Música para viejóvenes

Por: | 24 de septiembre de 2013

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A principios de este mes de septiembre, la profesora de la Universidad de Cornell Carol Lynne Krumhansl publicaba en Psychological Science los resultados de un estudio sobre la memoria y el gusto musical de los que hoy son postadolescentes. La intención original de la profesora era probar que, a partir de una muestra de 60 universitarios estadounidenses con una media de edad de 20 años, los jóvenes siguen prefiriendo hoy, como ayer, su música a la de sus padres. Sorprendentemente (solo para ella, que no lee el Mojo), los resultados negaron absolutamente su tesis inicial. No solo los postadolescentes de hoy conocen tan bien la música de principios de los 80 -cuando más o menos sus progenitores tenían al edad que tienen ellos hoy- como la de PSY, sino que en su mayoría la prefiere. Lynne concluye que esto sucede por razones asociadas a la memoria, no a American Apparel ni a la edición reciente de otro grandes éxitos de Madonna, y cuestiona la idea hasta hoy extendida de que es la música que escuchas en tu adolescencia y primera juventud es la que te marca de por vida. Del mismo modo, la profesora, quien más tarde sometió a sus objetos de estudio a una sesión de música de los 60, descubrió que los chicos seguían reconociendo casi todo lo que les ponía. Así, concluyó que esto tenía lugar también por razones de memoria, nada que ver con la supuesta calidad eterna y universal del rock y el pop de aquella década, pues los chavales, según ella, disfrutaron tanto de The ballad of the Green Berets como de cualquier cosa de los Beatles. Resultó, pues, que lo que sucedía era algo así como una trampa espaciotemporal en la que el padre no solo transmite la música que le gusta al hijo, sino que también lo hace con la que le gustaba a sus padres (abuelos del hijo, para los que se pierden incluso en ciudades planeadas en cuadrícula y con las calles numeradas), que es en realidad la que a él o ella le gusta y que, sin ser consciente, se incrusta en el córtex de su descendencia, dejando una cicatriz que picará cada vez que amenace lluvia o se vuelva a escuchar la banda sonora de Rebelión en las aulas.

 

"¿Demasiado jóvenes? ¡Rayos y truenos, sí, Burt! Dentro de diez años tendremos veinticuatro. Piénsalo, ¡veinticuatro años! Prácticamente unos ancianos" ('En primavera', John Fante)

El estudio de Lynne demuestra que, a veces, puedes llegar a tu destino habiéndote antes perdido. Que incluso, en ocasiones, llegas a tu destino y ni te has enterado. Así pues, lo que hace Lynne es obviar hechos como que vivimos en un revival de los 80 que amenaza con durar más que la propia década, o que en EEUU aún hoy siguen habiendo más emisoras de rock clásico (485) que de cualquier otro género. La música de tus padres o abuelos ya no es de ellos, sino de todas las generaciones. Además, el concepto de que la música que te marcará por vida no es la de tu adolescencia sino la que escuchas en la más tierna infancia ha sido sobreexplotado en los últimos años. Desde Belle and Sebastian hasta Matthew Herbert, infinidad de artistas se han unido a la tendencia de crear o actuar para niños, en lo que es una bonita forma de entretener a los padres. También hemos sido bombardeados con una ingente cantidad de artículos en los que señores mayores nos explican cómo debemos hacer para que nuestra descendencia no termine en manos del siempre horripilante sonido del momento (el sonido del momento es algo que, por razones que piden un estudio de la Sra. Lynne, dejó de estar bien el momento en que empezaron a sonar los cuartos la nochevieja de 1983) y, en vez de apostar por ser joven un ratín, al menos, crezca enamorado de la música que nos hizo lo que hoy somos. ¿Qué clase de padre dejaría a sus hijos en manos de Lady Gaga cuando puede criarlos a base de Van Morrison o Bob Dylan? ¿Quién quiere un hijo joven cuando puede tener una versión en miniatura de su cuarentón, amargado y resabiado padre?

A ver, joven: ¿por qué quieres ser como tu padre? Mírate. Cuando andas por las calles de los bares, las chicas guapas que reparten flyers siempre te dan uno y, como estás en edad de soñar, aún puedes pensar que solo te los dan a ti porque les gustas, no porque sea su trabajo. A tu padre no le dan ni la hora. En cambio, al señor, cuando pasa por la calle de las prostitutas, todas le ofrecen descuentos similares a, eso sí, productos bien distintos. Él también piensa que es porque les ha gustado. En su caso eso no es soñar, es simplemente estar dormido. Tú por esa calle no pasas nunca porque estás en casa haciendo cosas más interesantes, como masturbarte o jugar a la Play. Pero si sigues dale que te pego a King Krimson y John Lee Hooker, da por seguro que pronto las cosas cambiarán. Y los mayores sabemos pocas cosas, pero si de algo estamos seguros es de una: cuando las cosas cambian, siempre lo hacen para empeorar

 

No se descubre América -Amércia siempre ha estado ahí y solo había que hacer visera con la mano izquierda para verla- cuando se dice que una de las realidades que hacen esta vida el maravilloso viaje que es, se encuentra en el hecho que desde siempre muchos jóvenes han querido ser mayores y casi todos los mayores han querido volver a ser jóvenes. Y si no lo han querido, al menos, lo han pensado. Y se puede pecar de pensamiento, dicen. Siempre ha habido gente en el patio del colegio que no era de Dire Straits o de Depeche Mode, de Nirvana o de Pearl Jam, de Oasis o Blur, sino de los Rolling Stones (cuando los Stones hacían aún buenos discos, este tipo era fan de Frank Sinatra y no compartía el teléfono de su peluquero). El problema es que el mundo era un sitio mejor cuando el que en 1987 decía que era de los Who se quedaba sin bocadillo, por pringado, y debía volver a su rincón a pensar formas más originales y menos dolorosas de ser diferente. El verdaderamente guai, el que sabía, era el fan de Felt, luego el de Mudhoney, más tarde el de Pulp. Hoy, cuando la dicotomía se asienta entre Katy Perry y Lady Gaga, o entre Pitbull y Pablo Alborán, el que prefiere a The XX, es, simplemente, un puto hipster.

Y es que da la sensación de que, en la actualidad, quien a los 13 años declara que ya no se hace música como la de Queen no solo despierta una sonrisa de satisfacción de su orgulloso padre –cuando en los largos viajes en coche el niño preguntaba cuánto falta para llegar, no era porque en su infantil ignorancia no entendiera Bohemian Rhapsody en toda su metafísica complejidad; simplemente, se hacía pis o estaba harto de contar árboles pasar, menudo alivio- sino que entre su franja de edad se presenta como alguien oscuro y misterioso, extremadamente guai. Si las cosas siguen así, en 2030, el que se declare seguidor de Rihanna en el colegio, será el que le robe las pastillas azules del desayuno a los que esgriman la teoría de Adorno (el filósofo alemán siempre ha sido muy popular en las conversaciones de patio de colegio) sobre que la música expresa las contradicciones de la sociedad, llevando a la crisis el estatuto de lo existente y convirtiéndose así en una protesta contra la falta de libertad y una tendencia hacia un futuro diferente.

Theodor-Adorno

“Está muy bien eso de decir grandes palabras acerca del progreso ahora que todo ha terminado. No hace daño a nadie” (‘Meriedna de negros’, Evelyn Waugh)

Cuando en 2004, el periódico US Today escribió un artículo en el que detectaba la universalización de la tendencia de los hijos a escuchar con fruición la música de los padres contactó con Martin Lewis, un experto en los Beatles que fue contratado por EMI para ayudarles a diseñar en plan de marketing del lanzamiento del Anthology de los de Liverpool. Cuando Lewis llegó a las oficinas de la multinacional se encontró con una serie de señores pensando en formas de atraer a un cliente potencial de más de 45 años (¿incluimos gafas bifocales en el pack?). El hombre tuvo que pararles los pies. Llevaba acudiendo a convenciones de beatlemaniacos desde principios de los 90. Entonces, los nacidos entre el fin de la II Guerra Mundial y mediados de los 50 constituían más de la mitad de la audiencia. En 2004, el 75% de los que asistían a estas convenciones tenían menos de 30 años. A sus 45, él era el decano en muchas de ellas. Más adelante, en el artículo se les preguntaba  a directivos de sellos como Rhino o Sanctuary, responsables de algunas de las más golosas reediciones de los últimos años, sobre el hecho de que gran parte de quienes compraban sus cajas dedicadas a viejas glorias del rock tenían menos de 30 años. Jeremy Hammond, entonces jefe de desarrollo en Sanctuary, lo explicaba así de claro: “Ya no existe ninguna presión por asociarse a ningún género musical, ni siquiera  a una generación musical concreta. Se trata de definir lo único de tu gusto personal. Años atrás, escogías el estilo de vida asociado al género musical”. Casi diez años después, casi nada ha cambiado. Bueno, tenemos el estudio de la Sra. Lynne, que nos dice que, si estás en al universidad y tienes la tarde libre, no te apuntes a participar en un trabajo de campo sobre hábitos musicales, dona sangre.

 

Y es que ya nada de esto tiene sentido. La última década ha servido para enredar un nudo gordiano alrededor del consumo de música que solo tiene dos salidas: la muerte o la destrucción. Dice Stephen Emmott en su tan fascinante como inquietante obra 10.000 millones, que cuando alcancemos esta cifra de habitantes en el mundo (calcula que sobre 2050), poco menos que nos extinguiremos. Emmot es un optimista. Si hubiese visto a padres mostrando a sus bebés las bondades de escuchar a Metallica o a hijos preguntando a sus padres dónde han guardado los discos de los Shadows y decepcionados al descubrir que en la colección están en vinilo y no en piedra, habría adelantado notablemente la fecha de caducidad del ser humano. El momento en que a un hijo deja de utilizar la música para joder a sus padres no solo denota la falta de confianza de la juventud actual en los poderes de la música –recordaba el crítico musical británico Alexis Petridis que de adolescente era fan de Adam and The Ants, sobre todo, porque su padre no lo era; si este se los hubiese recomendado, los hubiera descartado de inmediato-, sino que es también el primer paso hacia la ataraxia generacional. Porque si hoy padres e hijos escuchan juntos a Led Zeppelin, mañana jugarán juntos al Comecocos, y pasado, el premio por sacar buenas notas será ir a cenar a un sitio slow food.

Barcelona, julio de 2013

Entrevistador: He leído por Twitter que eres fan de Lorde.

Caitlin Moran: Sí, es genial… Y tiene solo 16 años… Me encanta Royals, me gusta como se mete con los de su propia generación sin sonar amargada, ni vieja.

E: Estoy obsesionado con la canción. Ayer a la una de la madrugada me desperté necesitándola y por primera vez escuché música en el móvil, porque me daba palo levantarme de la cama y lo tenía en la mesilla de luz.

CM: ¿Escuchaste música en el móvil? ¿Cómo se hace eso?

E: Pues no sabría decirte. Tuve suerte.

(Moran tararea Royals)

E: Oye, no crees que teniendo la chica la edad que tiene, 16, y nosotros la que tenemos, que tampoco la vamos a concretar, pues es irrelevante, ¿no deberíamos dejar a los jóvenes con sus cosas?

CM: Igual sí, pero… no... ¡que se jodan!

 

Hay 5 Comentarios

si los raritos de cada época preferían a los who, a felt, a mudhoney y luego a pulp...yo que soy de can-black flag-jesus lizard-fugazi, debo ser raro de cojones. Bueno, desde aquí decir que PABLO ALBORAN ES UN HIJODEPUTA BABOSO y que los putos Sabina-Serrat no han escrito una canción protesta en su puta vida.

"El momento en que a un hijo deja de utilizar la música para joder a sus padres no solo denota la falta de confianza de la juventud actual en los poderes de la música –recordaba el crítico musical británico Alexis Petridis que de adolescente era fan de Adam and The Ants, sobre todo, porque su padre no lo era; si este se los hubiese recomendado, los hubiera descartado de inmediato-, sino que es también el primer paso hacia la ataraxia generacional. Porque si hoy padres e hijos escuchan juntos a Led Zeppelin, mañana jugarán juntos al Comecocos, y pasado, el premio por sacar buenas notas será ir a cenar a un sitio slow food."

Lo flipas. Tú lo flipas. Anda toma un valium.

¿Qué ha bebido usted, buen hombre? ¿Ya se ha pasado otra vez con el coñac? ¿Cuándo corregirá esa manía de publicar sus artículos sin revisión previa y no ebria? Si no me equivoco, debe de andar usted por los 34-35 años. Se lo digo porque es la edad del infantilismo postizo, del deseo de seguir jugando al jovenzuelo antipapá a pesar de que ya se esté criando al primer vástago. Despierte, hombre, y no sea tan patético. Todos se lo agradecerán: su hijo, sus lectores y hasta usted mismo

¡Que viva Led Zeppelin! (Soy más fan de ellos que mis propios padres). Desde mi veintena digo que me gusta música de todas las épocas. No creo que la música de hoy en día sea sustancialmente peor (y lo digo a la vez diciendo que si eligiera vivir una época musical, serían los 70, por siempre jamás). Sólo que lo que triunfa no es lo que merece la pena escuchar ;)

El año que nació mi hija la mecía para dormir con Holy Wood de Marilyn Manson y Pulse de Pink Floyd, y también Placebo y Dire Straits, así a bote pronto. 12 años después me pide que le cargue en el iPod melodeath escandinavo porque Rihanna, Shakira y Beyonce no no acaban de gustarle tanto.

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Conciertos, festivales y discos. Auges y caídas. Y, con suerte, sexo, drogas y alguna televisión a través de la ventana de un hotel. Casi todo sobre el pop, el rock y sus aledaños, diseccionado por los especialistas de música de EL PAÍS.

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