“No hay árbol recio ni consistente
sino aquel que el viento azota con frecuencia”
Seneca
Amanecí derrumbado por la nostalgia. Transité la avenida hacia un lado y hacia otro con aspecto fantasmal, quería que el tiempo pasara rápido. Pero eso no suele pasar: el tiempo pasa a la velocidad que quiere, y ya habían pasado muchos días sin saber de mi familia.
Hasta entonces había probado muchos antídotos para no sentirme así: dejé de preguntarme mi razón de estar, intenté apretar mi cabeza contra la almohada para no imaginar las consecuencias de un futuro incierto... Pero hoy creo que la más efectivo fue negarme a no pertenecer… Con estos cuestionamientos llegué a la tarde del segundo día. Desde que salí de mi patria no había podido comunicarme con ningún familiar cercano, la realidad dictaba una pauta dorada: ya no es la voluntad lo que te transforma, ahora es el dinero el que hace que sean posibles tus deseos.
Busqué en mi cartera algunas monedas, muy pocas por cierto. Las puse sobre la mesita de noche y con premeditación saqué escrupulosamente la cuenta de la diferencia horaria. Quizás, me dije, a esta hora estén almorzando todos juntos en torno a la mesa. A lo mejor mi madre ha cocido un rico guiso.
Como si de una cita se tratara, me alisté para pedirle a mi amigo que me enseñara un lugar para poder llamar. Solamente la proposición lo puso en alerta de cómo me sentía; ya él había pasado por eso y extrañamente había desarrollado una resistencia a la nostalgia, la cual yo no alcanzaba a comprender.
En vez de tomar camino al lugar donde llamaríamos mi amigo se desvió de la ruta, me llevó hasta una parada de la guagua y me dijo: "¡Mira, Ernesto!", señalando un banco despintado en medio de la avenida. "Ese banco que ves aquí lo llamo el banco de la nostalgia, cuando me siento desesperado vengo y me siento, echo las manos a la cabeza y empiezo a llorar; y las guaguas siguen pasando, la vida sigue pasando…". Sus ojos se humedecieron. Me dio un abrazo y me dijo que sabía cómo me sentía. Que, con el tiempo, los que emigramos creamos una alianza con el infortunio, que aprendemos a vivir con el hecho de no ser de ninguno de los dos lados y que la hora de entenderlo no estaba muy lejos.
Minutos después llegábamos a un mostrador. Del otro lado, un hombre moreno de mediana edad hablaba, parecía que estaba contrariado, pero después comprendí que algunos idiomas tienen entonaciones tan vibrantes que al oído latino pudieran parecer otra cosa.
Con rostro amable, el recepcionista, en un español limitado, nos invitó a esperar en una pequeña sala contigua justo frente a una decena de cabinas de las que se dejaba escuchar una mixtura asonante de idiomas que juntos formaban un clamor. Eran personas que tenían un propósito similar al mío, una especie de catarsis que prometía hacer llevadera la soledad, un conjuro contra el desazón de estar lejos y una introspección hacia los sueños que te trajeron aquí.
Cuando me tocó el turno, abrí cuidadosamente la puerta; un sonido metálico escapo, era el roce con el suelo. En el interior, un teléfono verde y azul encima de un pequeño mostrador que podía servir de improvisado escritorio, una banqueta de madera y un pequeño ventilador que, más que aire, su propósito era disipar el calor.
Ya me habían explicado que números marcar, pero no sé si era la confusión, que no logré teclear correctamente ni la primera, ni la segunda, ni la tercera… El timbre se hacía cada vez más largo, una voz femenina pero grave me comunicaba que nadie contestaba. Mi vista quedó mirando a un punto fijo, como queriendo abrir un agujero que me llevara hasta allí.
La cuarta vez me cercioré de marcar correctamente. En el cuarto tono, una voz de hombre respondió: era mi padre. Me quede impávido, solo alcance a decir, en un hilo de voz: "Papi, soy yo". La alegría en él era tal, que se escuchaba cómo gritaba llamando a todos: "¡Any, corre, es el niño!". ¡Era tan vívido! Estaban todos frente al teléfono, ellos trasmitían con su voz alegría pero, en cambio, yo no les correspondí. En su lugar, un hilo fino de lágrimas surcaba mi cara, aunque me esforzaba para que mi voz llegara a parecer tan alegre como las de ellos.
Primero habló mi papá, me preguntó por la salud, por el viaje, querían saber cómo era esto aquí. Yo a duras penas pude explicarle. Luego mi madre, siempre tan preocupada por la salud, contándome de los vecinos y el último chisme del barrio. Después mi esposa, diciéndome cuánto me extrañaba, cuánto me amaba, cuánto de mi había quedado allí, cuánto crecía mi hijo. Sentí que había dejado un vacío entre ellos, que mi espectro vagaba entre aquellas paredes y que su alegría era tan falsa como la mía. Alcanzamos el punto del llanto, acompasamos los suspiros del no tenernos.
El tiempo me dio justamente para decirle que mi propósito había sido cumplido, que las medicinas de mi hijo estaban cruzando el Atlántico, que llegarían en el momento justo. Quizás fue en ese instante cuando entendí que el precio del bienestar de ellos era mi ausencia.
La llamada se cortó bruscamente, había expirado el tiempo comprado. Como en la vida, los seres humanos le hemos dado la potestad al dinero de usurpar nuestra prerrogativa de decidir, fue así que no pude despedirme. Igual que el tono de interrupción, así me quede, con todas las palabras por decir, con el deseo de convertirme en un impulso eléctrico y llegar hasta ellos. Se me entrecortaba el llanto por la imposibilidad de decirles lo que sentía.
Abrí la puerta con una mezcla de furia y desconsuelo. Me sentía vencido, me di cruce con una señora algo mayor, no conocí nunca su nombre. Ella me miró, puso su mano sobre mi hombro y me preguntó: "¿Es tu primera llamada? Yo le respondí que sí, y ella solo me dijo: "Te entiendo, no queda otra que ser fuerte, aprenderás que no hay más alternativa que ser fuerte".
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