La posición que se mantenga con respecto a la igualdad entre mujeres y hombres constituye hoy por hoy la prueba más infalible del talante democrático de una persona o de la consolidación de los valores constitucionales en una sociedad o en un determinado contexto cultural. La igualdad de género vendría a ser una especie de “prueba del algodón” mediante la cual es posible detectar si incluso bajo una apariencia formalmente progresista continúan manteniéndose posiciones reaccionarias que sitúan a las mujeres en una posición devaluada.
En este sentido, el género se ha convertido sin duda en un frontera que marca, muy especialmente en las religiones monoteístas, la 'línea roja' que demuestra hasta qué punto son incompatibles determinadas identidades y dogmas con los valores democráticos. En el caso de la Iglesia católica la posición de las mujeres continúa siendo en pleno siglo XXI la gran cuestión pendiente no solo desde la perspectiva de una mirada teológica patriarcal sino también y, muy especialmente, desde el punto de vista de su participación activa en las estructuras de poder que tienen su centro en el Vaticano.
En el contexto tremendamente machista de la Iglesia Católica pareció que la llegada del papa Francisco suponía, como mínimo, un cierto aire fresco en una estancias ciertamente apolilladas, muy especialmente gracias a la gestión dogmática de los dos últimos pontífices. Sin embargo, el análisis detallado de lo que por ejemplo el papa Bergoglio ha dicho en los últimos tiempos en materia de igualdad de género genera como mínimo confusión y nos pone sobre la pista de que sus palabras no pasan del discurso políticamente correcto.