El otro día ejercí de jurado del Notodofilmfest, junto con un puñado de nombres ilustres. Quizá la reunión más heterogénea e imprevisible del festival en toda su historia. Aunque la jornada fue fantástica, llena de valiosas discusiones e insospechadas coincidencias de punto de vista, la vuelva a casa siempre es amarga. No me gusta ser jurado en festivales. Siempre me convenzo de que cada vez es la última, pero siempre acabo cayendo. Ser presidente del festival que nos ha visto hacernos hombres me parecía y me sigue pareciendo un honor, el cierre de un ciclo importante. Quizás utilice ese punto de vista para evitar ser jurado una vez más “Presidir el notodo fue una despedida perfecta, dejémoslo así”.
En un sentido particular, me resulta doloroso imponer mis criterios con tanta consecuencia, cuando me resulta tan fácil empatizar con los caminos que ha seguido el cortometrajista. Aunque esos caminos no sean como los míos, o sean antagónicos. Hay fórmulas que me resultan lejanas, o antipáticas, pero no me cuesta ponerme en la cabeza de ese autor para comprender sus motivaciones, miedos y atrevimientos. Estoy demasiado cerca del cortometrajista.. Me rodean. Yo no he dejado de serlo. Y sigo igual de acojonado por ciertas cosas que hace cuatro años.
Más ampliamente, detesto que la naturaleza del cortometraje sea la competición, la jerarquía. No creo que ninguna historia merece ser diseñada desde la necesidad de triunfo, de conquista sobre otros. Lamento que este hecho afecte la creación, y también la lectura que se hace. No siento confianza en el cortometrajista que le otorga esta importancia a los premios, que cree que ha cumplido un objetivo definitivo si se los lleva, que se desespera si no los recibe.
Hay presencias en el palmarés definitivo que no me representan en absoluto. De otras estoy orgullosísimo. Y lamento algunas ausencias. Volviendo a casa pienso que hacer cine es todo lo demás.
Pero he visto a Jaime Rosales discutir con Joaquín Reyes. ¿Qué precio puede tener algo así?