¡Mira, papá, bueyes!, exclamó la niña al ver las pinturas. Así empezaba en 1879 la saga moderna de las pinturas de Altamira, a la vez que se aceleraba el proceso de su deterioro. Porque si hay algo seguro para una obra de arte es que tarde o temprano acabará destruida. Desde el momento en que María Sanz de Sautuola, abuela del actual presidente del banco de Santander, descubrió en la cueva de Altamira la sala de las pinturas polícromas, la de los bisontes, ciervos y caballos, el recinto que había permanecido casi despoblado desde que los seres humanos del Paleolítico ejecutaron las pinturas, comenzó a recibir curiosos, visitantes y después turistas. Y con ellos se colaron numerosos elementos indeseables, gases y nutrientes que junto con el aumento de temperatura que provocaban los visitantes, cambiaron el ambiente de la cueva favoreciendo el desarrollo de microbios y la degradación de las pinturas. Pasado el tiempo la solución que se adoptó para alargar la vida de lo que muchos consideran la capilla Sixtina del arte paleolítico fue la de cerrarla al público. ¿Pero se garantiza con eso su permanencia?
Reproducción de la sala de las pinturas polícromas realizada por Marcelino Sanz de Sautuola. La cueva había sido redescubierta en 1868 por Ernesto Cubillas, un cazador, pero no había sido explorada hasta que en 1879 María Sanz de Sautuola advirtió la presencia de pinturas de bisontes que ella pensó eran bueyes. Dibujo publicado en 1880. Fuente: Wikimedia Commons.