La legislatura del presidente Mariano Rajoy parece (¿irremediablemente?) caracterizada por un hecho singular, por su contradicción: Mariano Rajoy es un Presidente con un extraordinario poder, gracias a su cómoda mayoría parlamentaria, pero −paradójicamente− no puede ejercerlo con libertad. Sea por sus compromisos internacionales con el proceso de concertación macroeconómica con nuestros socios europeos; o sea por las limitaciones para ejercer una política autónoma (dinámica y creativa) de sus bases y del entorno del ex presidente Aznar, parapetado en la Fundación FAES y que siempre le enmienda la página con un tachón. Rajoy está sentado sobre la silla más poderosa, pero no controla casi ninguna de sus patas.
Es evidente que, a estas limitaciones, Rajoy contribuye con un liderazgo calculador y evasivo, al que hay
que añadir su particular modelo
de gestión de la comunicación y el apego a la quietud como estrategia
central. El resultado es que el Presidente parece que poco puede hacer
libremente, bien porque no quiere, o bien porque no puede o no sabe. Y, en consecuencia, se
le percibe como condicionado hasta el extremo. Ya lo demostró hace unos meses
cuando aseguró que no podía aplicar su programa electoral. O
cuando admite, en conversaciones reservadas con diversos interlocutores, que no
puede hacer nada, por ejemplo en Catalunya, sin que su autonomía sea cercenada
por un motín político interno generalizado. Quisiera, pero no puede... o
no se atreve.