Somos los niños perdidos de nunca jamás
habitando en la misma tierra.
Nos unen lazos invisibles de amor milenario
aunque lo ignoremos.
Carmen Robles
AUTOR INVITADO: ERNESTO GARCÍA MACHÍN
Y me vi allí, enfrente de aquel cartel: una imagen de un niño con mirada picaresca me daba la bienvenida. Imagino que tendría unos siete años, vestía camiseta clara y unas gafas con montura azul. Debajo podía leerse una fría sentencia: “Niño perdido, se necesita información”.
Un sorbo de saliva seca me colapso la garganta por unos segundos. Quizás aquello era parte del asombro, del lento despertar o el incierto camino hacia mi nueva vida. La verdad es que me quedé paralizado. Heredé en mis genes la tradición de venerar tanto a la inocencia como al matriarcado. Los latinos solemos ser muy apegados a nuestra raíz, a nuestros lazos familiares, pero es la condescendencia por los niños lo que más nos identifica.
En mi país, algo así nunca se hubiera sabido a no ser por el boca a boca. Cada desaparición es un secreto no admitido e inadmisible, la publicidad de un hecho tan extravagante no es parte de la política editorial de ningún noticiero, ni es objetivo de ninguna valla publicitaria o tablón de anuncio.
Pero allí estaba aquella figura tan frágil, como pidiendo la clemencia del que pasaba, la súplica de ser encontrado, de estar en un lugar sin destino, solo preso en los bordes de aquella cristalera. Todos pasaban, nadie se detenía a mirar, su imagen era opacada por grandes carteles comerciales, los apuros diarios pasaban por alto aquel pedazo de realidad.
Me pregunté entonces cuál era el origen de aquella aparente apatía. Podría ser que la vida aquí fuese tan efímera que no hubiera tiempo de pararse ante un anuncio como éste o quizás están saturados de noticias tan perturbadoras. Para mí tenía que ser hoy; contaba con poco tiempo antes de mi próximo vuelo y, como todo recién llegado, rebuscaba en cada esquina, tratando de descubrir cada detalle de mi nuevo presente con la paciencia de un detective.
Alguien me comentó entonces que lo ocurrido con aquel niño era uno de los tantos sucesos que se vivían a diario, solo había que mirar los noticieros para enterarse. Por primera vez, alguien me decía que las noticias malas existían en la televisión. En mi tierra, las cosas malas siempre pasaban en el extranjero, solo escuchábamos con desconcierto los planes de producción y estupefactos quedábamos con las celebraciones en honor a los mártires y cuantas fechas memorables acontecieran en el mundo.
La desaparición de un ser humano parecía historia del pasado, cuando unos y otros luchaban por la grotesca supremacía de ideales tergiversados. Nunca pensé que las noticias de un secuestro contado por el gran García Márquez, serían en Europa titulares de prensa.
Pero la realidad siempre nos desborda, no importa si se cuenta o no, siempre supera el límite del consciente humano, y rápidamente se termina aceptando por la mayoría bajo la absurda premisa de que no quedase otra cosa que hacer. Las esquelas siempre me frustraron; aquel chico era una crónica sin resolución, me hubiera gustado buscarlo, saber donde reiría mañana y con qué unicornio soñaría hoy.
Al final tuve que seguir, lidiar con la crudeza de abandonarle, unirme al desfile de los apurados pasajeros que, nerviosos, aceleraban el paso para huir, para llegar, para descubrir, como yo, que la vida es variada y a la vez única.
Toldos ocres cubrían las paredes de un largo pasillo y un letrero anunciaba la ejecución de una obra, una tarde después supe que allí había explotado una bomba terminado con la vida de otros que como yo, a lo mejor también buscaba un sueño.
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