Escuché esta conversación hace unos días cuando estaba en un bar (no fue haciendo cola en un museo, qué le vamos a hacer):
-No, Manolo no se cogerá la baja en el trabajo, solo el permiso de cuatro días.
-Anda…
-No, si ya, es tonto, pero yo le entiendo, me pasaría lo mismo, es que en su curro ningún tío se coge la baja de paternidad, sería el único…
Manolo (nombre ficticio) siente un recelo o temor nada ficticio a coger la baja que le corresponde a él y a cualquier hombre. Porque el derecho a robar algo de tiempo al trabajo las primeras semanas en que ha nacido tu hijo, teme que piensen sus jefes, es cosa de madres y un exceso en estos tiempos de crisis. En algunos ámbitos, el derecho a trabajar y, al mismo tiempo, atender una familia, parece que aún es un asunto de mujeres. El telón de fondo de todo esto es que conciliar, así, en general, parece un territorio exclusivo de personas con hijos.
Machismo, sexismo o doble rasero. La discriminación por razón de género no es un problema de mujeres, no es cosa de tías, es una tara social. A Manolo le impide ejercer un derecho, pero el perjuicio no acaba en él, porque convertir la conciliación en un derecho reservado a las trabajadoras tiene un efecto perverso para ellas en el mercado laboral.
La buena noticia, según fuentes de la Seguridad Social, es que no hay muchos casos como el de Manolo. Que cada vez son menos. Sin embargo, tras la baja, la conciliación para el cuidado de los hijos sigue recayendo mayoritariamente sobre los hombros de las mujeres.
La Ley de Igualdad, que introdujo la baja por paternidad de 15 días (compatible con la de la mujer, de 16 semanas), entró en vigor en marzo de 2007. Durante los primeros meses, las bajas de paternidad suponían en torno al 40% de las de maternidad, pero a finales de ese año ya eran el 60% y a cierre de 2010, las bajas de los hombres fueron el 84% sobre las de mujeres, según los datos de la Seguridad Social.