El pasado fin de semana estuve en el Festival de Cine de San Sebastián, un evento al que he acudido cada año, pero al que en realidad no he ido nunca. Siempre he estado presente bajo la urgencia de compromisos más o menos confesables, jamás he disfrutado del festival en sí, de las películas. De hecho, sólo he visto una película en toda mi vida perteneciente a la programación del festival, y fue uno de los momentos más bajos en mi currículum como espectador, en el 2000: Tras una inoportuna borrachera mañanera de vino de coco en porrón corrimos para ver Tigre y Dragón en la primera sesión de la tarde. No sólo la pillamos empezada, no sólo me dormí durante más de la mitad del metraje, además acabé vomitando hacia la butaca de al lado, sobre los pies de Aránzazu Calleja, por aquel entonces novia de Borja Cobeaga.
Todavía no he visto ni Gordos, ni Distrito 9, ni UP, háganse a la idea, y la única manera de ver Inglorious Basterds fue colándome una mañana en un pase de prensa lleno de críticos y periodisas, lo que para un director es toda una incursión en la Francia ocupada. No me lo creía cuando me advertían hace tiempo: Hacer cine, o planear hacerlo, puede arruinarte como espectador.
En cuestión de minutos vuelvo a Austin, al Fantastic Fest, mi personal Arcadia como consumidor de películas. Al margen de estrategias o citas, voy a ver películas, las más posibles. Incluso el año que disfruté de un tour por festivales internacionales con mi largo bajo el brazo, reconocí en el Álamo la programación más salvaje y estimulante de todas. Aunque tengo deberes pendientes (si todo saliese bien estaría rodando en primavera) intentaré echar el freno y remontar mi capacidad de disfrute. Que santísima falta me hace. Prometo contarles lo que vaya pasando. Echen un vistazo a la carta y prohíbanme algo.