olímpico, y el doble récord de 200, 21,34s, han sido inalcanzables incluso 20 años más tarde para la posible sucesora, convicta y confesa de dopaje, Marion Jones. Quizá por algo aquella increíble atleta desapareció de las pistas tras un año de mejorías sobrenaturales. Incluso vestida con un mono nunca visto antes y después imitado por Cathy Freeman, última relevista de la antorcha olímpica en Sidney 2000 y ganadora de los 400 metros. Pero la aborigen australiana no era extraterrestre.

 

Sí se salieron del mundo normal, pero sin razones aparentes de dopaje, el vuelo de 8,90 metros de Bob Beamon en México 68, el más eterno récord olímpico, y el de su sorprendente sucesor en el récord mundial, Mike Powell, 8,95 en los campeonatos de Tokio 91.

En la nueva Alemania pocos deportistas orientales se reconvirtieron al gran nivel, síntoma inequívoco de que la enfermedad dopante era endémica. El caso de la longeva y laureada saltadora de longitud Heike Drechsler fue elocuente. Entre otras denuncias desgarradoras, la ex lanzadora de disco Brigitte Berendonk, que huyó en 1958 de la RDA, probó en un libro que a Drechsler la habían dopado a  principios de los 80. Ni ella se salvó, y fue, supuestamente, la más reinsertada entre los mejores.

Pero al menos fue un caso especial de longevidad como el de la legendaria piragüista Birgit Fischer. Plusmarquista de medallas y con el mérito añadido de regresar a la gran competición tras haber dejado de participar en varios Juegos.

La mayoría de campeones olímpicos de la RDA ha callado o simplemente ha dicho que no sabían nada. El dopaje era parte del sistema, de la alimentación genérica para estar en la élite, una forma de vida. Y no iban a protestar cuando una medalla suponía una casa o un coche, el equivalente un estatus de lujo en “El país que nunca existió”, como bien tituló su libro el último embajador español en Berlín Este, Alonso Álvarez de Toledo.

Hoy se disputa la final de los 200 metros libre de natación. Hasta que en Pekín 2008 la italiana Federica Pellegrini lo pulverizó con 1m 54,21s, aún figuraba en la lista de récords olímpicos Heike Friedrich, la última resistente durante 20 años. Con 1m 57,65s quedó a una décima de su récord mundial en Seúl 1988, donde su compatriota Kristin Otto fue la última reina alemana oriental ganando seis medallas de oro luego casi olvidadas. Ambas desaparecieron con la caída del Muro, como la mayoría. Sí cuajó, curiosamente, Franziska von Almsick, un producto inicial de la RDA, que batió el récord de Friedrich, y logró 10 medallas olímpicas, pero ninguna de oro. Solo oros mediáticos por su belleza, al estilo de la patinadora de hielo Kattarina Witt.

Fueron dos excepciones en una ‘armada’ alemana oriental donde la corpulencia generó siempre rechazo tras asumir su aplastante dominio. Pero al final, para un cuadro de honor, da pena creer que espaldistas como Ulrike Richter o Roland Matthes fueron mentira. Y que la mujer de este, Kormelia Ender, la otra gran joya de Montreal 76 junto a Nadia Comaneci, tampoco fue verdad. O la polivalente Petra Schneider. Lamentablemente, hubo tantas estrellas que duraron tan poco, literalmente quemadas, que al recordarlo en el contexto del largo proceso del dopaje posterior, casi no hubiese hecho falta la confesión de que la RDA fue una gran impostura.

La proeza de levantar tres veces el peso del cuerpo

Por: | 30 de julio de 2012

La halterofilia ha transitado desde siempre entre el asombro y el escándalo. Encierra concentración, fuerza, rapidez, coordinación de movimientos y misterio, mucho misterio, con la lacra del dopaje como protagonista destacado. Un deporte desagradable para unos, admirable para otros, pero inevitablemente básico. Con  proezas que van desde levantar el triple del peso corporal a cargas mastodónticas.  

Hoy se disputa la final masculina de 62 kilos, los pesos plumas, la segunda más liviana del programa. El recuerdo es obligado. Si la torturada halterofilia ha acaparado atención mundial se ha debido en gran parte a uno de los atletas legendarios del olimpismo y del deporte de todos los tiempos: el turco Naim Suleymanoglu. El pequeño levantador de apenas metro y medio de estatura (1,47) fue el primero de la historia en ganar tres oros: en Seúl 88, Barcelona 92 (en la categoría en 60 kilos) y Atlanta 96 (con 64). Aún pudo lograr uno más antes, en Los Ángeles 84, pero fue otro de los damnificados por los boicots a las competiciones. Entonces competía por Bulgaria, su país de nacimiento. En Sidney 2000, ya con 33 años, no pudo con una ambiciosa primera carga de 145 kilos en arrancada y se fue sin ganar su cuarto título que hubiera merecido sobradamente. Cerró así un ciclo memorable con 16 títulos mundiales y 50 récords.

Naim nació en Ptichar, un pueblo en las montañas al sur de Bulgaria, aunque se crio en Momchilgrad, una localidad mayor, más al norte, pero tampoco lejos de la frontera con Grecia y, por tanto, de Turquía, de donde procedía su familia. Miembro de la minoría otomana marginada y maltratada por el régimen comunista búlgara, solo su enorme calidad le permitió acceder a ciertos privilegios como tener su propio piso y un sueldo. El pequeño Suleimanov fue un prodigio que batió a los 15 años su primer récord mundial y a los 16 perdió su primer oro olímpico. Estaba cantado. Poseía el récord mundial de su primera categoría, los 56 kilos, con un total de 300. El chino Wu Shude ganó en 1984 con solo 267,5.

A Naim no solo le hizo grande su palmarés, sino también su propia vida. Los problemas en Bulgaria se multiplicaron y su huida se empezó a fraguar. Hubo un primer amago en 1985, durante una concentración en Melbourne del equipo búlgaro, el más potente de la halterofilia entonces, que trataba de tú a tú al gigante soviético. La gota que derramó el vaso fue que las autoridades, lo mismo que habían hecho en otros casos, le cambiaron el nombre y el apellido para que resultara más búlgaro que musulmán. Al año siguiente, en diciembre de 1986, cuando fue a competir a la misma ciudad australiana a la Copa del Mundo se llamaba oficialmente Naum Shalamanov. Según ha contado, incluso publicaron una entrevista falsa en la que él mismo se mostraba orgulloso de sus verdaderos nombres búlgaros. Entonces sí aceptó la oferta de desertar. Se escapó por la puerta de atrás de un restaurante y pidió asilo político en el consulado turco. Voló a Londres y después a Turquía en el jet privado del entonces primer ministro Turgut Ozal.

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Suleymanoglu, en Atlanta, donde logró su última medalla de oro

El escándalo fue considerable y el futuro deportivo del levantador quedaba seriamente comprometido, pues por su nuevo país no podría competir en tres años, salvo que Bulgaria lo permitiera antes. Un millón de dólares pagados por Turquía, y el silencio del atleta, la condición de que no criticara más a su antiguo país, le permitieron ganar ya su primer oro en Seúl, en 1988, en menos de dos años.

Naim, de nuevo, y ya Suleymanoglu habló en la tarima surcoreana. Superó a su excompatriota búlgaro Stefan Topurov por 30 kilos. Batió los tres récords del mundo, en arrancada, dos tiempos y la suma total. Topurov no era un  cualquiera, había sido el primer hombre capaz de levantar tres veces su propio peso. Alzó 180 kilos sobre sus 60 en los Mundiales de 1983. La proeza de Suleymanoglu llegó a 190. El turco Halil Mutlu, su sucesor, también logró la hazaña, pero se desvirtuó cuando, como en muchos otros, se descubrió su dopaje.

Volvió a quedar la duda del pasado glorioso, cuando los controles no eran tan modernos. La incógnita casi nunca despejada de si todas las estrellas estaban limpias como pareció Suleymanoglu y cuántas no. Tal vez jamás se sabrá. Por eso, habrá que recordar en los pesos intermedios a nombres prestigiosos como el griego Pirros Dimas, también triple oro olímpico,  el armenio Yuri Vardanian, el polaco Waldemar Baszanowski o el húngaro Imre Foldi, entre otros.

Pero con dopaje o sin él siempre habrá un apartado especial  para el asombro de los más pesados. Los mastodontes que han alzado las mayores cargas. De los que se acercan ya a los 270 kilos por encima de sus barrigas y cabezas. El bielorruso Leonid Taranenko levantó el 26 de noviembre de 1988, en Canberra, 266. No dio positivo en el control.

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Vasili Alexeiev

El soviético-ruso Vasili Alexeiev, con 160 kilos que le impedían casi abrocharse las zapatillas, fue la figura más legendaria. Pese a su volumen, que le llevó incluso a entrenarse en un río para evitar la sudoración, tenía una coordinación y rapidez de movimientos clave en la halterofilia. Alguien tan potente como él podía resistir las enormes cargas por encima de su cabeza, pero la velocidad y la trayectoria eran esenciales para subirlas hasta allí. Oro en Múnich 72 y Montreal  76, los 80 récords del mundo batidos significa que los logró en casi todas sus competiciones. Tras lesionarse en los Mundiales de 1978 volvió para los Juegos de  Moscú, en 1980, pero, curiosamente, tuvo un final como Suleymanoglu: falló los tres intentos de arrancada. Ya había pasado su tiempo. Muerto el año pasado en Alemania, adonde había ido por sus delicados problemas cardiacos, quizá nunca se dopó. Tenía “gordura natural”, al menos. Pero Yuri Vlasov, su primer gran precursor, oro supuestamente limpio en Roma 1960 y plata en Tokio 1964 tras su compatriota Leonid  Jabotinsky (que repitió triunfo en México 1968), dudó de todo lo que vino después y lo denunció. Tenía bastante razón. A Alexander Kurlovich, por ejemplo, doble campeón en Seúl 88 y Barcelona 92 le detectaron dos veces en controles con anabolizantes y  llegó a ser arrestado en la frontera de Canadá, en 1984, con un cargamento de productos. Eran los tiempos de la “Halterofilia Vice”.

Una vez aireado el panorama, presuntamente, al menos, la última gran máquina ha sido el iraní Hossein Rezazadeh, que en Atenas 2004 levantó 263,5 kilos. Pero todo ha variado. Del anterior dominio soviético y búlgaro, siempre con las dudas y certezas del dopaje, se ha pasado al chino. Al último misterio.

Los pequeños gigantes de la historia

Por: | 29 de julio de 2012

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Los gigantes se han repartido también el pastel del deporte. Pero a lo largo de la historia olímpica se han repetido rachas triunfales de pequeños países que han roto moldes y hegemonías globales. No todo ha seguido el guion que parecía escrito por las grandes potencias. Lo demuestran casos como Hungría, sobre todo, Finlandia, las islas del Caribe, India o Pakistán, y hasta China en sus primeros años del retorno al concierto mundial. La desaparecida RDA fue un punto y aparte. Otra historia.

Estados Unidos ha dominado el medallero olímpico de forma casi constante. Incluso desde los primeros Juegos de Atenas, en 1896, pese a que sus primeros representantes fueron allí prácticamente de vacaciones, como si se tratara de un campamento de verano. Su potencial y su firme unión frente a las disgregaciones de sus dos principales rivales, Rusia y Alemania, le ha permitido casi doblarlas en los éxitos. Roza ya las 1.000 medallas de oro (930) y las 2.500 totales (2.298).

Rusia, el gran rival, le ha dado demasiadas ventajas. Para su suma real apenas cuenta con participación de 1900 a 1912 y desde 1996 hasta hoy. Por el medio está la etapa clave de la URSS, de 1952 a 1988, y en 1992 ya como Equipo Unificado. Pero a las 1.122 medallas conseguidas habría que restar un buen número, pertenecientes a atletas de las otras repúblicas actuales. En cualquier caso, la suma total apenas se acerca a las 1.500. La ausencia soviética en seis ediciones, entre 1920 y 1948, ha sido decisiva en el retraso.

El caso de Alemania es también particular. Se acerca a las 1.000 con sus tres etapas: 529 como país unido (de 1896 a 1952, y desde 1992); 118 antes de la separación oriental (de 1956 a 1964), y 204 como República Federal (de 1968 a 1988). Pero las 409 de la época clave de la RDA, todo un récord, entre el asombro y la mentira, incluso parece una suma que mancha el historial y que todos quieren olvidar o pasar por alto.

Por detrás, en la gran lista de medallas, casi lo normal. Países de peso como el Reino Unido (715), Francia (636) e Italia (522). Pero inmediatamente después, sorpresa. Con menos medallas que la histórica Suecia, pero más de oro, está Hungría. Con 458 podios, 159 en lo más alto, y por delante de Australia, la pujante China, Japón, o Finlandia.

¿Explicación? Dedicación especial desde los primeros pasos del olimpismo moderno, y a modalidades clásicas. Por ejemplo, la esgrima. Los tiradores húngaros ganaron todas las finales olímpicas desde Londres 1908, precisamente, hasta México 68. Solo les faltó Amberes 1920 porque no pudieron participar. Fueron de los castigados entre los perdedores de la I Guerra Mundial. Por equipos también cayeron ante Italia en París 1924 y con la URSS a partir de Roma 1960. Pero 46 victorias en nueve Juegos asombran. Los maestros más destacados, Aladar Gerevich, Jeno Fuchs, Pal Kovacs o Rudolf Karpati, arrasaron. Incluso cuando el potencial en el sable decayó los tiradores húngaros brillaron en espada con cuatro títulos más, encabezados por Gyozo Kulcsar. Curiosamente, en dos de los tres oros por equipos de esta arma, los de México 1968 y Múnich 1972, estuvo Pal Schmitt, luego miembro del COI y presidente del país desde 2010 hasta su dimisión este mismo año tras el escándalo suscitado por copiar una tesis doctoral.

El dominio más moderno del sable pasó a ser de franceses y rusos, sobre todo, y con los italianos en las otras dos armas, florete y espada. Es indudable que en el pasado también hubo estrellas multilaureadas y polivalentes, como los italianos Nedo Nadi y el recientemente fallecido Edoardo Mangiarotti. O el francés Christian d’Oriola, primo del también leyenda de la equitación Pierre Jonquères. Pero la escuela húngara fue deslumbrante. Hasta con mujeres como Ilona Elek e Ildiko Rejto, esta última, sordomuda.

Hungría, un país polideportivo, ha sido también especialista en deportes muy variados. Piragüismo, tiro, en el imponente waterpolo, que mantiene su potencial hasta ahora; en el puntual , pero glorioso fútbol de los Puskas y Kocsis; en el aún superviviente pentatlón moderno con su mayor genio Andras Balczo, o en el boxeo del invicto peso medio Lazslo Papp, el primer triple oro antes de los pesados cubanos Teófilo Stevenson (fallecido el pasado 11 de junio), y Félix Savón. Papp, no muy alto, pero con tanta técnica como potencia con su guardia abierta, fue un caso insólito. Logró pasar a profesional, fue a entrenarse a Viena, ganó a Luis Folledo, logró el título europeo y solo el régimen comunista le paró los puños cuando iba por el título mundial.

Hungría también ha sentado cátedra en los deportes básicos. En atletismo, con prodigiosos lanzadores de jabalina (Miklos Nemeth) y martillo (Gyula Zsivotzky). Y en natación, especialmente, donde ha tenido la osadía de plantar cara selectivamente a todos los grandes desde los años 80. Apenas en estilo libre y en mariposa, pero siempre ha habido que contar con “el peligro húngaro” en braza, espalda y estilos. Lo atestiguan estrellas como la legendaria Kristina Egerszegi en espalda y estilos; el no menos imponente tuerto Tamas Darny, en estilos o Norbert Rozsa, en braza. Curiosamente, Alfred Hajos, el pionero, les abrió el camino de los triunfos en Atenas 1896, al ganar las dos pruebas del primer programa, 100 y 1.200 metros, velocidad y fondo, en estilo libre. Se disputaron en el mar, y el judío Arnold Guttman, como en realidad se llamaba, demostró aquel 11 de abril de hace 116 años que resistía mejor que nadie las frías agua de la bahía de Zea, cerca del Pireo. Por algo se entrenaba en el Danubio.

El pequeño país centroeuropeo es el mejor ejemplo de haber sacado el máximo rendimiento con astucia y dedicación. Al menos un tiempo. Incluso grandes como China, cada vez más polideportiva por su potencial, se reincorporó al concierto mundial apoyada en sus especialidades básicas: gimnasia, tenis de mesa, tiro, bádminton o saltos. Ella puede abarcar mucho más y ya lo está demostrando en la natación. Otras ya no. La India y Pakistán se redujeron al hockey hierba, pero pasó su tiempo.

Cuba, al estilo especialista húngaro, pero con la disciplina comunista, le ha sacado petróleo al boxeo, al atletismo, al voleibol y al yudo, sobre todo. Pero cada vez con más problemas para mantener el nivel. Su último reducto colectivo, el voleibol, cuyo equipo femenino fue campeón en Barcelona 92, Atlanta 96 y Sidney 2000, ni siquiera se ha clasificado ya para Londres. ¿Dónde está el atletismo de fondo finlandés? Aquello fue otra historia. A los Paavo Nurmi, Hannes Kolehmainen, o Ville Ritola sucedió un Lasse Viren a quien nunca se le encontró dopaje, pero siempre planeó sobre él. Sí cayó Martti Vainio y el peor dopaje fue la irrupción africana que acabó con el viejo poder nórdico.

Jamaica, ahora, pero también otras islas caribeñas como Bahamas y Trinidad, sobre todo, le han sacado rentabilidad a la privilegiada genética de sus atletas negros para la velocidad. Lo hicieron hace ya años Estados Unidos y Canadá. Donald Quarrie fue el gran adelantado jamaicano con su oro en los 200 y la plata en los 100 metros de Montreal 1976, pero en el país no olvidan nunca (y de ahí que sus cuatrocentistas continúen brillando), la gloriosa etapa de hace más de medio siglo. Arthur Wint, Herbert McKenley y George Rhoden se llenaron de oros y platas ante los omnipotentes estadounidenses entre Londres 1948 y Helsinki 1952. Sólo en los 800 Malvin Whitfield pudo con Wint, que se lesionó durante el relevo en el viejo Wembley, pero solo aplazó la fiesta nacional en Jamaica hasta la gran revancha cuatro años después.

Foto: El lanzador húngaro Miklos Nemeth celebra su victoria en Montreal 76. / SYGMA 

La gloria acuática por milésimas, empates y errores

Por: | 28 de julio de 2012

Blog3
Alexander Popov y Gary Hall en los Juegos Olímpicos de Atlanta 96 / AP

Michael Phelps y Ryan Lochte son el último capítulo de una larga serie de batallas acuáticas en el olimpismo. La natación ya tiene su máxima estrella de la historia en el gigante de Baltimore desde que en Pekín 2008 superó a Mark Spitz con sus ocho oros. Pero él mismo, como otros campeones olímpicos, no ganaron siempre con claridad. La gloria se ha escrito por milésimas, empates y hasta errores que quedaron para la eternidad.

 

El propio Phelps lo vivió en los 100 mariposa de Pekín que remontó ante el serbio Mirolad Cavic. Solo ganó por una centésima de segundo y hasta Serbia reclamó, sin éxito. En su mejor prueba pudo cortarse su racha hacia el récord. Fue su séptimo oro. Mucho antes, su compatriota Jason Lezak, que también le confirmó el octavo en los últimos 4 x 100 estilos, le hizo el primer inmenso favor al superar también por otras ocho angustiosas centésimas (número mágico) al francés Alain Bernard en los 4 x 100 libre. Así le permitió seguir rumbo a la hazaña total. Ganaba la que entonces era su segunda medalla de oro después de los 400 estilos, que abrieron la serie.

La electrónica permitió hace cuatro años decidir sin dudas los resultados. Pero no siempre fue así. La final de los 100 metros libre de los Juegos de Roma, en 1960, por ejemplo, fue la más polémica de la natación olímpica. El estadounidense Lance Larson nadaba por la calle cuatro al haber hecho el mejor tiempo en semifinales. Por la tres, el australiano John Devitt. El más rápido en el giro de los 50 metros fue el brasileño Manuel dos Santos, un precursor del César Cielo actual, y que al año siguiente batiría el récord mundial con unos ‘femeninos’ ahora 53,6s. Pero solo sería bronce. Larson y Devitt le pasaron a los 70 metros y el estadounidense pareció tocar primero la pared. Incluso Devitt le felicitó y salió antes de la piscina como admitiendo la derrota.

Pero entonces no había pantallas de televisión para confirmar nada oficialmente. Apenas empezaron en aquellos Juegos las retransmisiones, cuyos derechos no llegaron a 1,2 millones de dólares. Solo había jueces, tres por calle para decidir visualmente y con cronómetro manual. Sorprendentemente, en sus cartulinas se decantaron como ganador 2-1 por Devitt, y como segundo, también. Era un empate y claro ejemplo del difícil arbitraje humano. Los cronómetros, en cambio, dieron ganador a Larson, con tiempos de 55,0s, 55,1s y 55,1s, frente a tres 55,2s de Devitt.

No había duda, Larson había ganado cronométricamente, pero el jefe de jueces, el alemán Hans Rustromer, tomó la decisión de hacer caso al ojo humano. La misma que hasta hoy día genera en el fútbol escándalos absurdos por no hacer caso de la electrónica. Dio prioridad al 2-1 como primero de Devitt, el triunfo y, lo más insólito, le subió una centésima el tiempo a Larson, hasta 55,2s, para igualarle. No podía quedar segundo con menos. Hubiera sido el colmo. El asombro continuó porque Larson recogió su medalla de plata, pero la reclamación estadounidense, con películas incluidas, fue rechazada. Para siempre. Palabra errada de jueces a los que no se quiso desautorizar. Ni siquiera se dio una doble medalla de oro como sucedió, por ejemplo, en los 50 libre de Sidney 2000 con 21,98s para los dos estadounidenses Anthony Ervin (que se ha vuelto a clasificar increíblemente 12 años después para Londres) y el multilaureado Gary Hall Jr.

Todo fue muy sorprendente, ya en tiempos avanzados del olimpismo, porque incluso muchos años antes, en San Luis 1904, sí hubo una rectificación. Fue en unas 50 yardas (45,72 metros) prólogo lejano de los 50 libre que debutaron en Seúl 1988. El húngaro Zoltan Halmaj ganó para casi todos al estadounidense Scott Leary, pero un juez local dijo que este había tocado antes la pared, ambos con un tiempo de 28,2s. Se produjo entonces un escándalo regular y para evitar males mayores se acordó disputar una segunda carrera entre los dos implicados. Halmaj volvió a ganar y esta vez muy claramente, 28,0s frente a 28,6s. Larson nunca tuvo una segunda oportunidad.

 

Curiosamente, otro Larsson, pero con dos eses, el sueco Gunnar, sí ganó en los 400 estilos de Múnich 1972, con otro récord de igualdad. El cronometraje electrónico ya era una garantía. Lo hizo por dos milésimas, 4m 31,981s frente a los 4m 31,983s del estadounidense Tim McKee. En aquella final solo pudo ser quinto Gary Hall Sr., el padre de Jr., plusmarquista mundial entonces con 4m, 30,81s.

 

Pero el récord de edición apretada lo acaparó Seúl 1988 al ocurrir en dos pruebas. El británico Adrien Moorhouse, gran favorito de los 100 metros braza, pasó a su principal enemigo, el soviético-ruso Dimitri Volkov, a falta de 30 y creyó ganar sin problemas. Pero cuando miró el marcador electrónico se dio cuenta que había vencido por una mínima centésima, 1m 2,04s frente a 1m 2,05s. ¿De quién? No había visto al húngaro Karoly Gutler, que nadaba dos calles más lejos. En los 100 mariposa la sorpresa sí fue de calibre. Anthony Nesty, de Surinam, nacido en Trinidad y estudiante en la Universidad de la Florida, donde pudo entrenarse y mejorar, no solo derrotó por la centésima de turno, 53s por 53,01s, a otro de los grandes, el estadounidense Matt Biondi, sino que se convirtió en el primer nadador negro que ganaba un oro olímpico.

En los 100 libre, siempre la prueba con el mayor peso específico de la velocidad, ha habido finales al límite. La más apretada la ganó el legendario ruso Alexander Popov en Atlanta 96, precisamente ante Gary Hall Jr. por solo siete centésimas (48,74s y 48,81s). Popov, vencedor también en Barcelona 92, igualó así al ‘Tarzán’ Johnny Weismuller, oro en París 1924 y Amsterdam 1928. En Tokio, 1964, otro mito, el estadunidense Don Schollander, sumó uno de sus cuatro oros (53,4s por 53,5s) ante el británico Robert McGregor. Y en Pekín, hace cuatro años, Bernard se consoló sobradamente del disgusto en el relevo ante el australiano Eamon Sullivan (47,21s frente a 47,32s). Incluso no faltó un último empate para el bronce. Lezak, siempre al límite, se lo repartió con Cielo al tocar la pared ambos con 47,67s.

Fanny Blankers-Koen: madre, dos hijos y cuatro medallas

Por: | 27 de julio de 2012

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Los terceros Juegos en Londres, que cerrarán la XXX Olimpiada de la Era Moderna, se abren en un nuevo y deslumbrante estadio olímpico. Hay incluso otro Wembley construido sobre las cenizas de aquel austero escenario de la postguerra mundial al que accedió el 29 de julio de 1948 John Mark, un joven atleta británico con más popularidad que marcas en su prueba de 400 metros. Fue el afortunado elegido para hacer el último relevo con una pesada antorcha olímpica de magnesio en la cita del reencuentro. Toda una metáfora discreta, bien diferente a la polémica actual, de lo que iban a ser aquellos Juegos de la XIV Olimpiada. Apenas un recurso para salvar el largo, convulso y trágico paréntesis desde Berlín, en 1936. Un trámite para dar paso a la magnífica cita de Helsinki, en 1952. Pero en medio de todo, cuando las mujeres aún luchaban por buscarse su justo sitio, una madre holandesa de 30 años, con dos hijos, surgió como la gran heroína. La atleta Francina “Fanny” Blankers-Koen, la hija de un granjero. La “holandesa voladora”, alta y algo desgarbada, ganó cuatro de las nueve pruebas de atletismo que se disputaron hace ya 64 años.

Cuarenta años más tarde de los Juegos de 1908 y dos grandes guerras después, Londres volvió al rescate. Con todo el mérito de hacerlo aún herida y con racionamientos tras la terrible segunda gran confrontación. Pero el orgullo británico siguió imparable. Su capital era una doble sustituta esta vez. Tokio había sido elegida para los Juegos de 1940, pero renunció en 1937 por la guerra chino-japonesa. Fue reemplazada por Helsinki y dos meses después murió Coubertin. El barón ya no vivió los durísimos años siguientes. El olimpismo volvió a peligrar justamente después de los grandiosos Juegos de Berlín. Del todo a la nada por el nazismo. En 1939, apenas tres meses antes de estallar la II Guerra Mundial, el COI eligió a Londres para la siguiente edición de 1944. Pero ninguna de las dos pudieron celebrarse.

Sólo en 1945, tras finalizar el gran conflicto bélico, Londres fue confirmada para los Juegos de la XIV Olimpiada. Pero las desaparecidas XII y XIII se llevaron para siempre grandes nombres que hubieran podido brillar en las pistas. Desde muertos, como el invencible atleta alemán de 800 metros Rudolf Harbig, caído en el frente ruso, a inelegibles, como el estadounidense pionero de la pértiga de bambú, Cornelius Warmerdam, que tuvo que ganarse la vida como entrenador. El hombre que llegó saltar 4,77 metros con unas garrochas tan difíciles de doblar, y saltó más de 40 veces por encima de 4,57, rompió las reglas del rígido amateurismo. Entre las armas y la hipocresía aristocrática lo finiquitaron.

Karoly Takacs, en cambio, sargento del ejército húngaro, sí pudo ganar el oro en tiro, pistola de velocidad a 25 metros, que repetiría incluso en 1952. Su guerra empezó antes. En 1938 le estalló una granada durante unas maniobras y le destrozó la mano derecha. Se empezó a entrenar con la mano izquierda y se convirtió en uno de los casos más admirables de readaptación en la élite. En 1939, inmediatamente antes de la guerra, ya fue campeón nacional y del mundo. Sólo tuvo que sobrevivir.

Sólo dos deportistas pudieron repetir el oro de Berlín. En florete, y ya con 41 años, la húngara Ilona Elek, la primera gran estrella de la esgrima; y en piragüismo el checo de C-2 (canoa canadiense) sobre 1.000 metros Jan Brzak. Fue un milagro, porque todas las marcas se resintieron y hasta hubo errores de organización. Alemania y Japón, castigados como perdedores, no participaron. Italia sí fue perdonada, pero la URSS, pese a ser ganadora, esperaría con su misterio particular hasta 1952. Aun así, las cifras de participación fueron de récord. Había fiebre de paz. Hubo más de 4.000 participantes, 355 de ellos ya mujeres, y 59 países. Los barracones de un campamento militar en Richmond fueron la Villa Olímpica. No había más. A diferencia de 1908, en que el Reino Unido casi triplicó en medallas a Estados Unidos, los norteamericanos ganaron sin rivales esta vez a una Europa hundida.

Individualmente, sin embargo, Fanny Blankers-Koen, que también había participado en Berlín a los 18 años, pero sin ganar medallas, fue la gran estrella a los 30, ya con dos hijos. La primera gran reina de unos Juegos. Logró los cuatro oros en 100, 200, 4 x 100 metros y 80 metros vallas. Y podría haber ganado más, pero era el máximo de pruebas en que le permitían participar las reglas de entonces. Se disputaron nueve y ganó casi la mitad. Tenía los récords del mundo en seis. Además de los tres individuales en las que ganó, también en salto de altura, longitud y pentatlón. Batió 20 en toda su carrera que fue partida por la guerra. Murió en 2004, a los 85 años. En 1999 fue elegida por la Federación Internacional de Atletismo, junto a Carl Lewis, la mejor atleta del siglo XX. Era la hija de un granjero, cambió la natación por el atletismo y nunca perdió la modestia.

En hombres, el checo Emil Zatopek, el legendario fondista de los gestos torturados (la última gran británica Paula Radcliffe lo ha hecho recordar), anunció ya su escabechina finlandesa de 1952. Oro en los 10.000 metros, pero sólo plata en los 5.000. “La locomotora humana” compartió gloria en los Juegos con el espigado jamaicano Arthur Wint, oro en 400 y plata en 800, un precursor del cubano Alberto Juantorena, doble ganador en Montreal 1976.

Pero tal vez lo más asombroso fue que un jovencito estadounidense de 17 años, Bob Mathias, logró la hazaña de ganar el decatlón a los cuatro meses de haber empezado a practicar las 10 pruebas del atleta completo. De su versatilidad da fe que era un destacado jugador de baloncesto y de fútbol americano. Muy seguro y regular en todas las pruebas, eso le salvó hasta de su inexperiencia. Tanta, que le llegaron a anular una vez un lanzamiento de peso al salir del círculo por delante. Nadie le había dicho que no se podía. Pero el joven, que causó furor entre las damas londinenses, prometía. En Helsinki se convertiría en el primer decatloniano de la historia con dos títulos olímpicos consecutivos.

Mathias era blanco, como Melvin Patton, el único de ese color en el relevo de 4 x 100 metros, que también vivió otro escándalo anglo-estadounidense, como en 1908. Fue descalificado el equipo de Estados Unidos tras ganar con una enorme facilidad, 40,6s por 41,3s, al Reino Unido. Según un juez, el primer relevo se había hecho fuera de la zona. Tres días después, nada menos, los estadounidenses ganaron su apelación al ver la película de la carrera y los británicos tuvieron que devolver las medallas de oro que se habían colgado en el podio.

Los triunfos atléticos en la velocidad ya empezaban a ser de mayoría negra, pero aún eran otros tiempos. Patton, pese a estar mermado por una lesión, ganó los 200 metros. En los 100, donde sólo fue quinto, se impuso, como en el relevo, Harrison Dillard, el hombre con 82 victorias consecutivas en los 110 metros vallas, pero eliminado en los ‘trials’ de su país al tropezar en la última valla. En Helsinki, cuatro años después, ya ganó el oro en su mejor prueba.

En Londres, donde el equipo español de hípica cerró un ciclo glorioso con la medalla de plata en el concurso por equipos, también hubo una curiosa repetición de lo ocurrido en 1908 al final del maratón masculino. Volvió el dramatismo, aunque con consolación relativa final. Esta vez fue un antiguo paracaidista belga, Etienne Gailly, el que entró destacado en la pista, pero tan perdido y agotado como Dorando Pietri 40 años antes. Nadie le ayudó esta vez y fue superado por el pequeño argentino Delfo Cabrera, oro histórico para su país, y por el británico Thomas Richards. Angustiosamente, Gailly casi aterrizó sin paracaídas en la meta. Justo para ganar el bronce.

FOTO: Fanny Blankers-Koen, ganadora de cuatro oros en los Juegos de 1948. / GETTY

 

Siempre quedará Londres

Por: | 26 de julio de 2012

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Pietri, extenuado y con ayuda de los jueces, cruza la meta tras el maratón de 1908.

Para el olimpismo siempre quedará Londres. Es la única ciudad del mundo que ha albergado tres ediciones de los Juegos. Solo Atenas (1896 y 2004), Los Ángeles (1932 y 1984) y París (1900 y 1924) han llegado a dos. La visita en 2005 a Singapur del entonces primer ministro británico, Tony Blair, a los miembros del COI , la víspera de la elección, fue decisiva. Dejó a la capital francesa sin su tercera oportunidad, y a Madrid sin la primera, en su ya prolongada espera. La capital británica no tenía más méritos, pero sí tradición, astucia y responsabilidad. Siempre el deporte británico, pionero en los tiempos modernos, parece haber ido al rescate. Por eso, lo de ahora, lo último, fue un premio cuando llevaba años en clara crisis, desbordado precisamente por no romper anclas con su pasado aristocrático. Pero en 1908 y 1948 fue el recurso salvador para un olimpismo aún en pañales o a merced de las guerras.

Hace 104 años todo eran incógnitas. Los Juegos modernos solo se salvaron definitivamente con el inesperado éxito económico de Los Ángeles en 1984. La ciudad californiana había sido la única candidata tras el desastre de Montreal en 1976 y demostró que una gestión privada puede ser muy rentable. Pero por el largo camino de más de un siglo han quedado muchas espinas. Las primeras, por ejemplo.

Pese a que la primera edición de los Juegos de Atenas, en 1896, pareció prometer un futuro notable, las siguientes de París, en 1900, y San Luis, en 1904, resultaron unos rotundos fracasos. Incluso Atenas organizó unos Juegos paralelos en 1906 para conmemorar el décimo aniversario de los suyos y con la idea aún de que se disputaran siempre allí. El panorama se oscureció aún más al renunciar Roma a organizar los Juegos de 1908. La erupción del Vesubio de 1906 llevó al gobierno italiano a reducir la financiación olímpica para reconstruir Nápoles, y además las dos grandes ciudades del norte, Milán y Turín, crearon una gran oposición al considerarse con más méritos. El COI tuvo que recurrir por primera vez a Londres. No se arrepintió, pero pasó lo suyo.

Los Juegos de la IV Olimpiada, pese al poco tiempo en que se organizaron, apenas 10 meses, fueron muy aceptables. Por primera vez hubo una mayoría del programa (salvo los deportes de equipo) reducido en días (entre el 13 y el 25 de julio, hace 104 años), y los más de 2.000 participantes de 22 países (44 de ellos mujeres, admitidas ya oficialmente, no de forma oficiosa), desfilaron en una ceremonia inaugural. El nivel de competición general fue alto, y el estadio de White City, construido en principio temporalmente para los Juegos, funcionó como gran centro de varios deportes. Sería usado largos años y demolido sólo en 1985.

 El arzobispo episcopal de Pensilvania, Ethelbert Talbot, invitado por sus similares anglicanos a una ceremonia durante los Juegos en la catedral de San Pablo, pronunció frases como estas el 19 de julio: “Los Juegos en sí mismos son mejores que la prueba o el premio”. “Aunque solo uno puede ponerse la corona de laurel todos pueden gozar de la competición”. El barón Pierre de Coubertin, apenas días después, recuperó el espíritu de esas palabras y lo resumió para la historia: “Lo importante no es ganar, sino participar”.

Pero el fundador del olimpismo moderno confirmó pronto que solo era una frase. La tremenda rivalidad anglo-estadounidense dejó el ‘fair play’ por los suelos. El rey Eduardo se quejó de los gritos de los estadounidenses en el estadio y, estos, al regreso a Nueva York, llevaron incluso un muñeco de león británico encadenado, lo que supuso para Coubertin un serio conflicto diplomático. El primer problema estalló ya en la apertura al no estar la bandera de Estados Unidos en los mástiles como las del resto de países. Martin Sheridan, el abanderado, que ganaría el lanzamiento de disco, como en San Luis, 1904, se negó a bajarla cuando pasó frente al palco real. “Esta bandera no saluda a reyes de la tierra”, dijo.

Pero lo peor sucedió en los 400 metros del atletismo. El lugarteniente escocés Wyndham Halswelle ganó solo, algo inédito. Era el favorito, pero los estadounidenses William Robbins y John Baxter Taylor se negaron a correr la repetición de la final dos días después de que se suspendiera la primera y fuera descalificado su compatriota John Carpenter. Supuestamente, por empujar a Halswelle. Se corría en grupo, no por calles aún, y lo insólito fue que los jueces, ya al acecho de alguna estrategia de equipo porque eran “tres contra uno”, se colocaron cada 20 yardas, entraron en la pista y no dejaron terminar la prueba al cerrar el paso a la meta a los estadounidenses.

 

Fue algo bien distinto a la final de la categoría de 84 kilos en lucha grecorromana entre los suecos Mauritz Andersson y Frithiof Martensson. Este tuvo una lesión y se acordó aplazar la pelea hasta el día siguiente para que se recuperara. Lo hizo y ganó el oro.

Cada edición de los Juegos se recuerda por algún momento impactante y en 1908 fue la llegada del maratón. El italiano Dorando Pietri entró el primero en el estadio, pero extenuado. Atravesó la meta ayudado por los jueces tras caer varias veces, por lo que fue descalificado. No por usar estricnina, la prehistoria de la EPO, como se supo años después. Tampoco lo hubiera sido, sin agencias antidopaje ni laboratorios en aquella época.

Ganó el estadounidense John Hayes, segundo en cruzar la meta, pero el dramatismo de la escena llevó a la reina Alexandra a enviarle a Pietri una copa de oro. No fue raro con tanto protagonismo real. De aquella carrera proviene la extraña cifra de los 42,195 kilómetros, distancia que no se fijaría en los Juegos hasta París, en 1924. Eran las 26 millas que había entre el castillo de la familia real británica en Windsor y el estadio, más las 385 yardas en la pista para que la meta coincidiera delante del palco real.

Una primera medida de 25 millas, 40,23 kilómetros, ya cuadraba con los 40 kilómetros iniciales de Maratón a Atenas en 1896, pues aún se variaba el espacio sobre esa referencia histórica. Pero en 1908 se añadió otra milla para que la salida fuese en la parte oriental del castillo. A fin de cuentas, los británicos habían ido al rescate y Coubertin tuvo que tragar cosas mucho peores. Le habían prometido, por ejemplo, que todas las carreras serían en distancias métricas, pero los 5.000, entre otras, fueron tres millas (4.828 metros) y los 10.000, seis (9.656). Nada extraño, pues la pista empezaba por medir 356,45 metros, un tercio de milla, no 400 metros.

Dos atletas estadounidenses más fueron estrellas en White City: Melvin Sheppard, primer doble ganador del mediofondo, 800 y 1.500 metros, y Ray Ewry el “atleta resorte”, que alcanzó las ocho medallas de oro en los curiosos saltos sin impulso. Ya solo ganó dos, en altura y longitud porque se había suprimido el triple incluido en París 1900 y San Luis 1904. Llegó a saltar en su carrera parada 1,65, 3,48 y 10,58 metros. Esas pruebas ya no se disputaron en Amberes 1920 tras el paréntesis de la I Guerra Mundial. Ewry logró convertir sus piernas en ballestas con la recuperación de una poliomelitis infantil.

Londres 1908 tuvo hasta su duda o montaje históricos. ¿Ganó Forrest Smithson los 110 metros vallas nada menos que con una biblia en la mano izquierda? Así aparece en una imagen del informe oficial de los Juegos. Supuestamente era una protesta de otro estadounidense por tener que correr en domingo, día del Señor. Pero la final fue un sábado y ningún periódico se hizo tampoco eco de algo tan llamativo. Quizás, ni era una Biblia, sino una cartulina portafotos o se hizo en otro momento. Tal vez nunca se sabrá.

 

Memorias Olímpicas

Sobre el blog

Sobre el autor

Juan-José Fernández ha estado en 13 Juegos Olímpicos, seis de verano, desde Los Ángeles 84 hasta Atenas 2004, y siete de invierno, desde Sarajevo 84 a Turín 2006. Pero le ha interesado el deporte y el olimpismo desde mucho antes de ver por televisión las imágenes de Tokio 64. Ha escrito en EL PAÍS desde su fundación, en 1976.

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