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Sobre el blog

Recoge quejas de los lectores sobre el funcionamiento de la administración y las empresas públicas. El ciudadano que sea mal atendido por una empresa privada, puede optar por otra, pero no puede cambiar de ayuntamiento, administración autonómica o general del Estado. Y las paga.
Los lectores pueden dirigir sus quejas a @elpais.es

Sobre el autor

Francesc Arroyo

Francesc Arroyo es redactor de El País desde 1981. Ha trabajado en las secciones de Cultura y Catalunya (de la que fue subjefe). En la primera se especializó en el área de pensamiento y literatura. En los últimos años se ha dedicado al urbanismo, transporte y organización territorial.

No Funciona

Estampas de Barcelona: carretera de Sants

Por: | 13 de febrero de 2014

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La barcelonesa calle de Sants presume de ser la mayor tienda del mundo. Probablemente es una exageración, pero da igual. En cualquier caso, Barcelona copió el lema y se vende en algunos anuncios como “la mejor tienda del mundo”, un título igualmente incomprobable. Afirmaciones así sirven, sobre todo, para bailar el ego a los convencidos de que el sitio donde nacieron o viven es el mayor o el mejor . ¿Cómo no si les tiene a ellos? En fin, vaguedades al margen, lo cierto es que la calle de Sants (que en un buen tramo se llama Creu Coberta), forma un largo continuo tiendas de unos tres kilómetros. Y aún se podrían añadir las que hay en la prolongación en l’Hospitalet del Llobregat, donde cambia de nombre y pasa a llamarse Carretera de Collblanch. ¿Más oferta que la londinense Oxford Street, con varios grandes almacenes? ¿Qué más da? Lo cierto es que allí se da una altísima concentración de actividad económica que convierte la arteria en un potente foco de compras y ventas. Cualquiera pensaría que una zona así es atendida con mimo por las autoridades municipales. Pues no y para muestra un botón: la mayor tienda de Barcelona carece de zona de carga y descarga, según hace notar M. F., transportista hasta “la histeria”, según sus propias palabras. Eso sí, se consiente que se aparque de cualquier manera porque en caso contrario muchas tiendas tendían que cerrar.

La calle da para poco, en este sentido. Desde su última reforma, se compone de unas aceras no especialmente amplias (aunque más anchas que antes) y de cuatro carriles para la circulación, dos en cada sentido. Dispone de metro y de varias líneas de autobús, pero éstos tienen que ir sorteando los vehículos estacionados (sin apenas otro remedio) para la carga y descarga. Se podría haber organizado la carga y descarga en las calles adyacentes, pero dada su estrechez, esto hubiera exigido grandes dosis de planificación. Cuando el entonces alcalde de Barcelona, Joan Clos, inauguró la reforma de 2003, había en el área de movilidad del Ayuntamiento de Barcelona un equipo preocupado por organizar el tráfico en la ciudad. Entre otras medidas, había una pensada para estos casos: limitar el volumen de los vehículos en función de las características de las calles y zonas. Del mismo modo que a nadie se le ocurre meter un tráiler articulado en Ciutat Vella, pensaban los técnicos que se podía organizar el tráfico de forma más racional. “Podemos plantearnos que haya menos turismos en Barcelona, pero no podemos reducir el transporte de mercancías porque supone atacar la actividad económica”, razonaba aquel equipo. Porque eran conscientes de que las cosas habían cambiado mucho. Hace unas décadas, las tiendas tenían rebotica, es decir, una zona de almacenamiento de productos, especialmente productos no perecederos. El precio del suelo construido acabó con esto y estimuló el reparto constante. Hoy hay flotas de furgonetas paseando por la ciudad (y llenándola y contaminándola) con productos en su interior que trasladan al comercio que solicita ese producto. Esto exigiría una multiplicación más que considerable de las zonas de carga y descarga. Y lo cierto es que han aumentado, pero de modo insuficiente. Y difícilmente aumentarán más porque tendrían que hacerlo en detrimento del aparcamiento en superficie, otro elemento escaso en Barcelona.

El resultado es lo que el lector califica de “histeria del transportista”: la mayoría de ellos son autónomos, lo que hace que cobren en función de los elementos repartidos; para rentabilizar el tiempo, fuerza la parada lo más cerca posible del punto de destino y, ¡ay! el consistorio no siempre tiene eso en cuenta. El resultado es la infracción, generalmente comprendida y tolerada, pero sin tener nunca la garantía de que no vaya a haber un guardia urbano al que la úlcera le impulse ese día a hacer una denuncia que suponga al transportista el jornal completo.

El ayuntamiento de Barcelona conoce el problema y entiende que la autorregulación existente (que cada uno se las componga como pueda) es suficiente. Y así seguirán las cosas: las aceras seguirán siendo insuficientes, sobre todo si los peatones tienen que compartirlas con algunos ciclistas y algunas motos; las paradas para la carga y descarga seguirán haciéndose a riesgo de denuncia; los autobuses seguirán empleando un tiempo más que considerable por tener que bordear los vehículos parados. El ruido seguirá siendo infernal en la mayor tienda del mundo y la gente respirará más y más gases nocivos.

De momento, dijo un portavoz, no hay nada previsto. ¿No es eso el liberalismo: que el gobierno intervenga lo menos posible? Claro que nunca se sabe si los liberales no intervienen por convicción política o porque no se les ocurre nada para mejorar las cosas. Salvo privatizar, pero de momento aún no saben cómo  privatizar la organización del tráfico. Todo se andará. Seguro.

Imagen tomada por Carles Ribas. 

Servicio público o atrocidad

Por: | 04 de febrero de 2014

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La historia que sigue terminó hace unos días y, en apariencia, terminó bien. I. O., usuario de Rodalies de Renfe, tomó un día un tren que acumulaba un retraso considerable. Al llegar a su destino (Cerdanyola), llevaba más de 15 minutos de retraso, lo que le daba derecho a reclamar la devolución del importe en forma de un billete nuevo. Le ha costado cuatro meses y no pocas gestiones, pero ha conseguido que Renfe admita su derecho. Seguramente las gestiones y el tiempo dedicado suponen mayor coste. Sin contar con la mala sangre que se le pone a uno cuando sabe que tiene razón y no se le reconoce. Es probablemente que todo el problema derive de una actitud común en el conjunto de las administraciones públicas: el ciudadano es sospechoso. Su palabra no tiene apenas valor y debe probarlo todo. Incluso si la carga de la prueba supone mayor coste que la compensación que reclama.

Esta es la historia, contada a medias con el protagonista de la misma: “El día 15 de octubre esperaba coger el tren en Sants para ir a Cerdanyola del Vallès hacia las 21.00. Tenía que pasar uno a las 21.06 horas. No pasó y no se dio ninguna información al respecto. Tuve que resignarme a esperar al siguiente. Llegué al destino con más de 15 minutos de retraso. Me dispuse a reclamar mi derecho a que se me compensara con la devolución Xprés (la devolución de billete en caso de sobrepasar 15 minutos sobre la hora prevista), pero la taquilla de la estación estaba cerrada. El vigilante me dijo que lo hiciera al día siguiente. Al día siguiente pregunté en la taquilla de Cerdanyola y en el servicio de atención al viajero de plaza de Catalunya y me dijeron que en estaciones sin taquilla, o en caso de que, teniéndolas, estuvieran cerradas, debía hacerlo por la web, y antes de 24 horas desde el incumplimiento. Lo hice. No es fácil, porque el sistema obliga a fotografiar o escanear el billete por ambas caras y anexar la imagen en unos formatos determinados (no puede ser pdf por ejemplo). La envié el día 16 por la mañana. Hay que advertir que la página web sólo tiene campos cerrados y no admite, ni siquiera en un apartado de observaciones, hacer comentarios como por ejemplo que la taquilla ya estuviese cerrada”.

Al cabo de unos días recibió un mensaje: petición desestimada por incumplir alguno de los requisitos. Extrañado, preguntó cuál era el requisito que incumplía. La respuesta fue el silencio. Un silencio largo que, sin embargo, no amilanó a I. O. Convencido de su razón, escribió a esta sección y al Departamento de Territorio de la Generalitat. La respuesta de Renfe llegó casi en paralelo al usuario y a esta sección: se había producido un error. Cerdanyola tiene un servicio de reclamaciones que tendría que haber estado abierto en el momento del retraso. Nadie verificó que lo que decía I. O., es decir, que estaba cerrado, era cierto y se desestimó su petición por no haberla hecho en el lugar oportuno.

Para que todo fuera como tiene que ser, se esperó a que Renfe compensara realmente al viajero. Tardó varias semanas y lo hizo con una escueta carta: “Con fecha de hoy, enviamos a su domicilio el billete de Devolución Xprés. Atentamente, Rodalies de Catalaunya”. El billete llegó una semana más tarde y cuatro meses después de la primera reclamación. “No hay ninguna disculpa por todo lo sucedido”, escribe el lector que añade algunas consideraciones para el futuro: “Me temo que, en caso de tener derecho a otra devolución, deba renunciar a él para no perder un tiempo adicional considerable (cuando lo que me preocupa es llegar a la hora). El trámite por web es farragoso y dificultoso. Sin duda se pretende desanimar la presentación de solicitudes de devolución. Es indignante la mala praxis de Renfe Operadora en términos del tiempo y la dedicación que he tenido que emplear y también por la dedicación que ha empleado el Departamento de Territorio y Sostenibilidad en la resolución del caso. Estos costes deben ser considerados en el juicio global sobre el servicio y la profesionalidad, ambos patéticos, de esta compañía”.

El importe reclamado era de 1,38 euros.

La línea del Maresme

Hay una segunda reclamación sobre Renfe que se añade para no agotar al personal. Una lectora que se identifica como I. K. escribe: “Soy una estudiante que vive en Pineda de Mar, y que tiene que ir y volver cada día en tren a Barcelona. El tren que se dirige a Blanes o a Maçanet pasa cada 30 o 45 minutos. En ese intervalo pasan dos trenes que mueren en Mataró, otros dos que mueren en Arenys de Mar, y uno que muere en Calella. Cuando por fin llega el mío, para entre 10 y 15 minutos en Arenys y otro tanto en Sant Pol y luego aún en Calella”. Y se pregunta: “¿Porqué tantos trenes seguidos a esos destinos y sólo uno a Blanes o a Maçanet cada 30 o 45 minutos?”

La respuesta de Renfe es diáfana y pone de manifiesto un asunto que ya se ha comentado algunas veces: algunos de los palos que se lleva la compañía no son suyos. Este es un caso claro: no puede haber más trenes porque a partir de Arenys hay vía única, de modo que hay que esperar que un tren esté de vuelta para que pase el de ida y viceversa. Las vías no son de Renfe sino de Adif y lasa obras dependen del Ministerio de Fomento.

El desdoblamiento de esta vía estaba previsto en un plan pactado por el Gobierno tripartito y el de Rodríguez Zapatero que se fue al traste con la crisis. Valga decir que no todo se fue al traste: se siguió invirtiendo en alta velocidad y en otras líneas de Cercanías. Fomento decidió que eso era prioritario sobre el desdoblamiento de la línea del Maresme y la de Vic, cuyas mejoras están también en el limbo. Por su parte, el Gobierno catalán tiene otras urgencias: pedir el traspaso de las competencias para consultas es mucho más importante que lograr algunas mejoras para el conjunto de la ciudadanía. Después de todo, los consejeros no acostumbran a tomar este tipo de convoyes. De modo que la lectora puede esperar sentada: habrá terminado sus estudios y los trenes seguirán con un horario casi disuasorio. Un detalle (aunque tiene trampa): el tren tarda hoy lo mismo en efectuar el recorrido entre Mataró y Barcelona que cuando se inauguró la línea en 1848. La trampa es que entonces no tenía paradas intermedias. La realidad es que una tercera vía para directos o semidirectos, reclamada por el Consell Comarcal y que aliviaría a la lectora, tampoco está prevista.

La primera historia terminó bien, pero con retraso. La segunda ni siquiera tiene fecha para el final. Se podría hacer la broma asociando los retrasos a Renfe pero lo lamentable es que el tiempo de las administraciones no es el de los administrados. Es como si los administradores más que un servicio público se vieran a sí mismos como una autoridad. Se comprende que en algún pueblo, a las autoridades que los días de oficio religioso ocupaban lugar preeminente en la iglesia, no las llamaran “autoridades” sino “atrocidades”. Sólo quedaba sufrirlas.

Pero también cabe la queja y la batalla. I. O. consiguió una pequeña victoria. Igual que los vecinos de Gamonal. ¿Hay que conformarse con menos?

Imagen tomada por Giacomo Lombardi.

El País

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