Todos los directores de cine somos así en la intimidad.
A estas alturas nadie desea que venga uno más a cantar las bondades de una peliculaza como La red social. Es algo más que una película impecable y relevante, es la consecución de una complicadísima alianza por la que su director, David Fincher, lleva tiempo peleando: Por fin ha conseguido unir en un aplauso común a la crítica tradicional, a la moderna, al público masivo y al especializado. Eso que le sucedía a las mejores películas de Kubrick una década después de estrenarse. Es un éxito merecido, no quedan muchos directores con la ambición de Fincher, capaces de encajar un discurso personal nítido en una serie de películas en las que, además, ha conseguido casar el reclamo tecnológico y unos planteamientos narrativos nada conformistas con lo que reclama el espectador de hoy. ¿Quién más podría hacer que su película fuese portada el mismo mes en la Cahiers du Cinéma, en la Cinemanía y en la Cinefex?
Sin embargo, este tipo de conquistas tarde o temprano nos encienden el piloto de la sospecha. ¿Por qué ahora? ¿Es mejor película que las anteriores? ¿Ha habido trampa? Y no me refiero a que el mero hecho de hablar de Facebook sedujese a priori a más de un millón de amigos. La cuestión es ¿y si la película de Facebook fuese en realidad una película un poco más condescendiente de lo que es habitual en su director?
Cuidado, sé que a estas alturas nadie toleraría que un director mindundi como yo viniese a sacarle defectos a La red social. De hecho, el único motivo por el que me atrevería a plantear un pero es en comparación con sus dos anteriores películas, Zodiac y The curious case of Benjamin Button, dos producciones que no consiguieron el pleno al quince, pero en las que reconozco una osadía mayor.
El atuténtico creador de Facebook.
Nadie duda que el cemento base de La Red Social es intachable. La película podría durar una hora más, dos más, y nadie se quejaría ante más planos de Fincher, más líneas de texto de Aaron Sorkin, más música de Trent Reznor... La historia podría cubrir tres años más en la aventura de Facebook y el resultado podría ser igual de satisfactorio. El problema es que si la película durase una hora menos tampoco habría mayor problema... Siempre y cuando la última secuencia siguiese siendo la misma: Zuckerberg insistiendo en solicitar la amistad de la chica que le rechazó en la noche de los tiempos. Es una secuencia rotunda, satisfactoria y fácil de traducir que condensa casi toda la significación del relato. Por ejemplo, podríamos colocarla justo después de la escena en la que se traiciona a Eduardo Saverin, eliminar el resto del metraje, y la película se hubiese entendido de igual manera. Se nota que Fincher y Sorkin han diseñado la película desde la confianza de tener ese poderoso as en la manga que es la última secuencia, y el único problema, si insistimos en encontrar uno, es que no se trata de un recurso precisamente novedoso ni atrevido. La solicitud de amistad de Zuckerberg no es sólo el Rosebud de Ciudadano Kane, en realidad no anda lejos del retrato de una mujer bella en la mano del soldado que se desangra en la trinchera.
El auténtico asesino del horroróscopo.
Es más más difícil encontrar precedentes de las estrategias que descubrimos en Zodiac. La película no sólo lidiaba con uno de los subgéneros más complicados que puede haber, el misterio sin solución, además cometía la osadía de representar al auténtico villano de la película, o sea, el tiempo que transcurre mientras la investigación no avanza en ninguna dirección, de la manera más literal: Tomando más tiempo del necesario. Las digresiones y derivas en La Red Social eran puro gozo, pero las de aquí forman parte de una jugada arriesgada: Zodiac es una película progresivamente lenta y desesperante.
Los asesinatos, retratados con todo el virtuosismo marca de la casa, se resuelven en el primer tercio de la película, las secuencias más rutilantes (el espléndido interrrogatorio en la fábrica) se acumulan en la primera mitad. A partir de ahí, la película se desacelera en exacta sincronía con los personajes, y los golpes de efecto se reducen prácticamente a las fechas sobreimpresas en la pantalla con cada elipsis, la constatación de la cantidad de años que vamos dejando atrás mientras la investigación no da un paso en ninguna dirección viable, mientras las subtramas mueren por agotamiento(1). Cuando las últimas secuencias plantean una posible resurrección del caso el efecto es asombroso: Entendemos plenamente que la batalla del personaje de Jake Gyllenhaal ya trasciende la caza de un asesino, es la venganza contra un tiempo perdido cuyo peso entendemos a la perfección porque lo hemos sentido. ¿Cuántas películas surgidas de un estudio de Hollywood se han atrevido a explotar el tedio como herramienta expresiva?
Zodiac, en cualquier caso, fue la mitad de controvertida que El curioso caso de Benjamin Button. La película tuvo en contra dos factores: Contaba un relato bastante más apagado que lo que su sinopsis sugería, y la aplicación de efectos especiales sobre la cara de los actores se recibió como una molesta cataplasma digital. Sin embargo, en estos dos puntos Fincher estaba siendo más agudo que nunca.
Benjamin Button en las primeras secuencias del filme.
Casi todas las claves de la película se apoyan en el personaje que interpreta Cate Blanchett (muy diferente a su contrapartida en el relato escrito). Daisy es la voz que nos describe al amor de su vida: Un hombre cuyo organismo viaja al pasado mientras su vida, como la nuestra, fluye hacia el futuro a una velocidad de un segundo por segundo. Un ser con una condición fantástica... que, sin embargo, no le convierte en un monstruo de circo, un objeto de persecución o un mísero antihéroe. Si la idiotez y ternura de Forrest Gump eran el motor de mil situaciones extraordinarias, el rejuvenecimiento progresivo de Button no desencadena ningún hecho relevante ni afecta significativamente la relación con ninguno de los personajes... Excepto con Daisy, aparentemente. ¿Por qué sólo con ella? Salimos del cine pensando que el romance no empezó antes porque Benjamin Button era todavía demasiado viejo y terminó antes de tiempo porque se estaba volviendo demasiado joven... Pero si revisamos la película con cuidado descubrimos que, en ese universo en el que las edades de Button no importan un pimiento, los obstáculos a los que se enfrenta esta pareja son los mismos a los que se enfrenta todo hijo de vecino. La del Button cinematográfico es la historia de un hombre que tarda en consumar su amor por cobardía y lo manda todo al carajo por tedio. En la triste relación entre de Button y Daisy, bajo lo fabuloso, impera la vulgar condición humana de toda la vida. ¿Qué director es capaz de hacer una descripción tan bella de la mediocridad?
Benjamin Button a diez minutos de los créditos finales.
Los efectos especiales que permiten que las edades de los personajes avancen en direcciones opuestas podrían entenderse como un acto de exhibicionismo digital, una complicación al servicio de un público que demanda credibilidad visual, otro capricho de Fincher centrado en las posibilidades de un nuevo software... Sería injusto que pasásemos de alto una de las ideas más brillantes que este director ha tenido en toda su carrera: El segmento en el que ni Cate Blanchett ni Brad Pitt necesitan ningún tipo de maquillaje especial ni retoque digital coincide exactamente con la parte del relato en la que sus personajes no tienen ningún obstáculo para amarse el uno al otro. Como si Fincher, por encima de las ánsias de perfección visual, fuese consciente de que el efecto especial arrastra defecto, de que la mentira nunca es total, de que hay un grado de naturalidad que se sacrifica con cada capa de píxeles o látex. Y, en consecuencia, decidiese llevar todas esas limitaciones a favor del relato. ¿Cuántas veces hemos contemplado un efecto especial que tiene pleno sentido... por ausencia?
Una brillante reflexión de Noelio.
(1) Por cierto, este recurso se usa en un sentido diametralmente opuesto a The Filth and the Fury, el fantástico documental dirigido por Julian Temple que recogía la carrera de los Sex Pistols. Allí, las fechas sobreimpresas tenían el asombroso efecto contrario, la revelación de que los desmadres y catástrofes que tu cerebro presuponía que habían cubierto varios años años, en realidad habían sucedido en menos de quince días.