La barcelonesa calle de Sants presume de ser la mayor tienda del mundo. Probablemente es una exageración, pero da igual. En cualquier caso, Barcelona copió el lema y se vende en algunos anuncios como “la mejor tienda del mundo”, un título igualmente incomprobable. Afirmaciones así sirven, sobre todo, para bailar el ego a los convencidos de que el sitio donde nacieron o viven es el mayor o el mejor . ¿Cómo no si les tiene a ellos? En fin, vaguedades al margen, lo cierto es que la calle de Sants (que en un buen tramo se llama Creu Coberta), forma un largo continuo tiendas de unos tres kilómetros. Y aún se podrían añadir las que hay en la prolongación en l’Hospitalet del Llobregat, donde cambia de nombre y pasa a llamarse Carretera de Collblanch. ¿Más oferta que la londinense Oxford Street, con varios grandes almacenes? ¿Qué más da? Lo cierto es que allí se da una altísima concentración de actividad económica que convierte la arteria en un potente foco de compras y ventas. Cualquiera pensaría que una zona así es atendida con mimo por las autoridades municipales. Pues no y para muestra un botón: la mayor tienda de Barcelona carece de zona de carga y descarga, según hace notar M. F., transportista hasta “la histeria”, según sus propias palabras. Eso sí, se consiente que se aparque de cualquier manera porque en caso contrario muchas tiendas tendían que cerrar.
La calle da para poco, en este sentido. Desde su última reforma, se compone de unas aceras no especialmente amplias (aunque más anchas que antes) y de cuatro carriles para la circulación, dos en cada sentido. Dispone de metro y de varias líneas de autobús, pero éstos tienen que ir sorteando los vehículos estacionados (sin apenas otro remedio) para la carga y descarga. Se podría haber organizado la carga y descarga en las calles adyacentes, pero dada su estrechez, esto hubiera exigido grandes dosis de planificación. Cuando el entonces alcalde de Barcelona, Joan Clos, inauguró la reforma de 2003, había en el área de movilidad del Ayuntamiento de Barcelona un equipo preocupado por organizar el tráfico en la ciudad. Entre otras medidas, había una pensada para estos casos: limitar el volumen de los vehículos en función de las características de las calles y zonas. Del mismo modo que a nadie se le ocurre meter un tráiler articulado en Ciutat Vella, pensaban los técnicos que se podía organizar el tráfico de forma más racional. “Podemos plantearnos que haya menos turismos en Barcelona, pero no podemos reducir el transporte de mercancías porque supone atacar la actividad económica”, razonaba aquel equipo. Porque eran conscientes de que las cosas habían cambiado mucho. Hace unas décadas, las tiendas tenían rebotica, es decir, una zona de almacenamiento de productos, especialmente productos no perecederos. El precio del suelo construido acabó con esto y estimuló el reparto constante. Hoy hay flotas de furgonetas paseando por la ciudad (y llenándola y contaminándola) con productos en su interior que trasladan al comercio que solicita ese producto. Esto exigiría una multiplicación más que considerable de las zonas de carga y descarga. Y lo cierto es que han aumentado, pero de modo insuficiente. Y difícilmente aumentarán más porque tendrían que hacerlo en detrimento del aparcamiento en superficie, otro elemento escaso en Barcelona.
El resultado es lo que el lector califica de “histeria del transportista”: la mayoría de ellos son autónomos, lo que hace que cobren en función de los elementos repartidos; para rentabilizar el tiempo, fuerza la parada lo más cerca posible del punto de destino y, ¡ay! el consistorio no siempre tiene eso en cuenta. El resultado es la infracción, generalmente comprendida y tolerada, pero sin tener nunca la garantía de que no vaya a haber un guardia urbano al que la úlcera le impulse ese día a hacer una denuncia que suponga al transportista el jornal completo.
El ayuntamiento de Barcelona conoce el problema y entiende que la autorregulación existente (que cada uno se las componga como pueda) es suficiente. Y así seguirán las cosas: las aceras seguirán siendo insuficientes, sobre todo si los peatones tienen que compartirlas con algunos ciclistas y algunas motos; las paradas para la carga y descarga seguirán haciéndose a riesgo de denuncia; los autobuses seguirán empleando un tiempo más que considerable por tener que bordear los vehículos parados. El ruido seguirá siendo infernal en la mayor tienda del mundo y la gente respirará más y más gases nocivos.
De momento, dijo un portavoz, no hay nada previsto. ¿No es eso el liberalismo: que el gobierno intervenga lo menos posible? Claro que nunca se sabe si los liberales no intervienen por convicción política o porque no se les ocurre nada para mejorar las cosas. Salvo privatizar, pero de momento aún no saben cómo privatizar la organización del tráfico. Todo se andará. Seguro.
Imagen tomada por Carles Ribas.
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