Sobre el autor

es asesor de
comunicación y consultor político.
Profesor en los másters de comunicación
política de distintas universidades.
Autor, entre otros, de los libros: Políticas.
Mujeres protagonistas de un poder
diferenciado’ (2008), Filopolítica:
filosofía para la política (2011)
o La política vigilada (2011).
www.gutierrez-rubi.es

Sobre el blog

Hago mía esta cita: “Escribimos para cambiar el mundo (…). El mundo cambia en función de cómo lo ven las personas y si logramos alterar, aunque sólo sea un milímetro, la manera como miran la realidad, entonces podemos cambiarlo.” James Baldwin

Sin reuniones, sin ruedas de prensa

Por: Antoni Gutiérrez-Rubí | 26 mar 2013

Silencio

Mariano Rajoy ha impuesto su lógica, su código. Desde hace casi un mes no hay ruedas de prensa. El PP ha suspendido por tercera semana consecutiva la reunión del comité de dirección de los lunes en la calle Génova, que suele ir acompañada de la comparecencia ante los medios de comunicación. Desde que María Dolores de Cospedal atribuyó el finiquito de Bárcenas a una «indemnización en diferido en forma de simulación de salario», no ha habido más riesgos. Todo lo contrario. Rajoy ha elogiado y reforzado a Cospedal: «una mujer excepcional que nunca le dijo no», y ha evitado él mismo casi todos los contactos con la prensa.  El caso Bárcenas ha condicionado de tal manera la acción del PP que, por no atender a los medios, el partido no se reúne formalmente. Grave, preocupante y difícilmente justificable.

Esta estrategia no es nueva. Rajoy está convencido de que la opinión pública es voluble y se agota con facilidad. Y que, aunque no olvida, sí que pierde el interés por volátil e inconstante. Cree que los medios se fagocitan a sí mismos y que todas las lesiones políticas o reputacionales por el caso Bárcenas ya están descontadas en términos electorales. Además, sostiene que sin ocasiones (ruedas de prensa y preguntas) no hay espacio para las noticias (cuando pueden no ser favorables), o para los riesgos (cuando no está garantizado el control de daños). No cree en la comunicación como pedagogía, sino como recurso. No es una obligación (o una voluntad), es un trámite, casi un suplicio. Rajoy aplica una curiosa y particular estrategia de crisis: el silencio elocuente. No hay manual que lo sostenga. Pero él lo impone, fiel a su estilo y personalidad. O es fruto de la inseguridad, o de una osada seguridad sin fundamento.

El periodista Álex Grijelmo acaba de publicar un imprescindible y oportuno libro: La información del silencio. Cómo se miente contando hechos verdaderos. El autor cree que, hoy en día, «la principal manipulación informativa está en el silencio» y no en decir mentiras u ofrecer datos falsos. Y con el silencio hay que tener cuidado porque «tiende a llenarse de significado, es información».

Este es precisamente el riesgo −mucho peor que enfrentarse a la verdad− que asume Rajoy: que los demás supongamos, que interpretemos, que especulemos. Y, en esta tesitura, suponemos un secreto, interpretamos un chantaje, especulamos con un delito. Esta estrategia alimenta la antipolítica. Al no esclarecer los hechos, Rajoy comete un grave error que no se compensa con los beneficios del no-riesgo.

Nuestro sistema de representación ha perdido sus amortiguadores y sus zonas de distensión y seguridad. Hoy la percepción es cruda y ruda respecto a una posible situación sistémica de corrupción generalizada. Con su silencio, alimenta la especulación que no se decanta por la duda, sino por la sospecha. Sin credibilidad, y con la confianza exhausta para otorgar crédito adicional a la política, su silencio le protege (de momento) mientras destruye el suelo democrático. Sería mejor, para  los desafíos y la salud democrática de nuestro país, conocer la verdad que sospecharla. Este es el daño irreparable.

Rajoy puede haber hecho su apuesta definitiva en esta legislatura. Lo vimos, en parte, en el Debate del Estado de la Nación. El Presidente confía en el tiempo como remedio, como estrategia y como garantía. Ha sacado la calculadora y, aunque el bipartidismo muestra signos de agotamiento, confía en que, por muchas razones, su distancia con el partido de la oposición será superior a la distancia que le faltaría respecto a conseguir una cómoda mayoría parlamentaria. Este equilibrio sería suficiente para garantizarle la gobernabilidad por pura aritmética: es más fácil poner de acuerdo a dos o tres formaciones para un gobierno estable, que lo hagan cinco o seis (mínimo) que serían las que, hoy, necesitaría cualquier gobierno alternativo.

En estas circunstancias, el caso Bárcenas no es un problema (grave) −pensarán− si se cumplen dos condiciones: que no afecte directamente al Presidente y que el delito no sea corporativo. Decía el presidente George Washington, en su discurso de despedida hace más de doscientos años: «La mejor política siempre es la honradez». Rajoy puede sobrevivir políticamente… pero ¿a qué coste democrático? Tras este cálculo posibilista, la política se hunde en un pozo insondable. Y él no podrá zafarse de la máxima que presidía el despacho de otro presidente norteamericano, Harry S. Truman: «¡La responsabilidad final es mía!».

Ocho claves de la confianza política

Por: Antoni Gutiérrez-Rubí | 17 mar 2013

Cambio

Los resultados de un reciente sondeo publicado hoy mismo confirman la tendencia: «Los españoles confían mucho más en los movimientos sociales que en los políticos». La semilla del #15M, entre otras, empieza a germinar. Una nueva energía democrática emerge entre las rendijas de la arquitectura institucional y, especialmente, tras sus muros. Muros resquebrajados por la percepción de corrupción sistémica y sus devastadoras consecuencias en términos de confianza pública.

¿De dónde emerge la confianza política en los movimientos sociales? El caso que mejor ilustra esta nueva dinámica de relegitimación política es el de la lucha contra los desahucios: «Según el sondeo, los ciudadanos confían más en la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) y en las ONG de defensa de los desfavorecidos antes que en los políticos, es decir, en el Gobierno y en los partidos, y también que en los jueces y fiscales».

Este poderoso y sostenido desplazamiento de la confianza política hacia nuevos liderazgos y formatos organizativos en detrimento de los partidos políticos es, a la vez, un síntoma y una evidencia. Síntoma de la profunda crisis de la política formal, y evidencia de que la política, protagonizada por quienes la convierten en opción vital (y no como simple y exclusivo cálculo orgánico o profesional), sigue anidando esperanzas de mejores horizontes colectivos.

Las causas de este desplazamiento podrían ser las siguientes:

1. Compromiso. Los movimientos sociales, como la PAH, han basado el compromiso político en el compromiso personal y cívico de sus activistas. Este itinerario solidaridad-conciencia-política se ha nutrido de la proximidad real que en cada uno de los más de 600 desahucios evitados han significado episodios de profunda sensibilidad social. Este compromiso no es ideológico, es vivencial, y ahí radica una de las claves de su legitimización y su credibilidad en la representación. Solo puede representar quien está cerca,  donde hay que estar, y a la hora a la que hay que estar.

2. Claridad. La contundencia del mensaje es parte de su claridad y magnetismo. Estos movimientos sociales hablan claro, fuerte y directo. Su lenguaje no es conciliador, ni contemporizador. Conscientes de la fortaleza moral de sus argumentos –y ahora legal, tras la sentencia del Tribunal Europeo– no buscan agradar, ni especulan. Hablan claro porque lo hacen de modo sencillo y directo. La narración coral de muchas de sus campañas impacta por la eficacia de los que hablan: los propios afectados. Tienen capacidad para emocionar y concienciar a la vez, con un discurso claro y directo. La política de la claridad frente al lenguaje incomprensible de la política formal.

3. Coraje. Una de las características más transparentes y que más ha contribuido a la percepción de confianza es el coraje político, y la determinación con la que se mueven sus líderes y portavoces, impregnando toda su actividad y organización. Hay fuerza, legitimada. Pero sobre todo hay coraje para defender, en solitario y a veces contra todo y todos, a los más débiles de nuestra sociedad: parados de larga duración, inmigrantes, mujeres, ancianos, jóvenes. Este coraje se sustenta en la fuerza de lo justo, frente a la legalidad que lo niega. Este combate entre lo justo y lo legal abre numerosos escenarios –no todos fáciles ni claros– pero convierte el sentido común en el argumento jurídico más poderoso. Este coraje contra la usura legalizada tiene poderosas raíces en la resistencia civil frente al poder. Su magnetismo es indudable.

4. Radicalidad. En la denuncia y en la comunicación. Una radicalidad que incomoda. La última campaña de ‘escrache’, con sus retos y sus límites, es un ejemplo claro. Esta radicalidad es parte de su autenticidad, frente a la pasividad, que se percibe como complicidad, de muchas fuerzas políticas y de muchos políticos. La gestión prudente e inteligente de esta radicalidad será un elemento clave para la evolución futura de estos movimientos, pero ahora son parte de su aura y su fascinación, que permite identificarse con los débiles frente a los poderosos.

5. Creatividad. Las estrategias de comunicación de los nuevos movimientos sociales se alimentan del ARTivismo, el Street Art, y de toda la gama de formatos creativos que hacen de lo lúdico la antesala de lo lúcido. El sentido del humor, la poesía política urbana y social, la música, la creatividad de las multitudes (en forma de disfraces, mensajes, ambientaciones) y buenas aportaciones de profesionales comprometidos, dotan a estos movimientos de gran plasticidad. Sus luchas sociales son luchas creativas, culturales y estéticas. Los logos convencionales son sustituidos por el cromatismo social de las mareas. Y las consignas oficiales por la eclosión de una poética alternativa muy potente y estimulante. Las redes sociales convierten en viral y coral cada aportación individual.

6. In-out. Dentro-fuera. Estos movimientos son conscientes del enorme potencial que tiene un calculado y cuidado ritmo in-out en la relación con las instituciones democráticas. La lucha por la ILP (con más de 1.400.000 firmas) es un claro ejemplo de comprensión de cómo una gestión dinámica e inteligente de los recursos institucionales ofrece posibilidades para avanzar políticamente, más allá del rigor esclerótico con el que muchas veces los partidos tradicionales utilizan lo formal como parapeto frente a sus propias responsabilidades.

7. On-off. Es clave. A diferencia de otras expresiones de nueva cultura política que entronizan lo digital como el único ecosistema de socialización, estos movimientos han hecho un intenso trabajo on-off: de las asambleas al timeline, de los debates a las redes, de las calles a los platós. Conocen la fuerza de un tuit pero conocen, también y a la perfección, el trabajo de los medios de comunicación tradicionales, con sus lógicas, sus horarios y sus dinámicas. Y han aprovechado todas las ventanas posibles, sin excesos profilácticos, sin miedo a perder autenticidad y coherencia. Y sin recelos a los liderazgos reales y reconocidos.

8. Liderazgo. Y en femenino. No es un tema menor que la política formal mejor valorada de nuestro sistema parlamentario sea una mujer, Rosa Díez. Y no me cabe ninguna duda que Ada Colau sería, si se preguntara y comparara, la voz social más considerada y apreciada. Ambas reflejan, en sí mismas y contradictoriamente, parte de estas nuevas y diferenciadas características que dibujan y configuran los pilares de la nueva confianza política. Las formas son parte de su identidad. Y su identidad es su mensaje. Todo se mueve. Y la calle hierve.

El dilema de Rubalcaba

Por: Antoni Gutiérrez-Rubí | 11 mar 2013

Bifurcación

Entre el carné y la vara, el bastón de mando. Entre la dignidad y el poder, el poder. Entre la coherencia y la ambición, la ambición. Nunca un carné había valido tan poco para quien lo ha utilizado y se ha servido de él representando a unas siglas y a unos ciudadanos con el objetivo de obtener la alcaldía. El usurpador Samuel Folgueral (Ponferrada, León) tiene el poder, pero ha perdido toda la autoridad: la moral y la política; y, sin ella, no hay democracia, solo farsa.

«O deja la alcaldía o deja el PSOE», le emplazó el sábado —su hasta ayer líder—Alfredo Pérez Rubalcaba. Un dilema es, en lógica, un argumento con forma de silogismo en el que se presenta una disyunción a la que sigue una conclusión que puede resultar paradójica y, por lo tanto, hacer irrelevante la opción inicial. Pero, en la moral ética, el dilema se presenta cuando debemos elegir entre dos alternativas, donde la opción a escoger no depende de los beneficios —o no— de la decisión, sino de los valores que uno tenga, aceptando las consecuencias aunque sean adversas. En estas circunstancias, no es el beneficio «lógico» el que se busca, sino el acierto moral, la decisión por convicción. Es obvio que la decisión de Folgueral, y de los que la han secundado, no responde a ninguna consideración ética.

¿Y si Rubalcaba hubiera situado, por ejemplo, el dilema en otro nivel? «O deja la alcaldía, o dimito yo». Es obvio, en ese caso, que la presión habría sido tremenda (e insoportable) para el edil, y que la dignidad de Rubalcaba habría quedado indemne. No es exagerado. Habría sido un golpe de autoridad ética que habría revalorizado lo que hoy no parece gran cosa: el carné como símbolo de unos valores y un compromiso.

Ahora, el error cometido (y por el que pidió disculpas y ordenó rectificación) no tiene coste, salvo que lo asuman quienes especularon, toleraron o aceptaron la moción de censura como parte del cálculo político. Es obvio que al presentar el dilema como una opción entre el carné de un partido (del que es secretario general) y el poder municipal —y al no obtener el verdadero objetivo de su ultimátum que era rectificar el error con un golpe de autoridad— se queda, quizá, sin las dos: ni rectificación, ni —seguramente— autoridad.

Tal y como quedan las cosas, Rubalcaba —o a quien le corresponda— solo puede salir airoso, probablemente, si asume las consecuencias de aquel error. El tiempo moral de la política se impone, en momentos de zozobra y descrédito. Los políticos deben actuar con ejemplaridad, para que su actuación se sustente en pilares, en lugar de en pies de barro.

Entre las muchas dolorosas coincidencias de este lamentable caso (moción de censura en el Día Internacional de la Mujer, con el apoyo de un acosador condenado) hay una adicional que parece juguetear con el destino y la etimología: la vara de mando también se denomina «manípulo». Un simple acento diferencia esta palabra de la denostada acción de manipular. Todo lo contrario a lo que se entiende por autoridad democrática. Pero en la lengua, como en la vida y la política, los acentos son importantes. Y este es vital. No hay dilema posible.

(Fuente de la fotografía)

Recuperar la política: recuperar la palabra

Por: Antoni Gutiérrez-Rubí | 10 mar 2013

«Si las palabras se deterioran, ¿qué las sustituirá? Son todo lo que tenemos». 
El refugio de la memoria
, de Toni Judt

El debate sobre la degradación política nos ha llevado, inevitablemente, al debate a fondo sobre la degradación de la palabra política: a su significado, a su intención, a su uso y a su responsabilidad.  

Dos recientes textos periodísticos abordan este íntimo nexo entre palabra y política. En el reportaje Lo que la cháchara política esconde (El País), Victoria Camps afirma: «El uso del eufemismo es habitual para evitar términos demasiado claros. Pero también ocurre lo contrario: las palabras que conllevan un valor y que se usan para mencionar un cambio positivo, como transparencia, se manosean tanto y se ven tan falseadas por la realidad cotidiana que se devalúan antes de que podamos incorporarlas con normalidad al lenguaje político».

Y también en Delenda est, el reciente artículo de Guillem Martínez, se identifica con claridad el nudo gordiano del problema: «El poder —o algo más amplio: el sistema, pues el poder y la oposición, aquí abajo y desde hace 35 años, comparten palabras, discursos, cultura— está lingüísticamente noqueado. Un indicio de que el colapso del sistema es mayor de lo previsto. Sin palabras propias, las instituciones parecen estar abandonadas a sí mismas».

Cuando la política (formal) no sabe hablar es que —quizá— no sabe qué decir. Y muestra, con toda su crudeza, sus limitaciones directivas y reflexivas. De ahí, el protagonismo de la nueva política, la que emerge entre las mareas y los márgenes de nuestro sistema de representación institucional y su ecosistema informativo. Su fuerza y su atractivo radica en el uso más creativo, más transparente y más «radical» del lenguaje: el que sirve para movilizar y actuar. La ecuación reflexión-comunicación-acción, tan insustituible en la política democrática, se ha vuelto incomprensible en nuestros representantes. Es imprescindible un rearme conceptual. No hablo simplemente de mejorar la técnica retórica (bienvenida sea). Se trata de un fortalecimiento del sentido del lenguaje: el que construye sociedad, no el que la destruye. 

El descrédito de la política es el descrédito de su palabra y de los que la utilizan sin criterio y sin responsabilidad. Cuando la palabra no compromete (al que la pronuncia), no puede convencer al que la escucha. Y, sin palabras, no hay diálogo. Esta ruptura entre la palabra política y la democracia representativa es lo que vacía a la segunda de legitimidad renovada en un mundo y una sociedad en la que la abundancia de palabras exige la mayor calidad de las mismas para que puedan optar a la atención de las personas.

Entre las críticas más duras contra los políticos y los partidos, las más frecuentes se articulan alrededor del lenguaje: «no se les entiende», «hablan para y entre ellos», «mienten», «hablan de lo que les interesa», «no dicen nada», «no saben qué decir», «no saben ni hablar», «prometen pero no cumplen». Lo que provoca la desconexión inmediata y el prejuicio generalizado ganado a pulso. Críticas a las que hay que añadir, ahora, esta nueva dosis de descrédito: la que provoca la omisión y el silencio ante las preguntas de los periodistas o de la sociedad.

Recuperar la política es recuperar el sentido de las palabras, y su capacidad de otorgar significado y contexto a la realidad. Se trata de hablar para comprender (al otro, a los otros) más que para convencer (a los propios). Hablar para ofrecer un horizonte, un sentido, más que para imponer un criterio y unas medidas.

En el libro de Toni Judt, El refugio de la memoria, el autor nos recuerda que «en La política y la lengua inglesa, George Orwell reprendía a sus contemporáneos por utilizar el lenguaje para desconcertar más que para informar. Su crítica estaba dirigida a la mala fe: la gente escribía pobremente porque estaba intentando decir algo poco claro, cuando no mintiendo deliberadamente. A mí me parece que nuestro problema es diferente. La prosa de muy baja calidad es hoy indicativa de inseguridad intelectual: hablamos y escribimos mal porque no nos sentimos seguros de lo que pensamos y nos resistimos a afirmarlo de un modo inequívoco».

Este es el problema. Que la ambigüedad ha sustituido a la claridad. La distracción, a la precisión. La ocultación, a la certeza. La manipulación, a la conversación. La propaganda, a la comunicación. La confusión, a la visión. Y el silencio, a la responsabilidad. Esta situación es insoportable. Cuando el poder no habla (no sabe, no quiere, no puede), impone. Y, entonces, ya no es (o no se percibe) democrático. Este es el tremendo y grave riesgo en el que estamos.  

Recuperar la política no será posible sin las palabras. Las mejores: las más bellas, porque sean las más sinceras, las que mejor comprendan, para que puedan ser la base de transformación y cambio. Sin ellas no hay futuro, porque no pueden dibujar la esperanza (colectiva), la que permite creer en los sueños y alimentar los retos. Y, sin esta, el miedo (individual) abrirá las puertas del egoísmo cainita y, con ello, el desmoronamiento del concepto de lo público que es la base de nuestra cultura democrática.

Juventud sin futuro

Por: Antoni Gutiérrez-Rubí | 07 mar 2013

La_gente_ignora

Vuelven. Justo en un mes. El próximo día 7 de abril,  las mareas regresarán. Esta vez con un lema contra la vergüenza y la desesperanza. Bajo la convocatoria «España no es país para jóvenes», más de 4.000 jóvenes que se han ido a trabajar fuera de España, ante la falta de expectativas laborales, se han apuntado a la campaña #NoNosVamosNosEchan para denunciar cómo se están viendo obligados a elegir «entre el paro, la precariedad o el exilio forzado».

Convocados por Juventud Sin Futuro, organización que se dio a conocer en abril de 2011 como el precedente más nítido del 15M, con una sorprendente −por masiva− manifestación bajo el lema «sin casa, sin curro, sin pensión, sin miedo», la campaña inunda las redes con testimonios. Un mapa interactivo permite conocer los «exilios» de los jóvenes que se van, «porque les echan». Porque no tienen futuro.

Los datos son abrumadores y las medidas, insuficientes:

1. El paro registrado en febrero supera, por primera vez, los cinco millones tras sumar casi 60.000 personas. Los jóvenes de menos de 25 años sufren la mayor sangría. El desgarro es brutal.

2. El 91 % del empleo destruido en los últimos cuatro años afecta a menores de 35 años, tal y como publica la Encuesta de Población Activa (EPA).  

3. El paro juvenil en España supera el 55 % y afecta a 5,7 millones en la UE.

4. Las medidas de choque, aprobadas hace unos días por Real Decreto Ley (RD), para atacar el paro de los menores de 30 años no convencen. Impulsar la contratación de menores de 30 años, simplemente con las bonificaciones de los contratos, ya ha demostrado su ineficacia en el pasado.

5. Las medidas incluidas en el RD apuestan por el papel del contrato temporal como instrumento contra el desempleo juvenil. La precarización no resuelve el problema, lo alarga agudizándolo, como hemos visto también en otros países. 

6. La crisis lleva a los jóvenes españoles a aceptar los 'mini-jobs' y los 'mini-pisos'. La ‘mini-vida’ es la alternativa para los sin futuro.

A las movilizaciones del próximo día 7 de abril, con fuerte contenido de denuncia y crítica, se suman otras modestas iniciativas (como la carta de los emprendedores al presidente Rajoy, inspirada en la carta que los emprendedores estadounidenses enviaron al presidente Obama en 2008), con propuestas muy claras sobre un cambio radical en la orientación de las medidas económicas y especialmente sus prioridades.

La marea de los jóvenes sin futuro toma el relevo a otras mareas ciudadanas. Y su mensaje es todo un desafío: «Que se vayan ellos». El clima de recelo hacia la política se agudiza por momentos. La corrupción se dispara y se convierte en la segunda preocupación ciudadana (40 %), solo superada por el paro (79,9 %). En este contexto, la batalla laboral entre Luis Bárcenas y el PP es más hiriente que nunca. Que un defraudador, y presunto delincuente, chantajee y amenace al mismo Presidente del Gobierno −con la legislación laboral en la mano (acaba de presentar una denuncia contra el PP por «maltrato laboral»), la misma que es incapaz de frenar el paro juvenil− es provocador e insultante. La paciencia se agotó, de golpe. Tanta obscenidad es insoportable.

Las fotografías que inundan las redes, con los testimonios de los jóvenes, son tremendos golpes a la conciencia pública y política. La lectura de los carteles que exhiben no deja dudas sobre su desesperanza y, también, sobre su tremenda irritación.

Frente a los sin futuro, los sinvergüenzas. Tanto descaro y humillación nos pasará una factura adicional: la ruptura total entre los jóvenes y nuestro deteriorado sistema de representación política. Entonces, los sin futuro sentirán que están sin democracia.

El País

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