Sobre el autor

es asesor de
comunicación y consultor político.
Profesor en los másters de comunicación
política de distintas universidades.
Autor, entre otros, de los libros: Políticas.
Mujeres protagonistas de un poder
diferenciado’ (2008), Filopolítica:
filosofía para la política (2011)
o La política vigilada (2011).
www.gutierrez-rubi.es

Sobre el blog

Hago mía esta cita: “Escribimos para cambiar el mundo (…). El mundo cambia en función de cómo lo ven las personas y si logramos alterar, aunque sólo sea un milímetro, la manera como miran la realidad, entonces podemos cambiarlo.” James Baldwin

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Los fantasmas

Por: Antoni Gutiérrez-Rubí | 27 nov 2014

«La economía, estúpido» (the economy, stupid) fue el concepto de la campaña electoral de Bill Clinton en 1992 contra George H. W. Bush (padre), que lo llevó a convertirse en presidente de los Estados Unidos. Luego la frase se popularizó como «es la economía, estúpido» y ha servido para todo tipo de remakes mediáticos y políticos. Hoy, Rajoy ya sabe que es la política (y no sólo la economía) lo que puede destrozar su mandato.

El guión de Mariano Rajoy ya no lo escribe él. Quizá el Presidente está desconcertado y no comprende bien cómo una rotunda e importante afirmación, como la que pronunció ayer solemnemente en el hemiciclo («Hemos superado la crisis económica»), queda sepultada en los medios e invisible —e inaudible— para la opinión pública. Aunque fuera cierto que hemos salido de la crisis económica, la verdad es que la percepción general es que estamos en una crisis política extraordinaria, que impide tanto como oculta, que condiciona tanto como desdibuja la recuperación económica. No, señor Presidente, la ciudadanía, aunque necesitada y agotada, no sólo necesita nuevos horizontes económicos, no sólo necesita esperanzas… sino confianza. Y la política también importa. Y mucho. Más que nunca. La ciudadanía no es ni estúpida ni búrdamente egoísta, no es una ciudadanía que sólo piensa en su bolsillo y sus intereses.

Hace semanas que se extiende la sensación de que Mariano Rajoy va por detrás de los acontecimientos. Llega tarde y mal a las reacciones. Y sus atributos de liderazgo político, tan particulares como limitados, podrían ser insuficientes ante la complejidad de la situación. Ayer, con la dimisión forzada de Ana Mato, se llegó al paroxismo: la dimisión de Mato ya no tiene valor político, es más, lo tiene negativo. Ella, Rajoy y el PP no tenían alternativa. La imagen de ella sentada en el banco azul, en el monográfico sobre corrupción de hoy tras ser citada por el juez Ruz (en vez de cesarla por el cúmulo de errores en su gestión o por su posición de connivencia con la corrupción de la red Gürtel) era insoportable. Con su dimisión forzada queda en evidencia el mismo Rajoy, que la mantuvo y la protegió en su puesto cuando había acumulado diversos motivos para el cese.

Pero la inexplicable decisión, si se confirma, de que Ana Mato mantenga el acta de diputada, a pesar de la dimisión como ministra, derrumba y hunde la mínima dignidad o beneficio que pudiera tener esta medida. Si dimite como ministra por errores de gestión, todavía —quizá— cabría la justificación de que pudiera ser representante de la ciudadanía. Pero si dimite por problemas vinculados a un posible lucro delictivo, entonces es tan incomprensible como irritante. Así lo van a percibir la mayoría de los electores.  

El pleno de hoy en el Congreso de los Diputados sobre corrupción llega tarde y a remolque. Rajoy que admitió que deberá explicarse mejor tras el 9N (en relación con Catalunya) situó esta fecha y este Pleno como parte de la enésima ofensiva general para recuperar protagonismo político, en la crisis política y territorial, en base a una triple estrategia: más reformas, más explicaciones, más coordinaciones. Pero la dimisión de Mato y la inexorable e implacable actuación del juez Ruz agudizan la sensación de parálisis de Rajoy y del PP que, a menos de 6 meses de las próximas elecciones municipales y autonómicas, no tiene candidatos definidos en lugares clave, ni estrategia definida frente a la irresistible irrupción de Podemos, por ejemplo.

En tres años, Rajoy ha perdido tres ministros y el enorme caudal de confianza política que le llevó a la mayoría absoluta. Casi el 90 % de la ciudadanía ya no confía en él. El dato es abrumador e… insostenible. Este bloqueo receptivo a su figura y sus propuestas hará que, probablemente, se estrellen contra el muro de la indiferencia y la irritación las medidas que hoy, excepcionalmente, presenta. Medidas que se juzgarán y evaluarán tras saber que de las anunciadas hace dos años no todas se han puesto en marcha, o las que se han aprobado, como la Ley de la Transparencia, no se cumplen íntegramente. Cuando ya no te oyen, porque no te creen, no te reconocen, o no confían en ti, es difícil que te escuchen. Este es el drama de Rajoy, y de buena parte de la política española.

Rajoy ha hecho, a pesar de todo, un buen discurso, estructurado y seguro. «Un problema serio que el Gobierno se ha tomado muy en serio», ha afirmado. Sin caer en la tentación del ataque preventivo a la oposición, es más, ofreciendo un amplio acuerdo a la misma. Dice que está «dispuesto a escuchar, dialogar y compartir». Una estrategia que hace difícil la crítica global de la oposición. Pero una ciudadanía lesionada (irritada y desconfiada, como ha asumido el Presidente) y la ausencia de una severa autocrítica hace que sus intenciones o sus propuestas se confronten con las percepciones y las realidades. Rajoy ha hablado del fantasma de la corrupción generalizada, y cree que la acusación global o particular a su inacción es falsa y «peligrosa» porque da espacio a los «salvapatrias de las escobas». Rajoy se ha reivindicado al afirmar que en la lucha contra la corrupción ni «hemos participado impasibles, ni hemos empezado hoy». Cree que la mezcla de corrupción y diatribas políticas hace que su «objetividad sucumba». Pero lo que Rajoy cree que son intangibles y percepciones son realidades correosas ya en la opinión pública.

Hoy Rajoy, en la tribuna, ha demostrado dos cosas: que tiene propuestas contra la corrupción (que merecen ser estudiadas, completadas y apoyadas), pero que las trata con la misma consideración y estilo que si se tratara de medidas de política agraria o de política internacional, por ejemplo. Esta falta de sensibilidad, que Rajoy cree que es emocionalidad excesiva en la opinión pública, le aleja de la comprensión de los problemas y de ser comprendido. Ha pedido perdón, sí. Lo ha repetido hoy, de nuevo. Pero es como si fueran simples palabras que no se perciben, creo, como contriciones reales y auténticas. La dislexia entre lo emocional y lo propositivo, así como la diferencia entre lo anunciado y lo realizado, destroza buena parte de su credibilidad. Propone una «reforma ambiciosa, lejos de lo coyuntural», pero la coyuntura es tan brutal como insoslayable. Rajoy afirma que no hay que «luchar contra fantasmas sino contra hechos objetivos». Pero esos fantasmas a los que hace referencia también existen en política. Y algunos están paseando entre los escaños. Esa es la realidad. Y es un hecho objetivo.  

La desobediencia en política

Por: Antoni Gutiérrez-Rubí | 23 nov 2014

«Toda protesta política profunda es un llamamiento a una justicia ausente, y va acompañada de la esperanza de que en el futuro se terminará restableciendo esa justicia; la esperanza, sin embargo, no es la primera razón para llevar a cabo la protesta. Protestamos porque no hacerlo sería demasiado humillante». John Berger

¿Cuánta desobediencia puede aceptar una Democracia? La respuesta fácil a la pregunta sería reducir la desobediencia a una frontal incompatibilidad con el cumplimiento de la Ley en vigor. Pero esta respuesta es demasiado simple para comprender el desafío de la desobediencia desde una perspectiva democrática y no exclusivamente jurídica. En un sugerente artículo publicado en este mismo diario del escritor Benjamín Prado, Antígona en La Moncloa, el autor nos retaba y nos recordaba: «¿Hay un extremo de la injusticia en el que quien la sufre tenga autoridad moral para incumplir la ley? ¿Es hoy más justificable que nunca la desobediencia civil que promulgaba Thoreau en 1849? En una situación como la que vivimos, ¿quién puede ser considerado más ejemplar: el ciudadano que acata todo aquello que le mande su Gobierno, o el que practica una 'insumisión ética', como la llama el filósofo Miguel Abensoun en su libro La democracia contra el Estado, que le permita enfrentarse a los abusos de cualquier tipo de poder, haya salido de las urnas o no?»

Lamentablemente, el agitado debate político sobre la cuestión catalana en España impide, entre otras cuestiones, una reflexión serena sobre la desobediencia en la política democrática. Sobre sus límites, interpretaciones y manipulaciones. Y es evidente que no es lo mismo la desobediencia de la ley por parte de quien debe hacerla cumplir y acatarla (o por quien representa el poder político), o por parte de quien sólo debe acatarla. Estamos lejos, muy lejos, de la estimulante recomendación democrática de Hannah Arendt: «Hay que situar la desobediencia civil no sólo en el lenguaje político, sino en nuestro sistema político».

Desobedecer no es, necesariamente, quebrantar o incumplir la Ley. Evitarla o esquivarla son opciones menos pugilísticas que lo que pretenden es explorar las zonas grises. Es decir, en vez de salirse de los márgenes de la Ley, se trata de buscar las rendijas legales entre líneas e incorporar las habilidades legalistas de los juristas en la acción política. Es un desafío controlado. Esa opción es la que, muchas veces, es utilizada por los propios responsables políticos para reinterpretar la literalidad exigente de la norma, dándole un sentido o un marco de interpretación aceptable, o tolerable. Pero esta no debe, en ningún caso, equipararse a la desobediencia civil, como quizá se pretenda en el actual enfrentamiento entre los gobiernos catalán y español. El paradigma de esta visión es la afirmación de que lo que no está expresamente prohibido, puede ser permitido. Es la sublimación de la ambigüedad. Tan denostada, pero tan útil en la política que busca acuerdos, consensos o pactos. ¿No es nuestra Constitución, por ejemplo, un calculado y contorsionista texto que puede interpretarse con flexibilidad, incluso con ambigüedad? ¿Por qué cuando decíamos nacionalidades unos interpretaron naciones y otros no exactamente lo mismo? ¿No fue la ambigüedad, la elasticidad, un valor político más relevante que el normativo?

Hay otra desobediencia que, por el contrario, busca la ejemplaridad —y no la astucia o la supuesta habilidad jurídica—, ya que el desafío forma parte de la protesta. Quiere hacer evidente la represión, el castigo o el impedimento al acto desobediente como intríseco a la dimensión cívica de este tipo de acción política. No se busca engañar. Ni escaparse. Se quiere desafiar, y el castigo es parte de la estrategia de victimización o proyección de la causa que se defiende. Lo que se pretende es evidenciar la enorme desproporción entre la norma legal y la razón ética, o bien entre el ejercicio legítimo a la desobediencia y su negación legitimada por el poder.

Hace más de 2.500 años (desde Sófocles en su obra Antígona) que nos preguntamos, sin encontrar una respuesta éticamente incuestionable, cuáles son los límites de la obediencia. Y, recientemente, en un encuentro de activistas, el actor Matt Damon se subió al escenario para hacer un vibrante y profundo llamamiento a la desobediencia civil: «El problema es la obediencia civil. El problema es la cantidad de gente en todo el mundo que ha obedecido los dictados de los líderes de sus gobiernos y ha ido a la guerra. Y millones han sido muertos por esta obediencia». El discurso fue parte de un prestigioso evento llamado Voices of a People's History of the United States, que da oportunidades de expresión pública a los rebeldes, disidentes y visionarios del pasado y del presente.

Los grupos, colectivos y organizaciones que teorizan la desobediencia, siguiendo la larga y fecunda trayectoria de este pensamiento a lo largo de la historia, están construyendo argumentarios que merecen la atención y que no pueden ser despreciados desde una supuesta superioridad intelectual, ni desde el púlpito institucional, sea político, académico o mediático. Un reciente libro, Desobediencia civil, económica e integral: manual 2013, que amplía el presentado en 2012, Manual de Desobediencia Económica, afirma que la desobediencia civil es «una práctica pública, no violenta, consciente y política, contraria a una ley u orden de autoridad considerada injusta o ilegítima, que la sociedad civil emprende». Y matiza: «En concreto nos dirigimos a las persones que queráis dejar de actuar forzadas por la presión económica y queráis dedicar vuestro tiempo a una actividad que realmente haga que os sintáis realizados».

Volviendo a la cuestión catalana, algunos líderes políticos con grandes expectativas electorales, están releyendo a autores de referencia como Gene Sharp y su libro de cabecera, La política de la acción no violenta, que provee un análisis político pragmático de la acción no violenta como un método de utilizar el poder en un conflicto. Y aplican la polítical jiu-jitsu: que consiste en derribar a tu oponente mediante un desequilibrio con una táctica política estratégica. La respuesta (judicial y política) del Estado (y en particular de Mariano Rajoy) al reto del 9N no se parece al judo ni al jiu-jitsu («el arte de suavidad»), en donde agarrarse al adversario es fundamental para derrotarlo, sino que más bien parece karate o taekwondo. Es decir, ganar por derribo, por golpe certero.

En un artículo publicado hace muy pocos días en la prestigiosa revista Wired, How political passions undermine rationality (Cómo las pasiones socavan la racionalidad política), se explora por qué nos negamos a aceptar respuestas razonables, soluciones posibles, vías realizables... si estas cuestionan nuestras convicciones políticas. Es entonces cuando las convicciones se convierten en pasiones, y nos impiden razonar y evaluar con calma todas las opciones hasta el extremo de negar la realidad. Es decir: negamos la realidad cuando las pasiones nos impiden ver como aceptables las opciones de afrontarla. ¿Cuánta desobediencia es aceptable en una Democracia? Seguramente, mucha más de la que estipula la norma. A veces, gestionar lo tolerable es la mejor manera de avanzar hacia lo aceptable. Escenario imprescindible para el acuerdo y el pacto. Pero me temo que el jiu-jitsu no tiene mucho futuro en España. Se buscan victorias, cuando lo razonable sería buscar que el adversario no fuera, simplemente, derrotado.

Tendré que explicarme mejor

Por: Antoni Gutiérrez-Rubí | 16 nov 2014

La respuesta de Mariano Rajoy durante la rueda de prensa en Brisbane (Australia), al final de la Cumbre del G-20 es sorprendente: «Tendré que explicar mejor mis razones», ha dicho al referirse a la situación en Catalunya. Al tiempo que anunciaba una visita a la comunidad para «defender los intereses de los catalanes». Sorprendente, digo, por lo que pudiera significar de autocrítica (o al menos de duda razonable) sobre la eficacia de su estrategia comunicativa.

El código de comunicación de Rajoy se basa en 5 principios: el control del tiempo, la inmovilidad como bastión, la cautela propositiva, la resistencia numantina, y la limitación de la política… y del lenguaje. Es decir, aquello que no puede hacer… o no quiere nombrar. Todos ellos, quizá, relevantes en tiempos de zozobras y tempestades. Recuerden su importante –y estructurado– discurso en el Congreso de los Diputados, en el Debate del Estado de la Nación de principios de este año y sus referencias a la navegación y el Cabo de Hornos. Pero estas mismas supuestas virtudes (o adherencias de su personalidad política), que refuerzan su fascinación casi lúdica por la previsibilidad, muestran serias limitaciones cuando lo que se mueve no es el viento, sino el suelo. Y en cuanto a la fiabilidad hay que añadir no pocas dosis de creatividad e imaginación para superar dificultades que no se baten con resistencia, sino con inteligencia.

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Engañarse en política

Por: Antoni Gutiérrez-Rubí | 10 nov 2014

Engañar, en política, es grave. Y tiene, casi siempre, consecuencias electorales. A veces, también, judiciales. Pero engañarse en política es nefasto. Destroza la concepción de la política como práctica democrática para la resolución de problemas, de retos… y de conflictos. Después del 9N, hay quien quiere engañarse, con el absurdo intento de confundir o despistar a los ciudadanos. Engañarse es la pérdida de contacto con la realidad. Es la burbuja. Es respirar el mismo aire de una habitación cerrada, y consumir todo el oxígeno disponible. Es el fin.

Mariano Rajoy se empeña en ningunear el 9N ignorando lo que todo el mundo ve, menos él. Pero Rajoy no es un ciudadano corriente: es el Presidente. Estas son algunas de las estrategias evasivas de Rajoy para hacer frente al reto catalán, evitando mirar de frente la situación. Ganar tiempo, en esta ocasión (como en muchas otras), es perderlo.

1. Despreciar. El sábado, en un encuentro sobre «Buen Gobierno» del PP, dijo: «a lo de mañana se le podrá llamar como se quiera pero no se le puede llamar ni referéndum, ni consulta, ni nada que se le parezca. Y no se le puede llamar así, porque el acto que mañana se produzca no produce efecto alguno». Rajoy confunde efectos jurídicos, con efectos políticos.

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¿Por qué Podemos puede?

Por: Antoni Gutiérrez-Rubí | 02 nov 2014

«Cuando el agua ha empezado a hervir, apagar el fuego ya no sirve de nada». Esta frase, atribuida a Nelson Mandela, explica muy bien la incapacidad del liderazgo político y mediático del bipartidismo para comprender el ascenso político de Podemos. Cuando sólo se comprende la temperatura del agua por su hervor (es decir, por la evidencia visible de las burbujas)… entonces no se entiende por qué y cómo se calienta el agua hasta su ebullición. La primera encuesta publicada (a la espera de la del CIS, de la que ya se insinúan resultados muy parecidos) está generando una conmoción significativa. En parte, porque la comodidad política es insolentemente soberbia. Y este bofetón demoscópico está despertando a más de uno de la larga siesta mental, con la que han digerido los movimientos tectónicos que se han producido en la sociedad española.

Pero de nuevo, parte de los análisis querrán ver, en este histórico resultado, explicaciones coyunturales atribuibles a este fatídico mes de octubre (en especial para Rajoy, su gobierno y el PP). Pero sin ignorar los hechos con el insoportable coste de la corrupción que han hundido la confianza en la gestión y en la reputación de las principales fuerzas políticas, para comprender este sorpasso habrá que buscar en razones más profundas y poderosas parte de las explicaciones de esta radical alteración del tablero político. Estas son, quizá, algunas de las razones de fondo a las que me acerco con prudencia que explicarían por qué Podemos ha llegado tan lejos. De momento.

1. Ignorancia. Desde que emergió el 15M, las fuerzas políticas mayoritarias han mostrado una severa incapacidad para comprender lo que ha sucedido en nuestra sociedad en los últimos años. Con sus obsoletos sensores tradicionales, no han registrado la frecuencia de los nuevos tiempos. Despreciaron lo que ignoraron. Y a causa de esta autosuficiencia política, con los termómetros averiados, no entendieron el incremento de la temperatura social. Las crisis económicas, políticas e institucionales añadían, con cada duro recorte, con cada caso de corrupción lacerante, o con cada descrédito regio, más gas a la llama de la indignación.

2. Lentitud. «Cuando las horas decisivas han pasado, es inútil correr para alcanzarlas», escribió Sófocles. Y esta lentitud para pensar, reflexionar y hacer los cambios y las reformas a tiempo y a fondo que la sociedad demandaba, y la situación requería, ha hundido la credibilidad de los grandes protagonistas de la vida política española. Todo se dejaba para más adelante. Y esta exasperante lentitud se ha convertido en pereza y parálisis. Las reformas llegan tarde. Y la ruptura (política o territorial) avanza como opción frente a un claudicante e insuficiente reformismo realmente transformador. El tsunami ha llegado a la playa, finalmente, mientras los que estaban en la orilla veían perplejos, incrédulos y paralizados la llegada de la ola devastadora. Lentos por arrogantes. Con grasa en las neuronas y en los músculos.

3. Torpeza. Desde la irrupción electoral de Podemos, el pasado mes de mayo, se ha atacado creo a esta formación con una pobreza de argumentos extraordinaria. La previsibilidad de los principales oponentes a los líderes de Podemos en las tertulias mediáticas ha contribuido a su éxito más que nada y que nadie. En cada programa de televisión, han mostrado una grave incapacidad para contrarrestar los estilos, los argumentos y la estrategia de los portavoces de Podemos. Con su falta de preparación y con su actitud han alimentado el fenómeno. Tanta torpeza sólo es posible cuando la prepotencia obtura el pensamiento. Los portavoces mediáticos del bipartidismo han sido incapaces de tener una estrategia mínimamente eficaz frente a la estudiada y calculada audacia de Podemos. Al contrario, han alimentado a Podemos.

4. Ambición. Podemos ha gestionado las expectativas con inteligencia. Veremos si son capaces de mantener la serenidad. Cuando Pablo Iglesias afirmó que se presentaban para ganar… fue recibido con la displicencia de los que creen que tienen una posición inexpugnable, asegurada y consistente. Gran error. Otra vez, la soberbia política era incapaz de comprender que lo que se estaba fraguando reclamaba una urgente dosis de humildad y una acelerada rectificación de comportamientos y prácticas, si se quería tener una posición suficientemente creíble frente a la ruptura audaz que propone Podemos. Nada. Frente a la ambición se respondió con clichés y estereotipos mal diseñados, débiles e inconsistentes. Si alguien hubiera leído, por ejemplo, la tesis doctoral de Íñigo Errejón quizá habría prestado la atención que se merece este proyecto político. Pero nada. Era más fácil, por ejemplo, el latiguillo acusador del «populismo», antes que querer comprender cuanta ciencia y técnica hay detrás de todo lo que han hecho. Nadie ha querido aprender.

5. Redes. Podemos conoce la capacidad de la tecnopolítica. Mientras algunos se han dedicado a buscar grietas en el modelo de votación de la Asamblea Ciudadana de hace unos días, con el único objetivo de desacreditar el proceso, la mayoría no ha comprendido cómo las nuevas redes son capaces ya de construir proyectos. De militantes a activistas. De sedes a redes. De agrupaciones a círculos. De ejecutivas a nodos. Estamos frente a una tecnología de proximidad, multipantalla y multiformato, capaz de cambiar los modelos de comunicación, organización y creación de contenidos. Lo saben las empresas pero todavía no algunos grandes partidos. Y todavía hay arrogantes que desprecian la política digital desde una superioridad de plastilina. Es cierto, un tuit no es un voto, pero no hay que ser demasiado espabilado para comprender que sí puede cambiarlo.

6. Ánimo. La interpretación de que los indignados (15M) se trasformaron en cabreados (mareas) y ahora es el momento de los iracundos (Podemos) es la fácil tentación para explicar lo que sucede. Otra vez la pereza. Pero todo es mucho más complejo. Podemos está materializando su nombre. Haciendo corpórea, políticamente, su identidad afirmativa. Sí, se puede. Sí hay alternativa. Y sí, se puede ganar. Gestionan los intangibles porque los conocen y los estudian. Mientras se les reclama soluciones y propuestas, Podemos se centra en las emociones y en los retos. Y han comprendido, mejor que nadie, que las ganas de abofetear electoralmente a los responsables políticos de esta situación era la demanda más clara y urgente de una parte creciente y transversal de la sociedad española. Otra vez, nada más y nada menos, que una nueva y diferente versión del voto útil. Para nada resignada o especulativa. Sino combativa y radical. Podemos, puede competir. Quién quiera combatirlos... mejor será que los estudie un poquitín. 

 

El País

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