Metroscopia

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“No creo en las encuestas”. Mal empezamos... Es tanto como decir “no creo en los termómetros”. Las encuestas, como los termómetros, no son una cuestión de fe, pertenecen al mundo más humilde y pragmático de la medición. Si están bien hechas, son una herramienta para medir, y así describir, los estados de opinión de una sociedad en un momento determinado. Los datos están ahí y son los mismos para todos. Otra cosa es cómo se analizan e interpretan...

Sobre los autores

Este Blog es obra colectiva del equipo técnico de Metroscopia. Los responsables de sus análisis y comentarios son , , Silvia Bravo, Susana Arbas, Mar Toharia, Marcos Sanz, Ignacio Urquizu, Antonio López Vega, Francisco Camas y Gumersindo Lafuente.

Metroscopia

Metroscopia combina la experiencia de su equipo profesional en estudios de la opinión de la sociedad española con una actitud de curiosidad permanente. Referente en sondeos políticos y estimaciones electorales, aborda investigaciones sobre todos los ámbitos de la vida social. Este blog aporta algunos de los datos públicos de estudios de Metroscopia, así como reflexiones sobre opinión pública en general.

Libros

Pulso Social de España 2 (enero 2011-mayo 2012)

Pulso Social de España 2 (enero 2011-mayo 2012)

Toda realidad ignorada prepara su venganza», advierte Ortega en uno de los párrafos finales del «Epílogo para ingleses» de su Rebelión de la masas. Y no hay realidad que, en democracia y sobre todo en tiempos de crisis, resulte más arriesgado ignorar que la opinión pública. El objetivo de esta serie de estudios es poner a disposición general datos de opinión solventes, relevantes y acerca de una amplia variedad de temas. Porque cuanto mejor conozcamos nuestro estado de ánimo colectivo menor será el riesgo de tener que afrontar las consecuencias de haberlo ignorado.

Pulso de España 2010

Pulso de España 2010

Intentando ser fiel a uno de los lemas orteguianos («vivir de claridades y lo más despierto posible»), el Departamento de Estudios de Opinión Pública de la Fundación Ortega-Marañón (FOM), con la colaboración de Metroscopia, y gracias al patrocinio de Telefónica, ha elaborado el presente "Pulso de España 2010", que aspira a ser el primero de una serie de informes periódicos sobre la realidad social española desde un planteamiento sosegado, independiente y plural.

La espontaneidad como estilo político

Por: | 25 de septiembre de 2012

Esperanza en EL PAÍS

Pocas figuras hay, en nuestra escena política, con el gancho popular de Esperanza Aguirre. A nadie deja indiferente. Provoca tanto adhesiones entusiastas como igualmente entusiastas rechazos. Lo cual, electoralmente, tiene sus ventajas y sus inconvenientes, pues enfervoriza casi por igual a partidarios y oponentes. En todo caso, unos y otros coinciden en reconocerle sin ambages una serie de importantes cualidades políticas: capacidad de liderazgo (que la ciudadanía puntúa con un 6.7, que alcanza el 8.4 entre los votantes populares pero que queda también en un 5.6 entre los votantes socialistas), fidelidad a su partido (6.3), ideas claras (6.2), sinceridad (5.4) y competencia (5.4). Más matizadas, y polarizadas, son en cambio las evaluaciones ciudadanas sobre otros dos rasgos de la todavía Presidenta de Madrid: su capacidad de inspirar confianza, que merece una puntuación media de 4.5 pero que es de 7.8 entre los votantes del PP y de solo 3.4 entre los del PSOE; y su preocupación por “la gente como usted”, que es puntuada, globalmente, con un 4.0 pero que merece un 6.9 a los votantes populares y solo un 1.9 a los socialistas.

De todas estas puntuaciones, quizá la más llamativa es la referida a la sinceridad (“dice lo que verdaderamente piensa”), atributo rara vez reconocido a un político y que sus correligionarios puntúan con un 7.6 y los votantes del PSOE con un apreciable 4.0. La espontaneidad (que propicia, sin duda, esas meteduras de pata que Esperanza Aguirre dice lamentar especialmente) es la otra cara de la sinceridad y ambos rasgos suelen aparecer como los directamente opuestos al cálculo, la simulación o la hipocresía. Lo que sin duda explica la simpatía de base (o, al menos, la falta de recelo) que por encima de la mayor, menor o nula afinidad ideológica con ella parece inspirar Esperanza Aguirre a la ciudadanía. “Se la ve venir”, “con ella se sabe qué se puede esperar”, suele oírse a su respecto. Y de ahí, probablemente, que el 54% de los españoles consideren que su marcha de la política represente una pérdida importante para su partido y un 64% que lo suponga concretamente en Madrid. Y también que, en un momento como el actual de hondo desafecto ciudadano hacia la clase política, su trayectoria merezca, en conjunto, una puntuación media de 5.4, por más que en este holgado aprobado pueda estar influyendo en alguna medida la usual generosidad de nuestra sociedad hacia quienes, tras una intensa y prolongada vida de servicio público, optan retirarse voluntaria e inesperadamente.
Esperanza dimisión


11-S y crisis económica

Por: | 11 de septiembre de 2012

Torres gemelas1

Hace un año, cuando se cumplía una década del ataque contra las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, nueve de cada diez españoles decían recordar exactamente dónde se encontraban o que estaban haciendo en el momento de producirse el atentado. Un dato que refleja, sin duda, la conmoción que dejó en la opinión pública aquel fatídico acontecimiento y una huella difícil de borrar debido, en gran parte, a la fuerza de las imágenes tantas veces repetidas —y que millones de personas vieron en directo a través de la televisión— de los aviones estrellándose sobre los edificios. Las consecuencias económicas, políticas y sociales que trajeron los atentados fueron de tal magnitud que muchos analistas denominaron a ese día como “el que cambió el mundo”. Una idea que sigue compartiendo la mayoría de los españoles: hoy, 11 años después de los atentados, uno de cada dos ciudadanos (50%) cree que fue un suceso que cambió de forma radical el mundo. Esta opinión está más extendida entre los menores de 35 años (58 %) que entre los mayores de 55 años (43%). Ahora bien, la importancia relativa que se le asigna a este atentado en el devenir de nuestras sociedades va siendo cada vez menor: en solo un año ha decrecido 16 puntos el porcentaje de españoles que piensan que el 11-S transformó el mundo tal y como lo conocíamos antes. Las causas de este descenso son el inevitable paso del tiempo que suele hacer que todo se trivialice y, sobre todo, la irrupción de la crisis económica que se inició en 2007 y que todavía nadie sabe cuándo acabará: para ocho de cada 10 españoles (79 %, cinco puntos más que hace un año) ésta ha contribuido más a cambiar el mundo actual que el atentado contra el World Trade Center.

Cuadros 11-S

En twitter @JPFerrandiz




Barómetro electoral: septiembre 2012

Por: | 10 de septiembre de 2012

Foto Barómetro electoral

El período vacacional no ha hecho que desaparezca el enfado con el Gobierno que se instaló, entre otros, en una sustancial parte del electorado popular tras la aprobación en el Congreso de los Diputados, el pasado 19 de julio, del paquete de medidas anticrisis propuesto por el Ejecutivo. Pero tampoco se ha evaporado el enojo con el anterior gobierno socialista, que se sigue concentrando, tras las elecciones generales, en la figura del actual secretario general del partido, Alfredo Pérez Rubalcaba.

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Los españoles y las instituciones 5: sanidad, docencia y policía

Por: | 08 de septiembre de 2012

Laennec y el estetoscopio
El colapso de la confianza ciudadana en las instituciones que tradicionalmente han constituido los pilares de la vida colectiva permite la emergencia de un nuevo liderazgo social: el de instituciones y entidades percibidas como no sectarias, independientes, altruistas y protectoras. Esta quinta y última entrega de la serie "Los españoles y las instituciones" fue publicada en la edición impresa de EL PAÍS el pasado 2 de septiembre.

Las instituciones que merecen a la ciudadanía española el juicio más negativo son la clase política, la Justicia, las grandes empresas, los sindicatos, la Iglesia y los bancos, según los datos de Metroscopia ya analizados en la serie que hoy termina. Es decir, precisamente aquellas que de forma más directa inciden en la gestión de nuestra común vida política, jurídica, económica y laboral, así como en la conformación de nuestro entramado valorativo. Este es un diagnóstico sin duda alarmante, pero ocurre que no nos es exclusivo: lo compartimos con la práctica totalidad de las sociedades avanzadas. Incluso con Estados Unidos, por citar un país cuyo entramado institucional y cultura política apenas presenta similitudes con el nuestro, más allá de la condición común de democracias consolidadas. Datos muy recientes del Instituto Gallup (que desde 1973 ha medido regularmente el nivel de confianza de la ciudadanía estadounidense en 16 grandes instituciones) indican que entre estas las más severamente evaluadas en el momento actual son la clase política, las grandes empresas, los bancos, los sindicatos y la Justicia. Es decir, las mismas que en España (con una diferencia: las iglesias, que allí logran mantener, aunque a la baja, un crédito social todavía sustancial). La Presidencia  de la nación (cabeza del poder ejecutivo y, a la vez, emblema del sistema político y social estadounidense en su conjunto) aparece situada en un lugar medio-alto de la escala, pero ya no en los puestos de cabeza que solía ocupar: algo similar a lo que —quizá coyunturalmente— ocurre en estos momentos con la Corona española, como ya se ha visto. Y quizá también, en alguna medida, por parecidas razones: el generalizado descrédito de la política con minúscula no puede sino acabar dañando también a las instituciones llamadas a simbolizar, además, la política con mayúscula. Pero es posible extender más la comparación: en ambos países la evaluación ciudadana más intensamente positiva corresponde (aunque no milimétricamente en el mismo orden ni con la misma intensidad) a instituciones a las que cabe atribuir un carácter netamente protector y altruista: médicos y sistema sanitario —especialmente en el caso de España—, científicos y docentes, policía y fuerzas armadas y —sorpresa— las pequeñas y medianas empresas.

Esta sustancial coincidencia entre españoles y estadounidenses (y, en general,  como muestran los datos disponibles, también entre los ciudadanos de muchos de los países de nuestro entorno más inmediato) a la hora de repartir reconocimientos y reproches institucionales invita a una profunda reflexión sobre la posible raíz común de las dolencias que en esta hora compleja aquejan a la democracia. Sin entrar aquí en  consideraciones de alcance más genérico, me limitaré a dos observaciones que, siempre a la luz de los datos, me parecen obvias para el caso específico español. Por un lado, algo muy profundo ha cambiado en nuestra sociedad cuando quienes ahora se alzan, y con rotundidad, con la palma del reconocimiento ciudadano son quienes curan, investigan, enseñan, protegen y proporcionan el 90% de los empleos. No puede sino reconfortar que en medio del desastre económico en que ha desembocado la tanto tiempo celebrada (¡y fomentada!) cultura de la codicia (cuyo máximo logro ha sido alumbrar esa portentosa —y por ahora, insistamos en ello, impune— “ingeniería financiera”, gracias a la cual solo uno de cada 80 títulos que en el mundo se compran y venden corresponden a activos reales), el ciudadano medio sepa reconocer y premiar a quienes, en vez de contribuir alegremente a la ruina colectiva, han sabido ser fieles —a contracorriente, y austeramente, dicho sea de paso— a una ética de servicio público.

Por otro lado, parece claro que la regeneración de nuestra vida pública no puede demorarse más. Las instituciones y entidades de signo altruista y protector —único soporte actual, según se ve, de nuestra moral colectiva— son tan admirables como necesarias, pero no pueden seguir siendo las depositarias en exclusiva de nuestra confianza institucional. La ciudadanía lleva ya años, sondeo tras sondeo, reclamando lo mismo a los distintos actores políticosociales: vuelta a una cultura política de  negociación y  pacto, renuncia a la confrontación y a la imposición. Recordemos, una vez más, los datos, que, tozudamente, no cambian: el 88% de los españoles piensa que nuestros partidos han abandonado el espíritu de consenso que caracterizó la transición a la democracia y solo piensan en sus intereses partidistas, con independencia de lo más conveniente para el interés general; el 90% cree que los partidos deben variar su actual funcionamiento para prestar más atención a lo que piensa la ciudadanía; y el 73% concluye que España necesita ahora una “segunda transición” para, con el mismo espíritu de pacto y concordia de la primera,  modificar y actualizar nuestro sistema político. Este, tal y como ahora funciona, es percibido así, de forma casi unánime, como anquilosado, cerrado sobre sí mismo, generador de tensiones sociales cuando conviene a sus propias estrategias cortoplacistas e incapaz de encarar los problemas existentes con generosidad y altura de miras, en definitiva, con espíritu real de concordia. O sea, lo opuesto justamente, en cuanto a forma de entender el servicio público y el liderazgo social, a esas instituciones altruistas y protectoras que, no por casualidad, nuestra ciudadanía tanto respeta y admira.

Altruistas

 

El cuadro es obra de Robert A. Thom (1915-1979) y lleva por título "Laennec y el estetoscopio"

Los españoles y las instituciones 4: la Corona

Por: | 07 de septiembre de 2012

Sellos Monarquía
En un contexto nacional de crisis, tanto la monarquía, en abstracto, como la concreta figura del Rey, siguen contando con el apoyo de una clara mayoría de españoles pese al reciente deterioro de la imagen pública de una y otro. Cuarta entrega de "Los españoles y las instituciones" publicada en la edición impresa de EL PAÍS el pasado 26 de agosto.

La erosión del crédito social de la institución monárquica se hizo especialmente perceptible a partir de 2010, en la estela del “caso Urdangarin”. Hasta ese momento, y a lo largo de al menos dos decenios, la proporción de españoles que, puestos a elegir, optaban por la monarquía había superado ampliamente a la de quienes lo hacían por la república. En 1996, el saldo favorable a favor de la primera era de 53 puntos (66% frente a 13%). Que con el tiempo pudiera producirse una lenta erosión del atractivo —teórico y en abstracto— de la institución monárquica era esperable. A fin de cuentas, la monarquía es una magistratura de carácter hereditario, es decir, basada en un principio frontalmente a contrapelo de los valores (igualitarismo, mérito personal, logro individual) característicos de las sociedades democráticas avanzadas, y solo la tradición, ininterrumpida y multisecular, o la probada eficacia y utilidad de su existencia pueden verosímilmente conseguirle en ellas el apoyo popular. Que es, por cierto, el caso de España. La forma en que el Rey ha ejercido sus funciones ha prestado legitimidad social a la Corona, y no al revés. Para un 78% de los españoles, sin la presencia y actuación de Don Juan Carlos la transición a la democracia no hubiese sido posible; y para un 74% el Rey no solo ha logrado consolidar la monarquía en nuestro país sino además probar que esta podía cambiar y adaptarse a la exigencias, en cada momento, de la sociedad española: anacrónica quizá, pero también útil y  eficaz en momentos difíciles.

Los avatares recientes de la Casa Real han dado lugar, sin embargo, a que entre 2007 y 2010 el saldo favorable a la monarquía haya quedado reducido a menos de la mitad (de +47 a +22) y se presente ahora estabilizado en +16. Esto no se debe a que se haya desplomado estrepitosamente la preferencia por la monarquía (por la que en realidad sigue optando un todavía mayoritario 53%), sino a que la opción republicana ha ganado nuevos apoyos (del 13% en 1996 ha pasado al 37% ahora), quizá como resultado de una reacción de enfado y censura.

Por otro lado, es cierto que el hondo descrédito ciudadano en que, con la crisis económica, ha caído el sistema político en su conjunto ha de haber alcanzado también inevitablemente a la Corona, símbolo y cúspide, a la vez, de todo nuestro entramado político-institucional. En todo caso, el Rey es, con amplia diferencia, la figura de nuestro sistema político que resulta mejor evaluada: en el saldo de aprobación-desaprobación ciudadana queda 66 puntos por encima del Gobierno, 80 por encima del parlamento y 94 por encima de los partidos. Pero, eso sí, ya no ocupa en solitario, como solía, el primer lugar en la tabla de confianza ciudadana, y pasa a un confortable lugar medio-alto, inmediatamente detrás, por cierto, del Príncipe de Asturias. Que, tras el “caso Botsuana” el Rey está siendo, además, objeto de una especie de reconvención por parte de los españoles parece obvio. Dicho asunto supuso su primer, y grave, desencuentro con una ciudadanía con la que tan directamente había sabido conectar durante cuatro decenios y de forma especialmente significativa apenas cuatro meses antes, en su celebrado mensaje navideño. De ahí la intensidad de la decepción y enfado ciudadanos, traducidos en un llamativo desplome de la imagen del monarca. En marzo de este año, el Rey era evaluado por los españoles de forma ampliamente positiva: un 74% de aprobación frente a un 21% de desaprobación, es decir, un excelente saldo positivo de +53 puntos. A finales de abril, inmediatamente después del malhadado viaje africano, dicho saldo pasó a ser de tan solo +6; es decir, bajó 47 puntos en apenas un mes. Va sin duda en honor de Don Juan Carlos la rapidez con que tomó conciencia de su error. En un gesto sin precedentes en nuestra vida pública, sus primeras palabras tras el incidente fueron las ya famosas: “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”. Resulta imposible encontrar un antecedente de contrición equivalente en ninguna de las figuras de nuestra vida política por más que hayan podido errar (y varias lo han hecho, incluso grave y repetidamente). A finales de julio su evaluación ciudadana presentaba síntomas claros de recuperación, que su acumulado capital de prestigio social, que sigue siendo formidable, sin duda contribuirá ahora a acelerar.

Así las cosas, y de cara al futuro, ¿en qué situación cabe pensar que se encuentra ahora la Corona? En realidad, y pese a todo, mejor de lo que a primera vista podría parecer. Aunque el desgaste actual de la institución ha afectado también, tangencialmente, al Príncipe de Asturias, lo ha hecho en clara menor medida. Su evaluación ciudadana presenta ahora un saldo favorable de 29 puntos con tendencia al alza y, quizá, a aproximarse al saldo positivo de 53 puntos que tenía hace cinco meses. Además, el 79% de los españoles cree que Don Felipe está totalmente preparado para asumir, en su día, las funciones de rey, y un 76% cree que, cuando llegue el momento, su acceso a la Corona se hará con total normalidad. Algo que sin duda ha de resultar tranquilizador para cuantos durante años se han estado preguntando si el “juancarlismo” de nuestra sociedad podría derivar alguna vez en “felipismo”. Parece que sí.

Corona 1
Corona 2
Corona 3

Los españoles y las instituciones 3: la Iglesia

Por: | 06 de septiembre de 2012

Mitras_obispos

A la Iglesia Católica española, históricamente tan influyente y ahora fuertemente cuestionada, va dedicado el tercer capítulo de esta serie sobre la imagen ciudadana de los principales grupos e instituciones sociales publicado en la edición impresa de EL PAÍS el pasado 19 de agosto.

Recuerda Joseph Pérez la pregunta que, recién terminada la guerra civil española, conturbaba a François Mauriac: “Tenemos la horrible desgracia de que, para millones de españoles, cristianismo y fascismo se confunden y ya no podrán aborrecer al segundo sin aborrecer al primero. ¿Cuántos años, cuántos siglos necesitará la Iglesia de España para librarse de este espantoso equívoco (…y para) no confundir la causa de su Dios crucificado con la del general Franco?”. La respuesta es que, en realidad, apenas fueron precisos dos decenios, los que tardó en ser convocado el Concilio Vaticano Segundo. En su estela, la Iglesia española, bajo el liderazgo sin duda providencial del cardenal Vicente y Tarancón (aquel para el que los ultras del régimen reclamaban con insistente y fácil rima el paredón), inició un profundo y acelerado proceso de transformación que le permitió desempeñar un papel clave en la transición a la democracia. Desde antes incluso de la recordada asamblea conjunta de obispos y sacerdotes de 1971 (que pidió perdón al pueblo español por no haber sabido lograr la reconciliación nacional tras la guerra civil), la nueva jerarquía eclesiástica mostró su empeño por contribuir a una salida pacífica y democrática del franquismo. Aquellos años de la Transición representaron, sin lugar a dudas, el momento estelar de la Iglesia española. Nunca antes en el pasado siglo tuvo (y nunca después, ya en este, ha vuelto a tener) un nivel comparable de ascendiente y prestigio social. Muy al contrario: en estos últimos decenios, a medida que —una vez más en la estela de Roma— pareció ir arrinconando buena parte del espíritu del Vaticano Segundo, la Iglesia española ha ido viendo erosionarse su imagen pública al tiempo que le perdía el pulso a la realidad social. El resultado de este creciente desencuentro entre Iglesia y sociedad es que el número de sus fieles declarados no cesa de disminuir. Los españoles que se definen como católicos practicantes solo representan ya el 18%: la cifra más baja del último medio siglo, inferior ahora incluso, por vez primera, a la de quienes se definen como no creyentes (24%). Cierto que, al mismo tiempo, quienes de un modo u otro y con más o menos matices o reticencias acaban definiéndose genéricamente como católicos suponen un masivo 73%. Pero cierto es también que los que se dicen católicos poco practicantes o no practicantes (y que en conjunto representan el 55% de nuestra población adulta) presentan actitudes y opiniones sobre casi todas las grandes cuestiones más cercanas a las de los no creyentes que a las de los practicantes y, sobre todo, que a las de la jerarquía eclesiástica. O lo que es igual: dentro de ese 73% de católicos genéricos, la gran mayoría se hallaría quizá en una especie de voluntaria militancia suspendida, con fidelidad —cabe suponer— al mensaje evangélico de base pero con escasa atención, cuando no plena sordera, a la actual voz de sus pretendidos pastores. No es toda la institución eclesial la que se ve afectada por esta severa crisis de imagen social: por ejemplo, la obra asistencial de la Iglesia (Cáritas) goza de un generalizado reconocimiento, y figura en el grupo de cabeza de las entidades e instituciones que los españoles aprecian de forma especial. El propio clero de a pie, el que se ocupa de las parroquias, es bien evaluado por uno de cada dos españoles (dato significativo si se recuerda que solo uno de cada seis dice ser católico practicante). Las críticas se dirigen más bien al conjunto de la institución en sí y, sobre todo, a quienes la representan y simbolizan: es decir, a los obispos. Estos ocupan uno de los últimos lugares en la tabla de confianza ciudadana, junto a políticos y bancos, con una evaluación fuertemente crítica (un saldo de 60 puntos negativos, frente, por ejemplo, a los 43 positivos que registra Cáritas). Para tres de cada cuatro españoles (e incluso para la mitad de quienes son católicos practicantes), la Iglesia no ha sabido adaptarse a la sociedad española actual; para seis de cada diez, transmite más una imagen de dureza y condena que de bondad y perdón. Y los obispos son severamente evaluados (con puntuaciones medias que solo llegan a 3 en una escala de 0 a 10) en cuanto a su conocimiento y comprensión de la España actual y a la medida en que contribuyen, con sus mensajes y declaraciones, a la concordia social. La Iglesia española parece así haber recorrido, en los tres últimos decenios, un triste camino: perdida la influencia social que un día tuvo, tiende ahora a rozar la irrelevancia.

Iglesia 1
Iglesia 2

Los españoles y las Instituciones 2: la Justicia

Por: | 06 de septiembre de 2012

Imagen_JusticiaLa Administración de Justicia, cuyo funcionamiento es considerado malo por el 69% de la población, ocupa el segundo capítulo de esta serie dedicada a analizar la visión de los ciudadanos sobre las instituciones del Estado. Fue publicado en la edición impresa de EL PAÍS el domingo 12 de agosto.

El mal principal que aqueja a la Administración de Justicia es el amplio descrédito social que algunas malandanzas recientes de sus más altas instancias parecen haberle granjeado. Cuando una institución carece (o da la impresión de carecer) de un liderazgo confiable, ejemplificador y eficiente, su imagen pública se desploma, con independencia de cual sea la forma en que, en conjunto, esté desempeñando realmente sus funciones. Y eso es lo que, a lo largo del curso recién concluido, ha ocurrido con nuestra Justicia. O, en todo caso, así es como lo percibe la ciudadanía y por ello, al hacer balance de situación, una mayoría absoluta (69%) dictamina que la Justicia en nuestro país funciona mal. Este porcentaje resulta ser, con diferencia, el más elevado de los últimos 25 años: en 1987 daba esta misma respuesta un 28%; en 1992, un 38%; en 2000, un 46% y en 2005, un 44%. Sencillamente, para el ciudadano medio nuestro sistema judicial no solo no habría ido mejorando, sino que estaría yendo progresiva y aceleradamente a peor.

No puede realmente decirse que estemos asistiendo a un colapso sin precedentes de nuestro sistema judicial, ya que no parece que la causa de esta actual masiva sensación de que “la Justicia funciona mal” deba buscarse en el quehacer cotidiano de nuestros casi 5.000 jueces. Con esta afirmación la ciudadanía estaría en realidad tratando de expresar (incurriendo en la sinécdoque, tan habitual cuando de la Justicia se trata, de confundir la parte con el todo) un intenso desagrado por comportamientos achacables en exclusiva a las máximas instancias judiciales, pero que destiñen sobre el entramado judicial todo. Los datos de opinión disponibles apuntan con claridad en este sentido. Entre el total de 35 instituciones y grupos sociales sometidos a evaluación ciudadana en el último Barómetro de Confianza Institucional de Metroscopia, los jueces obtienen un saldo evaluativo levemente negativo (es decir, quienes desaprueban el modo en que desempeñan sus funciones superan en 6 puntos a quienes lo aprueban), y quedan situados en la zona media de la tabla: un lugar si se quiere mediocre, pero no catastrófico. En cambio, la evaluación ciudadana del entramado jurisdiccional en su conjunto arroja ya un importante saldo crítico (24 puntos negativos), que se amplía en el caso del Tribunal Constitucional (que presenta un saldo de menos 37 puntos) y, sobre todo, en el del Tribunal Supremo (que registra un saldo negativo de menos 47 puntos y queda situado al final ya de la tabla, muy por debajo de los jueces). Además, en un sondeo también muy reciente de Metroscopia, el Tribunal Supremo y el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) son señalados con idéntica intensidad y por la misma amplia proporción de españoles (tres de cada cuatro) como los directos culpables de lo que se considera un funcionamiento inadecuado de la Justicia.

De estas dos instituciones que son las que en definitiva encarnan y simbolizan en el imaginario colectivo a la Justicia, la de mayor solera, el Tribunal Supremo, tiene ahora una imagen pública particularmente dañada. De entrada esto puede sorprender dado que precisamente en estos últimos tiempos ha logrado ir quebrando su tópica fama de lentitud y parsimonia tras aumentar de forma significativa su eficacia resolutoria. Pero es que la más que probable causa de su descrédito se encuentra en otro lado, en algo aún no del todo olvidado: el caso Garzón. Porque —recuérdese— un 61% de los españoles concluyó que la condena a 11 años de inhabilitación fue por una persecución personal. Eso dio lugar a que un 62% dijera que, tras este asunto, su opinión sobre el más alto tribunal había empeorado (solo mejoró para un 13%). Conviene advertir que la evaluación pública de la trayectoria del juez Baltasar Garzón era y es claramente controvertida: son tantos los españoles que dicen haber estado, en general, de acuerdo, con sus actuaciones como los que dicen haber estado usualmente en desacuerdo con ellas (en torno al 40% en ambos casos). La negativa evaluación ciudadana de dicha sentencia condenatoria no puede así ser atribuida sin más a un impulso de generalizada simpatía popular hacia el condenado; más bien parece reflejar algo muy preocupante: la mayoritaria sensación ciudadana de haber asistido más a un ajuste personal de cuentas (perpetrado además por nuestra más alta instancia judicial) que a un acto de justicia desapasionado y objetivo.

En cuanto al Consejo General del Poder Judicial, lleva meses varado en un profundo descrédito social. El 73% de los españoles cree que este órgano, constitucionalmente encargado de gestionar de forma independiente y objetiva la carrera profesional de los jueces, ha decidido en la práctica los nombramientos de cargos judiciales por criterios ideológicos o por puro amiguismo. Cuesta imaginar una descalificación de un órgano estatal más deletérea. Se entiende así que una similar mayoría absoluta ciudadana (el 72%) concluya que la forma en que está organizada la gestión de nuestra Justicia necesita una reforma urgente y profunda. Por añadidura, el triste estrambote que a la actual etapa del CGPJ ha supuesto el caso Dívar no ha contribuido precisamente a desembarrancar su pésima imagen pública.

En espera del urgente remedio para la carencia de crédito social de los dos pilares institucionales de la Justicia (su órgano de gobierno y su máximo tribunal), resulta llamativo constatar que los españoles sigan percibiendo luz al final del túnel. Ocurre algo admirable: ahora, y al igual que en los últimos veinte años, dos de cada tres españoles siguen pensando que con todos sus defectos, insuficiencias e imperfecciones la Justicia representa la instancia última que garantiza los derechos y libertades de los ciudadanos. Sin duda, un claro reconocimiento a la labor cotidiana, con sus altibajos, de los cinco millares de jueces que son los que, aunque in extremis, salvan la cara a la Justicia. ¡Qué no pensaría de esta la ciudadanía si percibiera que quienes la simbolizan, representan y gestionan lo hacen con celo desinteresado, con independencia y con altura de miras!

Justicia

Los españoles y las Instituciones 1: la clase política

Por: | 04 de septiembre de 2012

Pintada_Congreso_Diputados

Este es el primero de una serie de cinco artículos publicados en EL PAÍS a lo largo del pasado mes de agosto con los que se ha pretendido alzar un balance del modo en que, en medio de la actual crítica situación, los españoles evalúan el funcionamiento de algunas instituciones y grupos sociales de especial significación para nuestra vida colectiva. En esta ocasión, se presta atención a la clase política. El texto corresponde a José Pablo Ferrándiz (@JPFerrandiz).

La opinión pública española constituye un eficiente sensor para calibrar el estado global de la situación económica. Así, desde 1997 y hasta finales de 2007 —coincidiendo con el ciclo económico expansivo más largo de la democracia—, eran más los españoles que evaluaban positivamente la situación de nuestra economía que quienes lo hacían negativamente. Esta tendencia se quebró en noviembre de 2007, justo cuando la crisis de las hipotecas subprime en Estados Unidos comenzaba a extenderse hacia los mercados financieros de todo el mundo. Desde entonces, las evaluaciones negativas sobre la situación económica han ido en continuo aumento: no solo superaron a las positivas sino que han llegado en el momento actual a suponer la práctica unanimidad: un 97% según el último dato disponible. En paralelo, el estado de ánimo de los ciudadanos ha venido empeorando. Primero, pasó de la mera preocupación a la angustia: el porcentaje de españoles que dice ahora sentirse angustiado por la situación económica nacional alcanza ya un 94%, y un 82% dice estarlo por la suya personal. Pero esta sensación se ha tornado en desamparo por la falta de seguridad y de tranquilidad que le transmiten las principales instituciones de nuestro sistema y, de manera especial, la clase política, precisamente la llamada a liderar la vida social en tiempos de incertidumbre y crisis.

Es cierto que la mala imagen de los partidos y de los políticos no es exclusiva de España: en medida no muy distinta se registra igualmente en la mayoría de países de nuestro entorno. También en Estados Unidos, donde el Congreso ha obtenido es estos dos últimos años los peores porcentajes de aprobación ciudadana desde que existen datos al respecto. En el caso concreto de España, y según ha ido empeorando la situación económica, la clase política lejos de constituirse en parte principal de la solución ha pasado a ser, a ojos de los ciudadanos, una parte del problema. A este respecto, tanto los datos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) como los de Metroscopia coinciden y son concluyentes. En el Barómetro del CIS de junio de 2009, los españoles situaron por primera vez a los partidos políticos (la “clase política”) entre los cinco principales problemas de España. En solo dos años, subieron dos puestos, y en el Barómetro mayo de 2011 aparecieron ya en la tercera posición precedidos solamente por el paro y por los problemas de índole económica, y quedando por delante del terrorismo, la inseguridad ciudadana o la inmigración (problemas que, tradicionalmente, siempre habían copado puestos de cabeza). Y en estos momentos, según datos de Metroscopia, un 79% de todos los ciudadanos —y sin diferencias significativas entre los votantes de los distintos partidos— considera que, en conjunto, la clase política no está sabiendo estar a la altura de las circunstancias actuales ni está sabiendo dar la talla precisa. No debe, por tanto, resultar extraño que en la tercera oleada, última hasta el momento, del Barómetro de Confianza Institucional que lleva a cabo  Metroscopia, los partidos políticos se vean situados por la ciudadanía en la última posición de una tabla que comprende 35 instituciones o grupos sociales.

La clave de este desafecto ciudadano hacía sus representantes políticos está, sin duda, en el percibido alejamiento de estos respecto del sentir de la sociedad en estos últimos tiempos. La abrumadora mayoría de los ciudadanos está de acuerdo en que los partidos tienden, cada vez más, a pensar sólo en lo que les beneficia e interesa (88%) y en que su prioridad no es escuchar y dar cauce a lo que piensa la gente (87%). Lo que la sociedad está reclamando es que los partidos políticos introduzcan cambios profundos en su forma de funcionar para que, por un lado, sean más sensibles a las demandas de los ciudadanos (90%) y, por otro lado, logren atraer y reclutar para la actividad política a las personas más competentes y mejor preparadas (algo que ahora no ocurre según opina un 73% de los españoles).

De hecho, nunca antes en la historia democrática de nuestro país los dos principales candidatos a presidir el Gobierno de la nación habían llegado a una cita electoral con abrumadores porcentajes de descrédito entre la ciudadanía como fue el caso el pasado 20 de noviembre. Un día antes de esas elecciones, el candidato socialista, Alfredo Pérez Rubalcaba, inspiraba poca o ninguna confianza a un 75% de los electores, y el candidato popular (y finalmente vencedor en las mismas), Mariano Rajoy, a un 66%. Inmediatamente después de las elecciones el panorama mejoró para el ahora Presidente del Gobierno —no así para el dirigente socialista, que pasó a simbolizar al gobierno saliente— pero el mantenimiento y profundización de la crisis no ha tardado en volver a evidenciar la desconfianza ciudadana en la capacidad gestora y de liderazgo de nuestros principales políticos: la desconfianza en Rajoy se extiende ahora a un 80% de la población y la de Rubalcaba a un 85%. De hecho, un 66% de los ciudadanos considera que lo que España necesita en estos momentos es que otros políticos se sitúen al frente a de los principales partidos políticos.

Ante este panorama cada vez son más los españoles –tres de cada cuatro en estos momentos- que piensan que la manera más eficaz de hacer frente a la crisis económica sería el establecimiento de un Gobierno de concentración nacional en el que participaran no solo los dos principales partidos –PP y PSOE- sino también cualquier otra formación con representación parlamentaria que o deseas. El mantenimiento de la actual confrontación y falta de entendimiento lleva en cambio a la ciudadanía a concluir, por un lado, que todos los partidos políticos son iguales (79%) y, por otro, que solo sirven para dividir a la gente (58%). Pese a todo, la amplia mayoría absoluta de los españoles sigue pensando que los políticos y los partidos son imprescindibles para que pueda haber democracia: no es la institución lo que se cuestiona, sino el modo en que a esta se la está haciendo funcionar. De ahí que la petición mayoritaria sea la de nuevos operadores para el actual sistema y no el reemplazo de este por otro distinto.

En definitiva, a los múltiples efectos directos que la crisis económica está teniendo sobre nuestra sociedad hay que añadir uno colateral que resulta especialmente alarmante: la constatación ciudadana de carecer, cuando más necesarios resultan, de liderazgos políticos confiables y eficientes.

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