Durante mucho tiempo llegué a pensar que estaba más enamorado de la mística que ha rodeado siempre a The Blue Nile que de su propia música. La idea de un grupo que en veinte años graba cuatro discos, que desaparece cuando le conviene, que apenas hace giras, concede entrevistas, graba videoclips o aparece en público llegó a tener casi más peso y relevancia que sus canciones, quizás porque en los 80, la época dorada de su trayectoria, se suponía que cualquier formación de pop buscaba precisamente todo lo contrario: notoriedad, éxito rápido y visibilidad. Muchos nos sentíamos más identificados y representados con el carácter esquivo, ultratímido y perfeccionista de Paul Buchanan, Robert Bell y Paul Joseph Moore que con la tendencia a la extroversión y el don de gentes de buena parte de sus coetáneos. Y desde siempre se ha tenido la sensación de que si hubieran actuado con normalidad, rigiéndose por las leyes más o menos ortodoxas de la industria, su legado nunca hubiera tenido tanto impacto entre sus seguidores. Entre otras cosas porque esta capacidad de mirarlo todo con distancia y de invertir el tiempo necesario en la grabación de cada álbum ha sido un factor clave en la preservación de una carrera en la que el afán de éxito y celebridad siempre ha jugado un papel residual y en la que lo único importante ha sido la música.