Ah, Internet... Tengo clarísimo lo que le debo, y no me refiero a que alguna vez se me haya saludado en la calle antes por mi Twitter o por este blog que por mis películas. Sé perfectamente que, de no ser por Internet yo no habría sido capaz de terminar mi primera película... Durante el año 2007, el más oscuro de toda mi vida, pude comprobar que nadie en España daba un duro por Los Cronocrímenes, y me hacía a la idea de que no podríamos estrenarla, ni siquiera completar su postproducción. La luz llegó cuando uno de los programadores del Fantastic Fest tejano, alguien que me conocía por los cortos que había colgado en youtube, me pidió un premontaje de la película para considerar su selección en el festival. A partir de ahí todo cambió.
No sólo eso. A día de hoy, el mejor regalo que me ha dado la película es la cantidad de países donde se ha visto, y donde se sigue descubriendo. Es un deleite no entender las reseñas en ruso, en coreano, en griego, en japonés... Comentarios que han venido a menudo desde países donde la película no ha sido oficialmente distribuida. ¿Me explico?
Si a todo esto le sumamos el buen resultado que ha tenido la película en Netflix no puedo más que añadir que, por el momento, mi carrera le debe casi todo a Internet.
Pero aquí he venido a poner todas las cartas sobre la mesa, y no tiene sentido ser sincero si sólo se apunta en una dirección: Internet es uno de los principales motivos por el cual el cine que precisamente más me gusta como artista y consumidor tiene una rentabilidad cada vez más difusa. El cine franquiciado, las grandes sagas que encuentran múltiples formas de publicitarse siguen ahí arriba, acaparando multicines y jugueterías. Pero el abismo que hay entre lo que recauda un Harry Potter y un proyecto más modesto, con un guión no adaptado y un director impredecible es cada vez más grande. Esto no quiere decir que dejen de producirse películas más allá de Narnia y Avatar, pero sí que un largometraje sin actores de primera fila y un guión algo más desafiante de lo habitual tarde mucho más que antes en financiarse, en el mejor de los casos. Esto es así en Hollywood y aquí.
A mí me supone una lucha constante:La razón por la que rodé este verano una película minúscula como Extraterrestre es porque tenía la necesidad vital de rodar algo antes de que acabase este año, y tenía la seguridad de que mi siguiente proyecto, el guión cuyo contrato firmé en el lejano Noviembre de 2008, todavía tendría mucho camino por recorrer, muchos despachos que visitar. Antes de aplaudirme sabed que se trata de una película “minúscula” pero en la que los sueldos han sido dignos (bueno, algunos, como el mío, se han capitalizado). Vamos, que nos hemos mantenido por debajo del millón de euros de presupuesto, pero no tan por debajo como nos gustaría. Y tenéis que saber que para conseguir el presupuesto necesario fue necesaria una ayuda del Gobierno de Cantabria. Sí, amigos... Una subvención... Alguno empieza a afilar su cuchillo...
Tengo que reconocer que estoy atravesando una etapa dulce. Gracias a la confianza que ha generado el premontaje de Extraterrestre ya estamos recibiendo ofertas de coproducción, distribución y ventas internacionales. Y parece bastante seguro que Followers se ruede el año que viene... ¿Tengo motivos para quejarme de algo?
Sí, si soy honesto. Percibo una desaceleración en varios frentes. A mi alrededor cada vez se desarrollan menos proyectos, y cada vez más despacio. Algunos colegas, de mi generación y la que nos antecede, algunos con trayectorias impecables, viven en un estado de constante incertidumbre. Lo peor es ir a un festival de cortos y comprobar que los que siguen batallando son los mismos cortometrajistas de hace cinco años, un tapón generacional que hace tiempo era impensable. Y es que, en un mercado cada vez más inseguro, cada vez es más difícil confiar en un debutante. Es algo que intento transmitir cada vez que tengo un encuentro con estudiantes de cine o cortometrajistas: Cada día que pasa es más difícil dar el salto.
Esto último me jode especialmente: Amo el cine por la vez que me metí en una sala vacía en Vitoria y vi Reservoir Dogs, por el día en que vi en los cines Bahía de Santander Acción Mutante. No me remito a la nostalgia ni al romanticismo de la sala oscura. Hablo de esa sensación irrepetible que te inunda cuando ves algo nuevo que llega de ninguna parte y te transforma de lleno. Hablo de la posibilidad de renovación, de sorpresa. Lo que me jode es percibir cómo, lentamente, esa posibilidad se está reduciendo en algunos países como el nuestro.
Porque el cine no franquiciado es cada vez menos rentable.
En parte por el intercambio masivo de archivos en Internet.
Me gustaría pensar que, hasta aquí, estamos de acuerdo.
El rechazo a La ley Sinde ha devuelto a primer término estas cuestiones. Ciertas voces, entre ellas representantes de esa comunidad que termina de solidificarse en el imaginario popular con el nombre de “los creadores” han expresado públicamente su indignación ante lo que consideran la rendición cobarde ante una actividad que no por colectiva deja de ser un delito.
Frente a estas voces, el último blog y el último foro que has visitado proclama que con el fracaso de esta ley se evidencia una vez más que el modelo de negocio en el que se basa el cine tiene que replantearse de lleno, en vez de luchar por recuperar una relación con el consumidor que ha cambiado de forma irreversible.
Las cartas siguen sobre la mesa: Yo me encuentro en este segundo grupo.
Por eso me hago las siguientes preguntas: ¿Es posible cambiar de lleno las estrategias de distribución y exhibición y conseguir el nivel de beneficios necesario para producir más cine? ¿Podemos rebajar el precio de las entradas, o establecer diferencias de precios según ell tipo de película, sin desestabilizar el mercado? ¿Podemos producir un cine gratuíto, buscando patrocinios, añadiendo publicidad al visionado o pidiendo más participación del estado? (quizás no sepas que sólo ALGUNAS películas reciben subvención, y ese dinero es sólo PARTE del presupuesto final). ¿Podríamos sostenernos con donativos o cantidades simbólicas por parte del espectador? ¿Es el crowfunding una actividad sostenible o sólo funciona como experimento puntual? ¿El futuro está en portales como el excelente Filmin.es? ¿Podemos producir películas a partir de los beneficios en un Spotify audiovisual? ¿Tiene cabida Netflix en España? ¿Es suficiente el número de gente en nuestro país dispuesto a pagar una cuota fija a cambio de ver películas online?
¿Tiene sentido que las empresas de telefonía cedan parte de sus beneficios por los contratos ADSL en concepto de propiedad intelectual?
Voy a responder todas estas preguntas con la misma respuesta. Cuidado, se trata de una sentencia a la que no estarás muy acostumbrado de un tiempo a esta parte, un pensamiento erradicado la práctica totalidad de blogs, foros y redes sociales que has visitado de un tiempo a esta parte:
No lo sé.
Envidio a los que son capaces de responder a esas preguntas con rotundos síes o noes, no cuento con los datos que manejan. La única certeza que comparto con ellos es la primera de todas: La industria cinematográfica ha de dar un paso adelante si quiere seguir siendo rentable. No hay vuelta de hoja.
Es algo que también le digo a los cortometrajistas: Vamos a ser los primeros cineastas de una nueva época. Vamos a poder ser pioneros en algo.
Las quejas que ha suscitado la Ley Sinde han sido motivadas por, entre otras cosas, una descripción demasiado abierta de las motivaciones delictivas tras la vulneración online de la propiedad intelectual ¿Qué incluye el “lucro directo e indirecto” o la “violación del daño patrimonial”?. También ha pesado el poco detalle en la descripción del delito: Por ejemplo, no se distingue a la página que alberga un contenido no autorizado de la página que enlaza a la anterior. Para entendernos, no distingue a Megaupload de Seriesyonkis. ¿Dónde reside el delito exactamente? Da igual lo que consideremos nosotros, lo que debería hacernos pensar es que el texto no contempla esta cuestión. No puede hacerlo, con un lenguaje tan desactualizado. O sea, que ante una realidad que muta a velocidad de vértigo se plantea una ley bastante agresiva que, sin embargo, es tan poco precisa que podría haberse escrito hace quince años.
De todos los argumentos que se han planteado contra la Ley Sinde el que más me ha mosqueado siempre ha sido el de que no tiene sentido cerrar páginas web por un delito que los jueces ya han dado por sobreseído, o sea, se da por hecho que la legislación vigente es perfectamente válida, punto pelota. También me han hecho pensar las defensas del intercambio de archivos P2P exclusivamente basadas en su legalidad, a partir del lo que se formuló en el derecho a copia privada... hace quince años.
¡Un segundo! Acabas dándote cuenta de que entre las voces contrarias a la Ley Sinde abunda cierto conservadurismo en lo que concierne a cualquier responsabilidad que no sea la del propio sector audiovisual. Ese al que se le pide que salte sin red hacia no-sé-landia.
Hay un momento en el que, en lo personal, se reconoce la poca honestidad de los portales que se sostienen gracias al tráfico de links a obras ajenas, pero se acepta que la situación es la correcta, porque la ley no puede hacer nada.
¿Alguno de los contrarios a la Ley Sinde ha propuesto una corrección del texto, una alternativa? ¿O se sobreentiende que con tumbarla todo está solucionado?
Mientras pedimos al otro al otro que de un paso adelante... ¿Nos resulta más cómodo quedarnos detrás?
Me preocupa que le exijamos a la industria audiovisual que sea consecuente con las constantes mutaciones tecnológicas y que abandone un pasado que ya no existe... mientras encontramos reconfortantes las leyes pertenecientes a ese mismo pasado. La Ley de Propiedad Intelectual data de 1987, un año en el que, como dice Nacho Escolar, lo más parecido a Internet era Naranjito. ¿Le pedimos a las distribuidoras y productoras que se propulsen hacia el futuro con semejante contrapeso?
¿Es capaz el sector audiovisual de asumir lo que le pedimos y reinventar por completo su modelo de negocio, sin que haya una reforma radical de la Ley de Propiedad Intelectual que favorezca esa transición?
Tampoco lo sé. Pero intuyo que no.
Por eso creo que es justo que tengamos presente esta posibilidad, que no le tengamos miedo a una alteración de las leyes justa y ordenada... sin miedo a que esto implique el futuro cierre de determinados chiringuitos. A ambos lados del muro.
Algo que pudo empezar a esbozarse cuando la industria musical giró ciento ochenta grados, hace tan poco tiempo. Por cierto ¿Ha sido Spotify el punto final de la transformación? ¿Es rentable sacar un disco de éxito? ¿Cómo está a día de hoy la situación de tantos músicos que, sea por el motivo que sea, no pueden plantearse la actuación en directo? ¿Hemos dado ese debate por concluído?
Más y más preguntas a las que contesto “no lo sé”.
Y de regalo:
UN RELATO DE CIENCIA FICCIÓN APLICADA
Hay una idea que me gusta manejar, la del crononacionalismo. Imaginemos por un momento que somos capaces de establecer un sentimiento de comunidad no basado en los límites geográficos, sino temporales. Imaginemos que somos capaces de identificarnos como los representantes y responsables de un lapso de tiempo que, pongamos, cubre una o dos generaciones. A partir de ahí, pensamos en nuestros muertos desde cierta distancia y tratamos a los bebés con cariño, pero identificándolos como a “los otros”.
Entonces, un sentimiento de cronocompetitividad nos empuja a dejar en entredicho los logros de las generaciones que nos preceden (algún radical llega al extremo de reescribir los libros de historia, de llenarlos de debilidades colectivas y errores en masa) y a intentar dejar el listón bien alto a los que vendrán. Nos obsesionamos con la posibilidad de que nuestra presencia en la historia sea un lapso brillante.
El crononacionalismo tiene múltiples aplicaciones. Si fuésemos crononacionalistas, por ejemplo, sabríamos resolver en semana y media la situación que ha alimentado este post... Si fuésemos crononacionalistas nos daría pánico la posibilidad de que se nos recordase por los que lo redujeron todo a un cruce de insultos, un baile de leyes borrosas y cien chistes a costa de Alejandro Sanz.