Es blanco, cristiano, de clase media, culto, con buenos modales, conservador. Y, además, un fanático asesino en serie. El caso de Anders Behring Breivik constituye un doble y trágico recordatorio: por un lado, que la violencia extrema no es monopolio exclusivo de ninguna cultura o religión, de ninguna ideología o creencia; por otro, que quienes se complacen en lanzar a los cuatro vientos y "sin complejos" palabras como puños tarde o temprano tienen seguidores desequilibrados dispuestos a prescindir de las primeras y usar exclusivamente los segundos.
En un reciente y esclarecedor libro colectivo, dirigido por Fernando del Rey y que lleva precisamente por título Palabras como puños, se documenta minuciosa y abrumadoramente el grado en que la espiral de violencia verbal desatada durante nuestra Segunda República por los grupos más radicales de la izquierda y de la derecha fue gradualmente ensanchando su efecto tóxico, terminando por hacer irrespirable el clima político y erradicando toda posibilidad de negociación, de pacto o de acuerdo. Pero ocurre que es en eso, precisamente, y no en otra cosa, en lo que en el fondo consiste la democracia: en ser un sistema (más o menos armónico) de frustraciones mutuas, según la conocida frase de Jefferson. Atrincherarse en purezas dogmáticas, creer que la búsqueda de consenso equivale a tibieza de convicciones o a cobardía y que la única actitud admisible es la intransigencia radical, no es sino abrir la puerta a la barbarie. Una barbarie, por cierto, siempre acechante, nunca del todo conjurada ni por tanto descartable, por consolidada que sea una democracia. Basta con un puñado de iluminados, y otro puñado de iluminadores, para que prenda la mecha.