La actitud que tenemos la mayoría ante unos premios como los Goya, o los Oscar, tiene algo de hipócrita. Exclamamos dando golpes en la mesa que ahí no está el cine, que el cine es otra cosa, que los premios son mercadotecnia, manipulación y frivolidad, y sin embargo, a la mañana siguiente nos quejamos de la injusticia de los resultados. Ahí hay una contradicción: ¿Qué sentido tiene pedirle justicia a algo que hemos deslegitimado a priori?
La verdad es que los premios nos importan, nos los tomamos en serio mucho más de lo que a veces somos capaces de reconocer. Nos vuelven locos de alegría cuando los consideramos justos y hasta necesarios (Pueden felicitar a Daniel Sánchez Arévalo aquí) y sospechamos de tongo cuando no nos agradan (habla de ello Pianista en un Burdel). ¿Por qué?
Los Goya, por encima de sus chapuzas, sus panfletos, sus retardos y sus butacas vacías nos importan porque necesitamos creer que tras nuestro siempre puesto en duda cine español hay una voluntad, sea acertada o equivocada.