Tropic Thunder me hubiese parecido la película perfecta aquella tarde de agosto si no fuese porque completé la sesión doble con Pinneaple Express, otra comedia, mucho más clásica, pero mucho más al día. Digamos que, algunos detalles de producción y guiños aparte, la película de Ben Stiller podría haber sido del 89. Pero la comedia de David Gordon es post-tantas cosas (Tarantino, Kevin Smith, Jackass, Ricky Gervais, Larry David, incluso Judd Apatow) que creo que no podría haberse estrenado una semana antes.
Tampoco me quiero quejar demasiado del sentido de la oportunidad de Tropic Thunder, y mira que es desconcertante la idea de reírse de las películas bélicas en torno al Vietnam a estas alturas del milenio. El humor de la película aquí apodada “Una guerra muy perra” está mucho menos actualizado que que, por ejemplo, el de su excelente campaña viral (Gracias, Abismo). Pero, a cambio, nos regala un saco de verdades eternas acerca de Hollywood, y por extensión, nuestra percepción de lo que siempre ha sido y será el séptimo arte, o la primera industria del ocio: Una estafa a escala planetaria.
Si hay un gremio específicamente humillado en esta película, es el de los actores. No sólo por los chistes a costa de sus carencias emocionales, su ego más allá del ridículo, su adicción al triunfo o su alejamiento sin remedio de la realidad, sino por las bromas hacia las ridículas (y masivas) convenciones que rodean la valoración de su trabajo. La ya famosa conversación entre Downey Jr. Y Ben Stiller acerca de las diferentes formas de plantear un papel de subnormal lo deja clarísimo: Son tan farsantes lo que escogen los papeles como los que los valoran.
Mi película favorita en el Fantastic Fest de Austin fue JCVD, e imagino que haya sido una de las más valoradas en Sitges. En ella, Jean Claude Van Damme se interpreta a sí mismo como un actor que sobrelleva como puede el peso de su carrera como estrella del cine de acción, mientras su vida se desmorona. En un momento dado, el actor, de tanto romper, rompe la cuarta pared, y le ofrece al espectador un sentido monólogo de cinco minutos en plano secuencia en el que confiesa sus motivos tras el propio acto de rodar JCVD, enumera sus fracasos y debilidades (sí, habla de la farlopa) y culmina con una desconsolada reverencia a nosotros, su público.
Quiero dejarlo claro: JCVD es mi largometraje favorito este año. No siempre una película sobrevive a base de inteligencia en bruto, pero esta sí lo hace. Es trágica, definitiva, honesta dentro de la mentira en la que se apoya, y al mismo tiempo planea entre géneros con un respeto por todos ellos que le faltó a la mucho más discutible Adaptation. Y Van Damme está fabuloso, claro. Pero... ¿Es eso una sorpresa?
Y es que mi única queja en torno a esta película es el unánime comentario que está provocando: Quién ha visto a Van Damme y quién lo ve. ¿Dónde ha estado este increíble actor hasta ahora? ¡Si hasta llora y todo! Como si, hasta ahora, hubiésemos echado en falta lágrimas entre pelea y pelea. Como si las patadas voladoras fuesen un triste sustitutivo de la intensidad dramática. Como si Anthony Hopkins o Meryl Streep, gracias a sus llantos y silencios, hubiesen conseguido apartar de su filmografía acrobáticos papeles en frenéticas películas de artes marciales.
La mismísima primera secuencia de Tropic Thunder se ríe de este tópico. Llorar es lo máximo, la confirmación de que un actor ha tocado el cielo. Sin embargo, ser un héroe de acción está en el susbsuelo de la valoración crítica. Nos reímos de nuestros abuelos cuando confunden a los actores de las teleseries con sus personajes. Pero quizá nos tendríamos que preguntar por qué nosotros mismos, desde el panadero de la esquina hasta el más insigne académico, tendemos a pensar que la representación del dolor merece más aplausos que la representación del daño.
Lea Hostias como Panes, de John Tones.