El filósofo José Ortega y Gasset afirmaba: «Lo menos que podemos hacer, en servicio de algo, es comprenderlo». Hay, muchas veces, demasiado prejuicio y muy poca comprensión frente a las nuevas realidades políticas. Comprender significa salir de la zona de confort y estar abierto a cambiar, enmendar o corregir. El prejuicio es seguro. Tan cómodo como inútil, si se quiere transformar. Este apriorismo es perverso: se reviste de coherencia, cuando lo que refleja es una profunda incapacidad para comprender la diferencia o la alteridad. Y las oportunidades.
La próxima —y previsible— campaña electoral va a ser un interesante ejercicio de filosofía política, justo ahora que la suprimimos irresponsablemente de nuestra oferta educativa. En esta campaña, nuestros líderes van a demostrar cuánto, cómo y qué han comprendido de este período. ¿Habrá sido un tiempo perdido, como afirman tantos analistas y confirman las recientes encuestas? Dependerá, fundamentalmente, de la capacidad de autocrítica de nuestros líderes y de su determinación para abandonar el recelo y el reproche, en favor de las propuestas y las esperanzas. Los ciudadanos expresan desánimo y cansancio. ¿Vamos a contribuir a su desazón e irritación con una campaña de acusaciones y culpas? Sería un grave error. Para todos y, seguramente, más para las opciones de alternativa.
Estas elecciones se sitúan en un marco peligroso para las tres fuerzas del cambio, sean de relevo, de alternativa o de ruptura. El hecho mismo de celebrarse, en el caso de que así sea, sería el fracaso de un nuevo ciclo político caracterizado por las alternativas y no por las meras alternancias. Mariano Rajoy, se presentaría —paradójicamente— como el líder menos deseado, pero como el más insustituible, al fracasar todas las operaciones de apartarle del poder. Fracasaría el deseo, la necesidad y la esperanza. Emociones muy diversas, interpretadas políticamente de manera muy diferente, pero que recogen y expresan el amplio abanico plural de sensaciones que anidan entre 3 de cada 4 electores que desean un cambio. Rajoy impondría un castigo emocional sobre los electores muy desmovilizador: no me quieren, pero deberán soportarme. No hay alternativa.
En este contexto, la tentación de culpabilizar al otro es un atajo torpe. Creer que los electores necesitan una sobrexposición de acusaciones para saber quién ha hecho más o menos (por la gobernabilidad) es un desprecio a su conocimiento y a sus intuiciones. Sería un grave error. Y una pérdida de tiempo que arrastraría a los líderes que lo practiquen a un ejercicio estéril de rentabilidad política. Lo que viene es un tiempo nuevo. Nuestros líderes parecen demasiado atrapados en sus propias justificaciones, pero lo que la mayoría de la sociedad española necesita son sus soluciones.
El agotamiento es total y comprensible, pero sólo alimentará las opciones que rechazan el cambio si el resto de líderes se enzarza en una escalada de reproches y acusaciones. Hay una esperanza posible: o se estimula inteligentemente, o las opciones resignadas serán la única y auténtica realidad. Es, precisamente, esta losa (de que no hay alternativa) la que va a sepultar mayorías y esperanzas. Quien contribuya a ello, tirándose más piedras sobre el tejado colectivo, se merecerá su destino.