Por mucha convicción que quiera ponerle, está claro que al ministro Alberto Ruiz-Gallardón le están obligando a tragarse un sapo enorme, verde y viscoso como no se han visto en mucho tiempo. El que durante años se ha preocupado de cuidar con esmero la imagen de moderado y dialogante, incluso de progresista dentro de lo que cabe en el amplio espectro ideológico de la derecha que aglutina el PP, aparece ahora como artífice de la que puede ser la más retrógrada de las contrarreformas, la de la ley del aborto.
Este es un debate que la sociedad española había dado por superado y que ahora pretende reabrir una minoría radicalizada de la Iglesia católica, que tiene secuestrada desde hace tiempo a su cúpula eclesial y que ahora pretende que el Gobierno imponga a toda la sociedad sus muy particulares dogmas de fe. En este envite no solo se dirime un cambio en la legislación sobre el aborto. También se juega hasta dónde está dispuesto el partido que gobierna a dejarse secuestrar a su vez por esa cúpula intransigente. A nadie se le oculta que La Iglesia, con el cardenal Rouco Varela al frente, pretende convertir este pulso legislativo en una demostración de poderío. Si consigue imponer la reforma, demostrará haber recuperado una parte del poder que tuvo durante el franquismo, y que nunca ha dejado de añorar.
Este es el verdadero significado de una reforma que Gallardón trata de disfrazar bajo el manto del convencimiento. Un convencimiento sobrevenido, en todo caso, que hace inevitable pensar en cuántas renuncias y cuántas concesiones tendrá aún que hacer el ministro para poder seguir vivo en la carrera del poder. Solo eso explica la contorsión ideológica que le ha llevado a decir que es su actitud progresista la que le impulsa y a presentar la reforma como una mejora para las mujeres. Quiere cambiar la ley, ha dicho, para defender a la libertad de las mujeres frente a una violencia estructural que las obliga a abortar. Pero, ¿qué libertad? ¿qué violencia?