AUTOR INVITADO: ERNESTO GARCÍA MACHÍN
Esa misma mañana, supuse que sería una de las más importantes de mi vida, pero a la vez era el inicio deviaje que me alejaría de todo lo conocido y también de mis seres queridos.
Un día de febrero, en un vetusto hospital, se escuchó por primera vez el llanto de mi hijo. Fue inevitable la sacudida, mirarte en el espejo y saber que ahora alguien más depende de ti, que era real la sentencia quimérica de dar la vida sin pensarlo por hacer que ese ser tan pequeño tuviera derecho a una existencia digna.
El ser humano está hecho de ilusiones, mas no está preparado para que carrusel gire del júbilo a la desolación. Eso también lo aprendí cuando se acercó a mí aquel señor con bata blanca y gafas en la punta de la nariz. Con un par de palabras que me dejaron levitando en el aire: "Tu hijo vino con un problemita…".
La única solución era buscar la cura a un precio a priori inalcanzable pero necesario. Siempre tenía la opción de pedir ayuda a familiares y amigos pero, aun así, no hubiera sido suficiente. Se precisaban dosis muy altas de un medicamento que solo existía en España.
Me arrastré por las paredes como queriendo dejar la piel antes de llegar a aquel salón, me desplomé por unos segundos en los bancos de madera, mis lagrimas corrieron. Llorarera el escape a la impotencia. El doctor me siguió, puso compasivamente su mano sobre mi hombro y preguntó: "¿Conoces a alguien afuera que te envíe unas cuantas dosis? Y yo le respondí afirmativamente pero sin poder hablar.
Los viejos siempre decían que las cosas pasan por algo. De alguna manera, Don Candido, un español con pintaafrancesada y conversación divagante, había extendido una invitación quenos abría las puertas del arte europeo con el solo requisito de que nuestro viaje tuviera regreso.
Un simple papel, un cúmulo de letras y lo que para algunos hubiera sido un milagro ya estaba hecho. Se abría el mundo, mis amigos y yo teníamos la posibilidad de conocer otras costumbres y formas de vivir, pero sobre todo de poder echar a andar el impulso persistente de querer salirte del juego que una vez alguien había planificado para ti.
Pero el destino prevalece, se anticipa y se niega constantemente a sí mismo. Aquel papel yacía en una gaveta, pospuesto, olvidado por las ilusionesque crecían en el vientre de mi mujer. Era entonces el momento de retomar ese camino apartado: yo sería parte de la solución que le daría vida a mi hijo.
Así comenzó la andanza sigilosa de los que, como yo, decidían marcharse de Cuba. Veces tocando las puertas en busca de alianzas escondidas, necesarias autorizaciones estatales que muchas veces rozaban el absurdo, la presión del tiempo, la apatía del que sospecha que andas en algo y no es cómplice... Al final de la agonía impuesta y asumida por los que allí vivimos, llególa triste desilusión de darle un beso en la frente a tu bebé sin saber si lo verás nuevamente.
Mientras cruzas el Atlántico, el inigualable espectáculo bajo tus pies te hace meditar en tu lugar, en el actual, en el futuro, en tus premisas, en las cosas que llevas en tu baúl de viaje y en tu corazón. Nadie tiene tan poco fijado el rumbo que los que llegamos aquí.
Y es que al emigrar pagamos un precio a cambio: sentirte incompleto, vivir con la desazón del que no pertenece y, aun así, no tiene remedio que seguir luchando por la mismarazón que te llevó lejos.
Y allí estuve parado, unos segundos antes de entrar en aquella farmacia. Aquel era mi primera meta, el motivo que me hacía respirar. Los neones verdes iluminaban mi cara. A través de las vidrierasse veían las estanteríasabarrotadas de coloridas cajas, imágenes comerciales por doquier, un paisaje urbano ajeno a mí, incoherente y sublime donde yo me sentía aun más pequeño.
Me invadió una sensación de temor salpicada con matices irreales. Me acerqué tímidamente al mostrador y, después de un corto saludo a la dependienta, pregunto porel medicamento que buscaba y ella me informa el precio.
Metí la mano en mi bolsillo, no podía articular ni un sonido. Yo hubiera querido decirle que había viajado tanto por el solo hecho de comprar aquellas píldoras, que alguien lejos las necesitaba, pero quede inmóvily puse sobre el mostradortodo el dinero que llevaba. Ya no importaba si comería y en qué techo me quedaría.
Abrí con ansiedad las pequeñas cajas: multipliqué con agilidad la cantidad por las dosis necesarias, reconté cada una de ellascomo el que ha encontrado un tesoro. Las miré una y otra vez, cerré la bolsa y la apreté fuertemente contra mi pecho con la misma fuerza con las que le daría un abrazo a él y me marché con la misma lentitud del sol cuando se esconde en las montañas.
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