Los españoles lo tienen muy claro: un político imputado por la Justicia como posible implicado en un acto delictivo no debería poder formar parte de una candidatura electoral. Esta rotunda afirmación es expresada por el 83% de los electores, sin apenas diferencias en función de su ideología (87% de los votantes del PSOE, 78% de los del PP y 89% de los de IU).
Esta rotundidad en los principios contrasta con el escaso, o nulo, castigo a que luego, en la práctica, somete la ciudadanía a las candidaturas que cuentan con personas judicialmente imputadas. Sin duda, lo que estos datos transmiten es el deseo —intensa y homogéneamente compartido— de los ciudadanos de que, en este punto, la regulación vigente fuese distinta de la actual y mucho más severa. Pero no por ello, y mientras no sea cambiada, renuncia a entregar su voto, aunque sea a disgusto, a las candidaturas del partido con el que se identifican. Parece, por tanto, que detrás de este comportamiento electoral de la ciudadanía subyace, además de la fidelidad de voto, la protección y garantía de la presunción de inocencia de los aspirantes imputados, precisamente uno de los argumentos presentados por los partidos para mantener sus candidaturas en las listas.
Los dos partidos mayoritarios, PP y PSOE, se reprochan a diario los casos de corrupción del contrario. No obstante, ambos —y, en menor medida, otros partidos— llevarán imputados en sus listas el próximo 22 de mayo. El diario EL PAÍS hace un mes examinó las candidaturas en siete comunidades autónomas, el resultado fue que más de 80 candidatos —más del 50% del PP y cerca del 35% del PSOE— están relacionados con procesos investigados por la Justicia.
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