El marketing aplicado al hip hop ha llegado tan lejos en los últimos años que el lanzamiento de I am not a human being II, décimo disco en estudio del rapero de Nueva Orleans Lil Wayne, que sale hoy a la venta, ha llevado a más de uno a sospechar de la veracidad de las últimas noticias relacionadas con el artista. Su reciente paso por el hospital, que se ha saldado con rumores de todo tipo –desde una extremaunción a varias apoplejias, pasando por una sobredosis de sirope de codeína, todo aún por confirmar–, ha dado combustible a las lenguas viperinas que ven conspiraciones o campañas de promoción en cualquier movimiento previo a la aparición de un nuevo álbum. Pero más allá de teorías ficción de quienes sospechan o desconfían hasta de su familia, lo cierto es que si no se ha hablado apenas de este regreso discográfico y sí de los problemas extra musicales del rapero es por un motivo claro: el paralelismo entre su degradación personal y su decadencia artística, dos vasos comunicantes e indisociables cuando se trata de explicar la progresiva caída artística –que no comercial– de quien estaba predestinado a convertirse en la mayor y más rentable estrella del firmamento hip hop.