Que en su momento la separación de Outkast no nos generara un trauma se debe al hecho de que teníamos más o menos claro que su ruptura tenía más de hiato temporal que de despedida irrevocable. Y porque nunca hemos llegado a tener la sensación de que entre Big Boi y André 3000, los responsables del proyecto, se haya producido un cataclismo personal con influencia directa en su vertiente creativa. Los dos discos en solitario de Big Boi que han seguido a su escisión, sobre todo el primero, el espectacular "Sir Lucious Left Foot: The Son Of Chico Dusty", han relajado los ánimos de sus seguidores: ni el talento se ha diluido o evaporado ni el dúo tiene la menor intención de renunciar o renegar de su propio sonido, ejemplarmente representado y actualizado en sendas aventuras personales de su mitad más inquieta e impetuosa. Incluso así, con la calma de quienes podían intuir que tarde o temprano se volverían a encontrar, la fuerte rumorología que se ha despertado esta semana en Estados Unidos acerca de su más que posible reunión en 2014 –en principio para actuar en el festival Coachella y para orquestar una gira mundial– ha armado un revuelo considerable. Un ruido directamente proporcional a la necesidad imperiosa que tenemos todos de recibir noticias musicales importantes e imponentes en un momento de cierto bajón y aburrimiento. No hay lugar, pues, para la desconfianza, al contrario: son muchos los motivos de algarabía y jolgorío ante este reencuentro.
El primero es el hecho de que vuelven a tiempo y en un momento diría que indicado. Es decir: a diferencia de otros sonados retornos, y de eso últimamente sabe mucho el universo indie-rock, en los que hemos visto con cierta estupefacción cómo regresaban formaciones ya extintas en nuestro recuerdo y con un recorrido reciente en clara decadencia personal y artística, el dueto de Atlanta lo hace en un contexto de considerable bonanza creativa: Big Boi ha mantenido intacto e impoluto el sello musical del grupo con sus dos álbumes; y André 3000 ha sabido elegir bien sus cameos y apariciones puntuales, de Frank Ocean a Drake, además de recibir el interesante encargo de encarnar a Jimi Hendrix en el biopic “All is by my side”. No han manchado el recuerdo del proyecto, y eso ya es importante. A todo esto se suma el hecho de que seis años es un margen razonable como para que este reencuentro quede libre de sospechas nostálgico-pecuniarias. Desde la distancia, esta rentrée en forma de gira internacional -¿he oído Primavera Sound?- suena más a excusa para reemprender la marcha y recuperar sensaciones que a acto desesperado por cobrar unos cuantos cheques y volver a la rutina. En unos meses sabremos qué hay de cierto en toda esta operación.
El segundo hace referencia a la necesidad imperiosa que tiene el hip hop de descubrir o reencontrar, como es el caso que nos ocupa, iconos. No hablo de superestrellas ni de nuevas promesas, ni tan siquiera de grandes creadores, que van y vienen de manera constante, sino de iconos, emblemas, nombres que trascienden más allá de su impacto musical y definen un pedacito de la historia de la música contemporánea. Y el dueto de Atlanta es uno de los mayores iconos que ha visto nacer y crecer el género en los últimos veinte años. En estos momentos Drake es una de las mayores estrellas del firmamento rap desde un punto de vista popular, mediático y empresarial, un tipo capaz de vender cantidades importantes de discos, generar un monumental negocio a su alrededor, erigirse en fenómeno de fans, convertirse en un activo de la industria y, también, recibir el aplauso unánime de la crítica. Pero su estela difícilmente provoca el mismo cosquilleo, nerviosismo y excitación que la posibilidad de que Outkast vuelvan a juntarse para cometer fechorías. Y ese sentimiento es el que busca y necesita el género en tiempos de vacas flacas.
Tercero: musicalmente echamos de menos a Outkast. La actualidad hip hop no es tan catastrófica como la pintan algunos críticos agoreros. Hay relevo generacional, figuras con mucha proyección pop, una escena underground resistente y estrellas con inquietudes creativas que no se limitan a facturar singles, pero la sensación que tengo estos últimos meses, extensible también a los últimos dos o tres años, es que todo está excesivamente fragmentado y compartimentado y que faltan referentes que puedan y sepan aglutinar en un mismo discurso el mayor número posible de ideas, estilos, actitudes e intenciones. Grupos grandes, en el mejor sentido del término: aquellos artistas que quizás no llenan estadios ni recintos monumentales –cuando menos en algunas partes de Europa– pero sí llenan huecos y carencias artísticas de un determinado momento. La discografía de la banda es un impecable ejemplo: aunque el éxito y la popularidad acabaron llegando con “Stankonia” (2000), no han sido Big Boi y André 3000 figuras de largo alcance comercial, pero se hace difícil, por no decir imposible, explicarle a cualquier neófito en qué ha consistido la música negra de las dos últimas décadas sin detenernos en algún momento en su carrera. Echamos de menos ese tipo de bandas en las que podías confiar al 100%, las que prometían y garantizaban grabaciones relevantes y perdurables.
Y cuarto: la sensación de que queda algo pendiente. Outkast dijeron adiós en un buen momento, justo cuando publicaron “Idlewild” (2006), banda sonora de la película que ellos mismos protagonizaron. Pero aún hoy persiste la idea de que su desmembramiento merecería un disco de mayor altura y entidad y, sobre todo, un disco que midiera realmente sus fuerzas de forma conjunta y unitaria. En “Idlewild” hay canciones prescindibles, canciones satisfactorias, canciones notables y canciones memorables, algunas ya escuchadas en su anterior álbum, “Spekerboxxx/The Love Below” (2003), pero en todo momento flota en el ambiente el hecho de que ya es un proyecto postrero e indefinido más allá de su cometido principal, el de acompañar las imágenes del film. Cualquier cosa menos una despedida por todo lo alto. Y este sentimiento de que a Outkast aún le quedan cosas por decir y expresar se refuerza con el hecho de que su auténtico último álbum, el doble CD “Speakerboxxx/The Love Below”, es más una suma de las dos personalidades, cada una en vuelo semi libre y por separado, que el canto de cisne real de un grupo que funciona como tal. Con este ambicioso disco, y también con los dos lanzamientos en solitario de Big Boi, hemos entendido a la perfección los vicios y virtudes de cada uno, los rasgos de personalidad, las diferencias y los nexos de unión. Y ahora lo que queremos es que estos vuelvan a coexistir en un mismo habitáculo creativo que desemboque en la grabación de ese gran álbum que aún nos deben.
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