Reconozcámoslo: los que nos dedicamos a hacer encuestas de opinión vivimos bajo sospecha permanente y la culpa la tiene Harry S. Truman, en connivencia con el servicio postal estadounidense. Lo de que estamos normalmente en entredicho me parece obvio, -y por supuesto, también injusto. Lo de que la culpa de todo ello sea en el fondo del Presidente Truman, con la complicidad de su Servicio Federal de Correos, puede requerir, en cambio, alguna explicación.
De entrada, no es exagerado decir que todo esto empezó con el empeño de un recién casado por ganar puntos ante su suegra. El recién casado, y a la vez reciente doctorado en Psicología, era George Horatio Gallup y su suegra la Sra. Miller, que aspiraba a un cargo electivo en el Estado de Iowa. Corría el año 1932 y Gallup tanteó las posibilidades electorales de la Sra. Miller realizando un sondeo de opinión (un rudimentario sondeo de opinión, por mejor decir). Los datos indicaron que dicha señora podía ganar. Y de hecho ganó. Gallup vio así confirmarse la utilidad práctica de la técnica de muestreo para la detección de estados de opinión que había descrito en su tesis doctoral (que llevaba, por cierto, el algo enrevesado título de "A New Technique for Objective Methods for Measuring Reader Interests in Newspapers"). Pero el año decisivo fue 1935: en julio, Elmo Roper comenzó a publicar de forma regular sondeos de opinión en la revista “Fortune”. Y el domingo 20 de octubre de 1935 Gallup publicó su primera encuesta de opinión en el entonces semanario “The Washington Post”. Esta encuesta constaba de una única pregunta: “En su opinión, ¿el gasto que realiza el gobierno federal en subsidios y ayuda a la recuperación económica es demasiado pequeño, demasiado grande o el adecuado?”. Los datos se comparaban con los obtenidos en dos sondeos previos no publicados, realizados en Febrero y Julio de ese mismo año, y se analizaban por región, simpatía partidista y situación de la persona entrevistada (como receptora o no de ayuda económica federal). Todo un scoop periodístico.
Y en esas llegaron las elecciones presidenciales de 1936, en las que Franklin Delano Roosevelt optaba a la que resultaría ser su primera re-elección. Su primer mandato había convulsionado a los sectores más conservadores que veían en el “New Deal” una amenaza frontal para la forma tradicional de entender “the American way of life”. La creencia generalizada era que el republicano Landon tenía claras probabilidades de derrotarle. Y así lo proclamó el Literary Digest, popular revista de divulgación literaria que, desde 1920 había acertado en sus pronósticos sobre el resultado de las elecciones presidenciales basados en la realización de straw polls. A partir de algo más de 2,4 millones de respuestas recibidas a los diez millones de formularios enviados a listas de electores obtenidas de listines telefónicos y registros de licencias automovilísticas, el Literary Digest se consideró en condiciones de proclamar entonces una victoria clara de Alfred Landon, que obtendría el 57% de los votos (quedando para Roosevelt el 43% restante). Pero en esta elección el straw poll hubo por primera vez de medir sus fuerzas con el naciente nuevo método de encuesta: Gallup, en base a una muestra representativa de tan sólo unos pocos miles de entrevistas, pronosticó la victoria del candidato demócrata, por 55,7% frente a 44,3%. Su pronóstico coincidió básicamente con el realizado asimismo por Roper y por Crossley, que utilizaron para su estimación una metodología similar a la de Gallup. En realidad los tres se quedaron cortos: el resultado final fue de 61% para Roosevelt frente a un 37% para Landon. Pero eso resultó, a la postre, irrelevante: lo importante fue la fulminante elevación al más estrepitoso estrellato mediático de la encuesta de opinión. Había nacido, de manera deslumbrante, el método que cabía considerar prototípicamente democrático para auscultar “la voz del pueblo”, en contraste con las manipuladoras y manipuladas concentraciones de masas de los regímenes totalitarios (este fue, en esencia, el argumento central de Gallup en el libro que publicó, con S.F. Rae, en 1940: The Pulse of Democracy: The Public Opinion Poll and How it Works).
Se abrió así la que habría de ser la edad de oro –la breve edad de oro- de las encuestas de opinión. Hasta Hollywood contribuyó a la consagración social de la nueva técnica de investigación con el estreno, en 1947, de “Magic Town”, película de William Wellman que tenía por protagonista a un encuestólogo, interpretado por James Stewart. La felicidad demoscópica fue, empero, fugaz: llegó la elección de 1948 y, con ella, el infamante, eterno, imborrable revés cuya sombra aun nos acosa. Los sondeos de opinión, que habían anticipado con acierto el resultado de las elecciones presidenciales de 1940 y 1944, dieron cinco puntos de ventaja al candidato republicano Thomas E. Dewey. Pero quien en realidad resultó elegido, y precisamente por casi cinco puntos de diferencia, fue Harry S. Truman. Hasta aquí nada que reprocharle: qué se le va a hacer, nuestros prestigiosos colegas no pudieron, en aquellas fechas ya remotas, afinar mejor su estimación que resultó desbordada por la remontada espectacular de última hora del candidato demócrata que las encuestas, terminadas por obvias limitaciones técnicas semanas antes del día electoral, no pudieron percibir. Concurrieron además otras deficiencias metodológicas que la exhaustiva “autopsia” demoscópica llevada a cabo en 1949 por el Social Science Research Council permitió detectar. Nuestra profesión aprendió mucho en aquella ocasión. Pero esa tampoco es ahora la cuestión. La cuestión es que Truman aprovechó su inesperada victoria para ajustar cuentas con un periódico (el Chicago Daily Tribune), que se la tenía (y al que él a su vez se la tenía) jurada, mostrando, jubiloso, la portada del mismo, que precipitada y erróneamente anunciaba su derrota. Ese ajuste de cuentas tuvo un inesperado efecto oblicuo: la foto que inmortaliza tan jubilosa revancha dio la vuelta al mundo (varias veces) y terminó incrustándose -a lo que se ve de forma indeleble- en el inconsciente colectivo como perenne recordatorio de lo que pueden llegar a equivocarse…¡las encuestas! En cuanto al Servicio Postal Federal queda por aclarar qué secreto agravio trató de hacer pagar a nuestra profesión cuando tomó la decisión de emitir un sello con la dichosa foto. No pudo cabernos peor suerte: durante decenios, millones de cartas en millones de buzones impidieron que amarilleara el ominoso recuerdo del “fallo de las encuestas de 1948”. ¿Puede profesión alguna resistir a una campaña negativa de imagen tan solapada y tenaz? Así que resignémonos y no le demos más vueltas. Cada vez que alguien nos dice (¡y nos lo dicen tanto!) “yo, la verdad, no creo en las encuestas” lo que tras esas palabras en realidad aletea es la alargada sombra de Harry S. Truman que, habiendo pretendido hacerle una morisqueta a un concreto periódico, lo que en realidad ha logrado es mantenernos en permanente picota a nosotros, sufrida grey demoscópica.
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