Cada fin de año llega el momento en el que todo crítico musical afronta uno de esos retos tan inútiles como divertidos (de confeccionar y de consumir): las listas del año. A golpe de tedio, quienes escribimos sobre música nos vemos empujados a buscar otros puntos de vista, enfoques o factores comunes, en pos de un proceso de selección fresco y que evite el mimetismo con otros periodistas y publicaciones musicales. Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo.
Viéndome en estos menesteres, en los últimos días me he encontrado una vez más con largos listados de los discos publicados en 2011, tanto nacionales como internacionales, rastreando ganadores o inequívocos merecedores de un lugar en esas místicas votaciones que, al final, sólo servirán para que algunos lectores refuercen sus gustos y que muchos otros consideren que soy un imbécil que no sabe nada de música.
Partiendo de que es imposible que alguien haya escuchado todos los discos editados en 2011, todo el proceso es una pantomima desde su propio origen. Además, gran parte de los críticos musicales que corren por ahí sólo tienen en cuenta lo que han escuchado en su trabajo (que no suele rozar el eclecticismo ni de pasada, créanme), es decir, lo que han recibido en su buzón, su redacción o de mano de algún promotor/manager/músico de piernas largas. A eso hay que añadir los dichosos perfiles editoriales que encorsetan lo que puede, o no, estar en la lista de lo mejor del año de tal o cual publicación. Una farsa, vamos.
Volviendo a mi fruncida revisión de lo editado este año, les contaba que me puse a repasar listados de novedades con ánimo conciliador y espíritu de buscador de tesoros. A medida que chequeaba iba recordando y seleccionando: “el disco de Jonathan Wilson estaba genial, y el de Twilight Singers, fantástico, y qué maravilla el disco acústico de J Mascis…” pero, según iba haciendo esa preselección, no pude evitar pensar en varias ocasiones: “madre mía, qué cantidad de basura” o “todo esto es la misma mierda de siempre”. Los yankis lo llaman “the big picture”, Nietzsche, interpretado de forma libre, lo llamaba el abismo.
Repasando una buena parte de lo editado en 2011, sólo queda una conclusión posible: la producción discográfica, en general, apesta. Todo es prefabricado y teledirigido, productos diseñados para encajar en tal o cual grupúsculo sociocultural (desde la choni al gafapasta, el neo-festivalero o el viejo rockero trasnochado) y aspirar a recrear tópicos de la historia del disco, como el grupo que crece con el boca a boca, el fenómeno descubierto en MySpace, el viejo songwriter que alcanza la plenitud en su madurez o el descarado grupo de jovencitos jodidamente cool. Todo basura. Hasta muchos de los supuestamente infalibles parecen estar en una huida hacia delante en la que tienen que conjugar lo que hacen, lo que espera la gente que hagan y lo que realmente querrían hacer. Claro que hay cosas buenas, y discos fantásticos pero, ¿no está todo, no sé, diluido, rebajado con unos cuantos dedos de mediocridad?
Xavi Sancho escribía hace unos días, en estas mismas páginas, sobre la negativa general a apoyar los destellos de modernidad, y la vuelta a formas musicales basadas, más que en la inspiración, en la pura imitación; y tiene razón. Pero, ¿qué modernidad? La mirada a los clásicos es inevitable porque, la verdad, poca cosa podemos hacer ya a la hora de crear música, aparte de alterar y desordenar factores. El problema llega cuando uno no recurre a escuchar a Crosby, Stills, Nash & Young pero flipa con unos petardos como Fleet Foxes o cuando se deja fascinar por Kitty, Daisy & Lewis sin haber escuchado en su vida a Bill Haley, por ejemplo. Revival ha habido siempre pero, de ahí a contar la vieja película como nueva, hay un trecho.
Esas infuencias son inevitables y, desde luego, no incompatibles con hacer algo fantástico. Reescuchando el “Songs For Beginners” de Graham Nash es imposible no detectar grandes similitudes con lo que hace Wilco, lo que no quiere decir que esto último sea un paquete. Lo mismo podríamos aplicar a Violent Femmes y Wave Pictures, sin cargarnos a estos últimos por exceso de inspiración. Otra cosa es que el 80% del rock americano de raíces no es sino un fusilamiento masivo de Tom Petty, Bob Dylan, Neil Young y tantos otros, al igual que todo el moderneo, el tecnopop, etc, hace lo propio con Ian North, Talking Heads, Eyeless In Gaza, Ultravox, o cualquier vieja referencia del catálogo de Cherry Red, Factory, 4AD, etc. Hasta el primer disco de Duran Duran suena más moderno que el paripé que hay que aguantar de algunos grupos “modernísimos”, de esos con cantante afectado y tecladito de doce teclas.
El problema no es que las nuevas bandas beban, se inspiren e incluso imiten, eso ha ocurrido desde tiempos de Chuck Berry. Siempre será mejor copiar con gracia que ser original y ser un ladrillo, pero la mayor parte de copias que se producen en la era líquida en la que vivimos, se basan en conceptos estéticos, reproducción banalizada y muy poca sustancia. No queremos algo nuevo, queremos algo bueno y, a poder ser, de verdad.
Por eso, últimamente, enfrentarse a las listas de lo mejor del año, acaba siendo algo realmente deprimente. Hagan la prueba, echen un buen vistazo a todo lo editado este año, y piensen cuantos grandes discos encuentran. Grandes de verdad, no buenos o disfrutables. Miren al abismo y verán que el abismo les devuelve la mirada con cientos de referencias que, probablemente, dentro de unos años no se encuentren ni en la caché de Google.