Jaipur. / (C) Sagar Prakash Khatnani.
Resulta interesante analizar cómo ven dos países tan dispares como España e India, un asunto tan visceral como es el nacionalismo. Porque un choque cultural muy común que padecen los turistas españoles al llegar a India es pasar de un país con un apego a la simbología nacional más bien tibio a una tierra exótica con un profundo sentimiento patriótico.
Desde una perspectiva histórica, es indudable que el caldo de cultivo de los nacionalismos han sido, y serán siempre, las guerras, que se alimentan de enfebrecer las masas contra molinos y gigantes. En el caso de la India, el Imperio británico supuso el catalizador de este sentimiento unitario en un país convulso y fraccionado que llevaba siglos de interminables guerras entre rajás, nawabs, thakurs y sultanes por apropiarse de la tierra. En un país heterogéneo donde coexistían el sistema de castas, más de seis religiones diferentes, alrededor de 30 lenguas y más de 2.000 dialectos, la llegada de los colonizadores supuso el despertar de un gigante dormido que esperaba de un vigía como Gandhi para levantarse en pro de la independencia y la unidad. En este marco, el nacionalismo fue capaz de integrar encomiablemente a todas estas facciones y sentimientos bajo una misma bandera y un mismo ideal. Situación que ha perdurado hasta la actualidad debido a que el nacionalismo en la India supo diluirse en su expresión políticamente correcta e incluso elogiada socialmente: el patriotismo. Ese amor ciego que adora su tierra sin motivos, porque sí, porque “es suya”, y que para ello encuentra sus propias razones.