Si tienes más de 20 años seguro que alguna vez lo has hecho. Ahora parece algo demodé, incluso cutre, pero hace no tanto era de lo más normal entrar en una tienda y comprar un disco. Para ti o para otros, como parte de un consumo propio y natural o para colmar los oídos de alguien cercano.
Entonces, regalar un disco era algo personal y lucido: decía mucho de ti, de lo que te gustaba, de qué querías transmitir al receptor del agasajo. Podía ser inspirado por un momento compartido, una canción especial, una discusión sin resolver o unas emociones reprocesadas por alguien que, a través de su música, parecía expresar perfectamente lo que tú sentías. Podía ser fruto del proselitismo más humilde o de un hábil chivatazo a quien, sin tener ni idea de lo que te estaba regalando, contaba con la certeza de que iba a significar algo para ti. Por lo que fuese, era un buen regalo.
Hoy, regalar un cedé es como regalar algo de un “Todo a 100” o apañar un desvergonzado detalle de urgencia en una gasolinera, camino a la cena de navidad. Poca cosa, en definitiva. Si acaso, un disco de vinilo en una edición curiosa o una ostentosa boxset de precio desorbitado que transmita una mezcla de fetichismo y de huida de los restos del naufragio de la industria discográfica, tan bien representados por los formatos humildes y tradicionales.
Por eso, quienes aún disfrutamos comprando música física (ahora se dice así), vemos inútil pedir a los reyes éste o aquel disco porque, podrán venir desde Oriente en camello, que ya tiene mérito, pero no les vayas a pedir que te traigan una copia en elepé del último de Girls, y mucho menos el de los Black Keys, que a ver ahora dónde carajo encontramos eso.
Para encontrar hay que saber buscar y, aunque hay un buen puñado de tiendas en nuestro país que –al loro– saben de qué les hablas les pidas lo que les pidas, lo de comprar discos ha quedado relegado al consumo propio, y altamente endogámico, de los conversos. Como miembros de una secta, los compradores de discos pueden regalarse discos entre ellos pero, ¡atención!, nunca hacerlo con alguien que ya no, digamos, “hace eso”. El patinazo puede ser sonado.
En un mundo poblado por docks para iPod, micro-cadenas de diseño con altavoces propios de un juguete y sistemas 5.1 en los que los BluRay suenan como si la puñetera explosión de la peli fuese en tu mismísima cara, ¿dónde quedan los discos? Imaginaos la escena: ese activo comprador de discos que, con toda la ilusión del mundo, se planta en casa de quien sea provisto de una flamante copia de su álbum favorito de los últimos meses –ese que ha llenado sus horas y que ha marcado para siempre algunos momentos de su vida reciente–, para encontrarse con un muro en forma de “¿y yo ahora esto dónde lo pongo?”. La reacción no suele ser fría ni insensible, tan solo va envuelta de grandes cantidades de incredulidad, de un sincero sentimiento de impotencia ante algo que, realmente, no tiene ya sitio en su vida. Como regalar un bombín, un escapulario o una máquina de escribir. ¿Qué sentido puede tener semejante anacronismo?
Pero sí, por el contrario, hay alguien en tu círculo que te consta que todavía anda metido en estas cosas raras de los discos, no te cortes y la próxima vez arriésgate a algo tan presuntamente insensato como regalarle uno. Los reyes, que llevan un porrón de años en el negocio –y para eso son magos–, no deberían tener problema en esto. Al fin y al cabo, aún quedan decenas de sitios en nuestro país que los venden, muchos de ellos, de forma vocacional.
Sí, sí, no exagero, si uno quiere comprar un disco para otro, de oídas o sin tener pajolera idea de lo que se cuece, no está obligado a enfrentarse a la ceja arqueada del dependiente de los grandes almacenes o a su inquietante “¿me puede deletrear Pi Yei Jarvi, por favor?”. Hay todavía una buena cantidad de tiendas de música en España, abasteciendo a todos esos aficionados que se niegan a renunciar al placer de sentir un disco entre sus manos, antes de volcarlo en sus neuronas. Si regalas uno, es probable que siempre lo recuerden –te recuerden– asociado para siempre a esa música. Porque, aunque arrinconado y humillado, el disco, como la bicicleta, la nata montada o Los Beatles, nunca pasa de moda.