Hasta hace unos años, una de las frases más manoseadas en el periodismo de moda era aquella que le otorgaba a alguna nueva tendencia la categoría de ‘nuevo negro’. Un verano cualquiera, el verde resultaba ser el nuevo negro, y al siguiente, pintarse las uñas de los pies de colores pastel podía ser el nuevo negro, o los pantalones con estampados florales, o incluso los jeans nevados. Inevitablemente, la frase se convirtió en una broma recurrente, y pronto acciones como la circuncisión, ver la hierba crecer o igualarse las patillas entraron en la ya inevitablemente irónica categoría. Decir que algo era el nuevo negro, y sobre todo, decirlo en serio, era taaaan 2002. Entonces, se puso de moda decir que algo era el nuevo rock and roll. Pues eso. La moda. La tecnología. La gastronomía. La capacidad demostrada por la música popular para convertir en rentables valores de juventud, rebeldía o innovación combinado con la certeza de que ya no iba a ser el rock el lugar en el que se podría hacer negocio con todo esto -la industria que lo gestionaba había arrojado la toalla de la significación y se había quedado agarrada al trapo de Alejandro Sanz y Lenny Kravitz-, hizo que, a diferencia de la búsqueda del nuevo negro, tratar de encontrar el nuevo rock no fuera algo que debiéramos tomarnos a broma. Pujaron Karl Lagerfeld, Steve Jobs y Ferran Adrià, y al final, ¿saben quién se llevó el premio? Tony Soprano.