Hace unas semanas se hacían públicos los resultados de un informe realizado por el Instituto Andaluz de la Mujer en el que se vuelve a poner de manifiesto la pervivencia de convicciones machistas entre nuestros jóvenes. Por ejemplo, se revela que uno de cada cuatro adolescentes andaluces entienden que la mujer debe permanecer en su casa, o que un 10% estima que es el hombre el que debe tomar las decisiones importantes en la pareja. A estos datos podríamos sumar todos los que demuestran como está creciendo la violencia de género entre adolescentes o como las nuevas tecnologías se están convirtiendo en un escenario tremendamente cruel en el que se alimentan las desiguales relaciones de poder entre chicos y chicas.
Este conjunto de evidencias, junto a las más explícitas y terribles que no son otras que las cifras de mujeres asesinadas año tras año, deberían alarmarnos a todas y a todos, ciudadanía y poderes públicos, y deberían obligarnos a una urgente reflexión sobre la tenaz persistencia de uno de los mayores dramas de cualquier sociedad de nuestro tiempo, incluidas las que pertenecen al mundo democrático y desarrollado. En el caso de nuestro país, diez años después de la entrada en vigor de la necesaria y pionera Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de medidas de protección integral contra la violencia de género, la realidad continúa empeñada en demostrar que no bastan las leyes para cambiar unas estructuras políticas y culturales en las que continúan agarrándose las raíces de la violencia.