Habíamos quedado a las 11 con Bill McCullough, un fotógrafo de Austin que colabora en The New York Times. Pero, cuando ha llegado a la casa donde nos hospedamos en el oeste de la ciudad, estábamos aún todos durmiendo. Fue una noche larga y divertida, a lo que tuvimos que añadir una larga caminata por la imposibilidad de encontrar un taxi a esas horas. Aunque ese problema lo acabamos de solucionar hoy desde que hemos conocido a Said, un taxista marroquí que lleva quince años trabajando en la ciudad y que se ha convertido en nuestro chófer de confianza.
El caso es que ayer aún no conocíamos a Said, y cuando Bill ha llegado para hacer su reportaje se ha encontrado con una bofetada de realidad de grupo de gira: ropas desperdigadas por toda la casa, restos de desayunos, legañas, ojos hinchados, zombies despeinados chequeando el correo en el móvil sin salir de la cama. A saber cómo quedará su reportaje, si es que se lo publican.
El primer paso de hoy era asistir a la Pool Party de Burger Records, en una zona pudiente de la ciudad, alejada del centro. Pero los planes en el SXSW se hacen para cambiarlos sobre la marcha. A las zonas pudientes americanas no llegan los autobuses -¿para qué?, pensarán ellos- y aún no conocíamos a Said: hemos encargado un taxi para que nos recogiera en casa y nos llevase a la fiesta, pero después de una hora y media de espera infructuosa hemos decidido cambiar de planes e ir a comer a Magnolia’s, un diner de carretera en el que nos han tratado de lujo.
Hamburguesas y home fries en lugar de conciertos y piscina. Aquí el coste de oportunidad se pone de manifiesto en su expresión más literal. Cada decisión que tomas implica una pérdida irreparable (te has perdido un concierto antológico), pero a cambio lo que acabas viendo o haciendo también suele ser inolvidable y merece la pena todo lo que has dejado atrás por hacer eso y no otra cosa. Hemos comido tan bien que se nos ha olvidado el enfado por no poder ir a la fiesta de Burger Records, y ya entrada la tarde hemos bajado al centro en autobús para preparar el concierto oficial de The Parrots en el Lit Lounge de 6th street.
Con todo lo bueno que tiene, hay que decir que el SXSW trata bastante mal a los grupos. Para empezar, discrimina de manera clasista entre músicos y equipo técnico: los músicos tienen pulsera de artista, que les garantiza la entrada a todos los conciertos durante toda la semana; los técnicos y tour manager, por su parte, solo tienen entrada para el día de su concierto, y solo para la sala en la que toca su grupo. Pero es que, además, la organización no pone backline (los amplificadores y la batería) a disposición de los artistas extranjeros, ni colabora tampoco en gestionar su alquiler. Esto, para un grupo que ha viajado en avión, es un contratiempo enorme y un gasto que desequilibra cualquier presupuesto. Por suerte, esta noche hay un grupo de punk de Indiana (No Coast), que ha decidido dejar su backline al resto de los grupos con quienes comparten escenario.
Después de la actuación de Me and the Bees, que han contado con el apoyo entre el público de amigos como Russian Red o Lost Tapes, The Parrots se disponen a subirse al escenario del Lit Lounge. El técnico de sonido es de lujo: nada menos que Mike Mariconda, un mito del rock de guitarras americano de los 90 y viejo conocido de la afición española. La actuación es accidentada pero llena de energía, y el público lo agradece con rugidos de aprobación. Las cuerdas rotas y los consiguientes parones no hacen más que realzar la efectividad de las diferentes canciones que conforman el aún escueto repertorio del grupo.
Acabado el concierto, empieza de nuevo la odisea de conseguir un taxi para poder dejar los instrumentos en casa antes de proseguir con la ruta de conciertos. Y aquí es donde llega la aparición providencial de Said. Al principio se muestra reticente a meter a siete personas y otros tantos bultos en su taxi, pero en cuanto se decide y empezamos a hablar, nos cuenta que es de Marruecos y entablamos una conversación que solo es interrumpida por una llamada de su hijo. Es conductor de limusinas, y un cliente importante se ha dejado el teléfono en su coche. Said no sabe decirnos el nombre de ese cliente importante de su hijo, pero nos enseña una foto. El cliente es Skrillex.
Dejamos los instrumentos en casa y nos dirigimos al Hotel Vegas, uno de los mejores enclaves en el este de la ciudad. Allí acabamos la noche rodeados de amigos y viendo un concierto inenarrable que incluía coreografías alocadas, invasiones de escenario y twerking desenfrenado, hasta que llegan dos policías y empiezan a desalojar el sitio. Ahora sí, llamamos a Said para que nos venga a buscar. Nos cita en una tienda de empeños en la esquina de la calle César Chávez y la I-35, con la fortuna de que justo enfrente hay un puesto de tacos baratísimo. El resto es otra historia, y mañana será otro día.
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