El silencio de Íñigo Errejón, en su pulso con Pablo Iglesias, evidencia cómo las palabras -o su ausencia- son la materia prima de la política. Sin ellas no hay discurso, ni proyecto. Errejón pone en valor, una vez más, el silencio resiliente frente al verbo atronador, como así ha sucedido muchas veces en la historia. La resistencia frente a la fuerza: este es el poderoso marco mental que construye su inaudible -pero muy visible- posición. Atronadora estrategia que deja en evidencia, en un solo movimiento, a su oponente, atropellado por sí mismo, por sus palabras y sus gestos. Un silencio tan leal como letal, por desafiante. Ayer, maestros del lenguaje; y hoy aprendices del valor del silencio como fortaleza. Pero este artículo no es sobre Podemos, ni sobre sus líderes, es una reflexión sobre la potencia actual del silencio en la comunicación política.
En política, en nuestros tiempos, el silencio no tiene quien le escriba. Ni lo practique. Vivimos en una sobrexposición verbal permanente. Las palabras nos liberan, sí; pero también nos ahogan. Los charlatanes (los chamanes que diría Víctor Lapuente) colonizan nuestro espacio público. Pero a lo largo de la historia, el silencio sí ha sido objeto de grandes valoraciones, muy profundas, y que hoy son de actualidad permanente. Desde la filosofía de Confucio (“El silencio es un amigo que jamás traiciona”), pasando por la cita atribuida a William Shakespeare ("Es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras"), o a las enseñanzas del abate Joseph Antoine Toussaint Dinouart. Un eclesiástico que escribió, en 1771, un delicioso ensayo con un título muy pertinente: El arte de callar.
En esta obra, el abate nos aconseja sobre las virtudes y los requisitos del silencio, como el pilar fundamental del arte de hablar: “Sólo se debe dejar de callar cuando se tiene algo que decir más valioso que el silencio”. Dinouart nos alecciona -incluso- sobre el sentido táctico del silencio y sobre las condiciones que lo convierten en transformador: “El silencio es necesario en muchas ocasiones, pero siempre hay que ser sincero; se pueden retener algunos pensamientos, pero no debe disfrazarse ninguno. Hay formas de callar sin cerrar el corazón; de ser discreto, sin ser sombrío y taciturno; de ocultar algunas verdades, sin cubrirlas de mentiras”. Es una obra actual, como todas las obras morales.
En momentos como los actuales, el silencio puede -y debe- tener una oportunidad más allá de su uso instrumental en una guerra de posiciones internas o externas. El silencio en política puede ir acompañado de otras prácticas tan convenientes como necesarias en este contexto ruidoso de palabras vacías. Estos serían algunos retos que, a mi juicio, el silencio puede depararnos para mejorar la política, mejorando su comunicación:
1. El silencio no es gesticulación. La contención verbal puede y debe ser, también, gestual. Cuando la pose substituye a la posición, la política se trivializa porque acaba en tribal. El gesto ha carcomido la esencia de la política que no puede ser otra que el debate. Es decir, la construcción de mayorías democráticas a través de la deliberación y el contraste. La patología excesiva del gesto, del postureo, está vaciando de significado la política. Sí, las formas son fondo en política, escribo frecuentemente. Pero cuando la gesticulación se apodera del gesto hasta la banalización, este se convierte en una mueca, no en un símbolo, ni en un lenguaje.
2. El silencio es un espacio para la reflexión. O debería. La política vive atrapada por la inmediatez. La voracidad caníbal de las palabras en el ecosistema mediático impide darle importancia. Oímos voces y hemos dejado de escuchar palabras. La acumulación de verbos desdibuja los sujetos. El empobrecimiento el lenguaje político es paralelo a su sobrexposición agitada y acelerada. La necesidad de reaccionar impide la reflexión y la maduración, atropella la deliberación, elimina la escucha por el eco y transforma la conversación en cacofonía digital o ruido televisado. No es fácil pensar cuando solo se habla. Y necesitamos una política más reflexiva.
3. El silencio puede ser conversación. Y reconciliación. Decía Martin Luther King que “al final, no recordaremos las palabras de nuestros enemigos sino el silencio de nuestros amigos”. Callar para pactar, callar para crear, callar para confiar. El silencio puede ayudar, paradójicamente, a la construcción de un clima de favorabilidad hacia el acuerdo y el consenso. Hablamos demasiado y decimos tan pocas cosas… que una dosis razonable de contención no solo es deseable, sino conveniente. Callar para, después, hablar. Aprendamos de los clásicos, tan modernos, tan insubstituibles.
Ahora, en tiempos de cálculos políticos y electorales, quizás (como afirma Álex Grijelmo: “Procuro escribir muchas veces 'quizás' o 'tal vez” en su libro Palabras de doble filo) deberíamos recuperar el silencio que genera complicidad. El silencio también tiene doble filo: o es la constatación de la incomunicación, o el suave manto que protege la confianza discreta. Veremos en los próximos días, si más allá de citas convocadas y retransmitidas casi en directo, hay -o no- conversaciones silentes que hagan del silencio público una oportunidad para el diálogo político.