En mayo de este año, Public Policy Polling llevó a cabo una encuesta en la que buscaba saber qué opinión tienen los estadounidenses de los hipsters. Sí, los hipsters, y sí la compañía contiene en su nombre las palabras público y política. El resultado es ciertamente complicado de interpretar, pues concluía que eran un 16% los que tenían una opinión favorable de esta gente (pregunta del editor: ¿No deberías ahora explicar qué es un hipster? Respuesta del escriba: No, pues si alguien no sabe qué es un hipster qué demonios hace leyendo esto ‘con la que está cayendo’. Si alguno siente curiosidad, que entre en Google, son solo siete letras que teclear, se puede conseguir incluso padeciendo artrosis severa). A un 42% de los encuenstados no le gustaban los modernillos y un 43% no se había formado una opinión al respecto. En fin, que si estos fueran los resultados de la consulta por la independencia catalana –un tema ridículo, si lo comparamos con la balcanización del hipsterismo-, unos no sabrían si cargar o no de gasolina los tanques y los otros dudarían entre empezar a acuñar monedas de dos pujolets o pedir el comodín del concierto económico. Desmenuzando los resultados por franja de edades, encontrábamos que, entre los mayores de 65 años, solo el 6% aprobaba su existencia. Esa es aproximadamente la edad que aparentan todos los que sistemáticamente llevan despreciando a esta gente desde 2011, cuando se pusiera terriblemente de moda odiar al moderno. Tan de moda, que, muy a su pesar, los verdaderos hipsters podemos decir que son los que los odian, pues son ellos quienes siguen de forma monolítica y acrítica una tendencia. Los modernos, simplemente, van en bici, van al Starbucks a conectar su Mac y van a la barbería a recortarse la barba. Los hipsters, un tema en constante evolución.