En una magnífica viñeta de Forges aparecida en EL PAÍS en marzo del 2007, con motivo del Día de la Mujer, un cartel rezaba “Siglo de la mujer”. De que el siglo XX lo ha sido no cabe duda alguna, siendo como es el siglo en que las mujeres han vivido, hemos vivido, mayores avances y a mayor velocidad (el sufragio femenino, la píldora, la plena incorporación a los estudios universitarios…). Y tampoco de que el siglo XXI está destinado a serlo también en aquellos países en los que las mujeres siguen siendo aún una casta social, concretamente la más baja.
El Día de la Mujer, cuyo origen se remonta a mediados del siglo XIX, viene celebrándose desde 1910 a instancias de Clara Zetkin, quien lo propuso para promover el sufragio femenino en la II Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, aunque fueron las mujeres rusas quienes, reclamando alimentos en plena Primera Guerra Mundial, instauraron en 1917 la fecha actual, el 8 de marzo. Al Día de la Mujer y con él al Mes de la Mujer (marzo), que es cuando a las mujeres se les brinda, de modo excepcional, el turno de palabra que el resto del año se les niega si no es en pequeñas dosis y sin armar demasiado revuelo, se suma la existencia de los Institutos de la Mujer (nacionales o autonómicos), de las regidorías de Igualdad y de las asociaciones de mujeres y demás inventos del feminismo, inventos avalados por el espíritu democrático y sobre los que nunca ha dejado de arrojarse un sibilino haz de sospecha.
A la controvertida existencia de todos esos entes (para muchos enormemente necesarios y para otros del todo superfluos), cabe sumar la debatida cuestión de las cuotas, de las que se hace burla y escarnio como si fueran instrumentos del diablo.