Con motivo del pasado Dia del País Valencià (9 d'octubre) escribí en Agenda Pública sobre los problemas de financiación autonómica que, como es ya evidente a estas alturas para todos, padece la Comunidad Valenciana, muy similares a los que han acabado de colmar la paciencia de tantos ciudadanos de Cataluña. No puede discutirse en estos momentos la gravedad de los efectos de un sistema que funciona muy mal y que, llegados a este punto, han empezado a provocar efectos no sólo económicos sino políticos. Por esta razón, más allá de los casos concretos de Cataluña o Valencia conviene reflexionar sobre el modelo de financiación en sí mismo, que necesita de una urgente transformación en profundidad. Es un tema sobre el que ya se ha discutido en este blog (incluso tratando de esbozar hace ya cuatro años una propuesta que ahora quedará algo rectificada en sus detalles), pero al que, inevitablemente, hay que volver.
Desde un punto de vista general y abstracto, que es como vale la pena afrontar el diseño general de un sistema si uno aspira a que tenga sentido (en lo que no deja de ser sino una burda aproximación a trabajar partiendo de una posición semejante al velo de la ignorancia del que hablara Rawls), parece importante definir qué efectos serían deseables y cómo parece más lógico intentar conseguirlos. Para ello, además, hay que definir previamente qué fines nos parecen deseables. Pero eso no parece demasiado difícil de hacer. Tenemos un sistema cada vez más complicado y, la verdad, sería mucho mejor que fuera más sencillo. Tenemos un sistema que nunca ha logrado un reparto de los recursos más o menos igualitario entre la población y, la verdad, al menos mientras seamos un único país y vivamos como ciudadanos en un mismo marco estaría bien que el resultado tendiera a asignar los mismos recursos a todos. Por último, tenemos un sistema que desincentiva la corresponsabilidad fiscal y, la verdad, estaría bien que el gasto público se hiciera por entes que, a su vez, estuvieran obligados a dar la cara democráticamente para recaudar, de modo que como sociedad las decisiones sobre esfuerzo fiscal estuvieran influidas por las repercusiones directas sobre el dinero disponible por parte de las Administraciones implicadas.
Todo ello es lo que ya traté de abordar en 2008, como propuesta sobre las cuestiones claves que debieran haber sido motivo de intenso debate político con motivo de las elecciones que se realizaron ese año. Increíblemente (o no tan increíblemente dado que el problema no se abordó) estamos casi 5 años después en las mismas. Así pues, veamos qué se proponía en ese momento y cómo tendría sentido, en su caso, matizar algo de lo dicho entonces (añadidos y matizaciones en cursiva).
Planteamiento. El actual modelo de financiación de las diferentes Administraciones públicas que rige en España tiene numerosos problemas (que no es el momento de detallar exhaustivamente y mucho menos de justificar pero que sí conviene recordar, al menos, en sus elementos estructurales más importantes):
- Es muy complicado.
- Es diferente para unas partes del territorio y para otras (algo que, más allá del sistema del cupo vasco, pudo tener sentido cuando los niveles competenciales de las distintas regiones diferían mucho o en un momento inicial del despliegue autonómico para compensar, durante un tiempo, diferencias estructurales de partida muy importantes en el nivel de dotaciones, pero que en la actualidad sólo es fuente de conflictos). - Fomenta una constante lucha en los diferentes agentes (CC.AA., pero no exclusivamente) por una mayor parte del pastel, desviando esfuerzos que serían mejor empleados en buscar un óptimo rendimiento al dinero de que se dispone o mejores formas de luchar contra el fraude o de idear sistemas impositivos más eficaces y justos.
- Genera irresponsabilidad fiscal, en la medida en que los ingresos con los que cuentan las Administraciones públicas no dependen, en su gran mayoría o un porcentaje muy elevado, de su propia actividad recaudatoria (con la excepción del Estado, que es el “gran racaudador” del que todos se aprovechan).
- Compromete la estabilidad de ciertos servicios básicos prestados por algunas Administraciones (CC.AA., municipios…), en la medida en que la financiación de los mismos, dada la insfuciencia financiera de estas Administraciones para hacerles frente, depende de transferencias que, aunque siempre acaben llegando (porque es ley de vida), no dejan de ser jurídicamente “graciosas” por parte del Estado o de la Comunidad Autónoma, respectivamente. Adicionalmente, los mecanismos de reparto y solidaridad puestos en marcha como compensación a la cesión de crecientes porcentajes de ciertos impuestos a las CC.AA. hacen que las subidas de tipos en esos tributos que puedan decidir algunas Administraciones no vaya enteramente a sus arcas (reciben sólo un 25%) sino que en su mayor parte (75%) va un fondo de garantía que se reparte luego, esencialmente, a partir de criterios de población. Este modelo desincentiva de manera evidente subir impuestos y, antes al contrario, incentiva una escalada a la baja en la medida en que compensa recibir dinero por subidas de impuestos en otras CC.AA. mientras tú los bajas.
- Plantea enormes problemas en lo que se refiere a la financiación de los entes locales con insuficiencias históricas que se han paliado tradicionalmente por medio de recursos extraordinarios (urbanismo) generando efectos perversos que, además, han provocado una situación dramática con el actual parón del ladrillo.
- Ha fracasado como agente de redistribución de la riqueza (como demuestra el incremento de los últimos años en las diferencias de renta regional, simbolizado a la perfección en la “escapada” de la región de la capital).
- Genera enormes diferencias, más allá de toda justificación, en la renta disponible pér cápita de la que disponen para prestar servicios equivalentes a sus ciudadanos las Administraciones encargadas de ello.
Lo cierto es que, a la vista de este panorama, la pregunta podría ser, sencillamente, si es posible diseñar peor un sistema de financiación autonómica. Y, como es obvio, lo es. De hecho, un modelo todavía más nocivo y problemático está empezando a esbozarse en las reformas estatutarias que están siendo aprobadas recientemente, con mandatos contradictorios de todo tipo. Aunque probablemente es de justicia reconocer que el germen de ese posible (y gravísimo) embrollo futuro es el modelo actual. He ahí el motivo de que una reforma en materia de financiación autonómica me parezca tan importante. Por esta razón y porque, también, estamos ante un elemento esencial y estructural del pacto de convivencia: cómo nos repartimos el dinero para hacer cosas y cómo nos organizamos para recaudarlo.
Tratando de cumplir con mi promesa de brevedad en la exposición (ya olvidada a pesar de realizada hace nada), allá va una sugerencia de reforma de la LOFCA que, a mi juicio, podría proponerse con la aspiración de mejorar el modelo, dotándolo de estabilidad y obligando a una inevitable corresponsabilidad fiscal, así como asegurando los ingresos de las diferentes Administraciones (haciéndolos depender, a su vez, de su gestión) y aspirando a lograr constituirse, a su vez, en un fuerte instrumento de perecuación social (aunque obviamente eso dependerá también mucho de cómo se defina luego el sistema impositivo) y territorial. Las premisas a partir de las cuales se articula son:
1.- El modelo ha de ser estable e igual para todo el territorio. Ello obliga a tener en cuenta la existencia del cupo vasco (y de su hermano menos conocido, el canon navarro). Obviamente, la única solución posible es generalizar el modelo de cupo a todas las Comunidades Autónomas, dado que está constitucionalmente garantizada su subsistencia (la Disposición Adicional Primera de la Constitución, a cambio de la generosa abstención del PNV en el referéndum constitucional, estableció que “la Constitución ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales. La actualización general de dicho régimen foral se llevará a cabo, en su caso, en el marco de la Constitución y de los Estatutos de Autonomía). Ocurre que, a su vez, y como es obvio, generalizar el cupo vasco en sus actuales términos a todas las Comunidades Autónomas supondría, sencillamente, la liquidación por inviable del Estado. Por este motivo lo que hay que hacer es buscar una fórmula que permita respetar los derechos forales (respetados pero actualizados, como dice la Constitución, a la luz de su propio marco). Dado que la actual versión del cupo, maximalista, es una interpretación que no está blindada constitucionalmente, es perfectamente posible, y de hecho coherente con la esencia de los fueros vascos, entender que los privilegios fiscales que originan el modelo de cupo se concretran en la capacidad total de gestión y recaudación de aquellos impuestos básicos y centrales para la existencia de un sistema fiscal completo en una comunidad, esto es, todos los que tienen que ver con la capacitación y algún tipo de relación directa con sus habitantes. Sin embargo, el cupo nunca impidió, especialmente en época foral, la subsistencia de hechos imponibles ajenos a la dinámica de relaciones entre personas y Administración que seguían siendo del Estado. Así, por ejemplo, el arancel, pero no sólo. Ha sido en época democrática cuando se ha acabado por entender que el sistema de cupo ha de comprender todos (o casi todos) los impuestos. Pero ello no es necesaria ni constitucionalmente así. Un modelo que respetara la esencia del pacto foral (que sustancialmente exige que la tributación de los vascos por sus actividades y sus rentas sea realizada por las instituciones forales) pero no fuera maximalista permitiría su extensión en condiciones de igualdad a todas las Comunidades Autónomas. Aceptada esta premisa (sí, ya sé que a partir de este punto todos los vascos y navarros dejan de leer y que estamos hablando de ciencia ficción político-constitucional en España, donde no se entiende imprescindible esto de la igualdad fiscal de los ciudadanos sino más bien, al contrario, una muestra de diletantismo intelectual), ¿cómo podría ser un sistema así?
2. El modelo ha de establecer que unos impuestos sean estatales, otros autonómicos y otros locales. Por simplificar. Y porque de esta manera todos sabemos a lo que se juega y se obliga a responsabilizar a los actores. A mi juicio, lo mejor para evitar la irresponsabilidad fiscal y la constante pretensión de jugar con más armas que otros consiste en dejar claro que a cada cual corresponden unos tributos y que con ellos, y sólo con ellos (en principio) habrá de apañarse. Es importante por ello que se definan claramente qué impuestos son estatales, cuáles autonómicos y cuáles locales. Y que cada Administración pública tenga competencias plenas sobre los mismos: legislación (lo cual incluye, por supuesto, poder fijar los tipos impositivos), gestión, recaudación e inspección. Cada Administración, ya sea el Estado, ya sean las Comunidades Autónomas, cuenta con un “arsenal impositivo” a su disposición que puede usar a su gusto: de ellas dependerá cómo hacerlo, pero las consecuencias les afectarán, a su vez, sólo a ellas.
3. El modelo ha de permitir la substencia del Estado y dotarlo de medios financieros estables. Dicho lo cual es posible identificar impuestos que, por su origen y esencia (posteriores a la época foral y ajenos totalmente a las dinámicas impositivas forales), podrían servir perfectamente para satisfacer las necesidades financieras del Estado. El modelo, dado que en un sistema de naturaleza federalizante como España las competencias del Estado están limitadas (art. 149.1 CE), siendo todas las demás de potencial asunción autonómica, puede cerrarse a partir de la idea de que, análogamente, los impuestos destinados a sufragar los gastos estatales han de ser unos muy concretos y determinados. Pero, por supuesto, suficientes. La idea sería que el Estado concentrase aranceles, impuestos especiales e IVA, así como cualquier otro tributo más o menos equivalente. Con ellos, dada la actual evolución de la recaudación, puede asegurarse, a día de hoy, que un 35-40% de los fondos del erario irían a parar al Estado. Más que suficiente para desarrollar, en principio, su labor, teniendo en cuenta que la Seguridad Social, su gestión y sus ingresos, van por otra parte y que, a día de hoy, las competencias autonómicas son las que concentran más gasto (Educación y Sanidad, por ejemplo). Con lo cual habría fondos incluso para medidas de perecuación territorial, ya sea mediante un Fondo de Compensación, ya sea mediante otras medidas (adicionales, por lo demás, a una propuesta básica y estructural que se detalla después). Además, si se determinara que no hay fondos suficientes con este modelo para satisfacer las necesidades estatales (cuestión más que dudosa), siempre podría, en paralelo a la generalización del modelo de “respeto a la fiscalidad foral garantizada constitucionalmente” para todas las CC.AA., extender el modelo de cupo también para todas (aunque lo ideal sería que, con este esquema, desapareciera la necesidad del mismo, también para Euskadi y Navarra): que se pague un % para el mantenimiento de las infraestructuras y servicios estatales según los ingresos de cada Comunidad. De todos modos, como digo, esto no tendría que ser necesario, ni mucho menos, con los números en la mano. Este modelo cuenta, además, con la gran ventaja adicional de que el Estado tendría un enorme acicate para inspeccionar y controlar una de las bolsas de fraude fiscal más importante y masivo existentes en la actualidad: el IVA, ya que en ello le iría un evidente interés directo.
Respecto de esta tesis defendida en 2008, creo que es evidente que habría que añadir a la lista de impuestos estatales las sociedades dado que con ellas se produce un efecto análogo al IVA: su difícil territorialización dado que se entienden devengados allí donde tiene la sede social la empresa. Es manifiestamente injusto que los tributos derivados de actividades económicas realizados en todo el territorio nacional se asignen sólo a la región donde está la sede social. De manera que, para evitar este efecto, el Estado tendría que quedarse no sólo aranceles e IVA sino también el Impuesto de Sociedades. Además de evitar que los ciudadanos del resto de España que compran en Mercadona acaben pagando impuestos en Valencia, los clientes de Telefónica en Madrid o los que vayan por una autopista de peaje en Barcelona, esta decisión tiene una ventaja adicional: elimina cualquier distorsión de mercado interior entre empresas por factores fiscales (yendo en la línea de las peticiones que se escuchan con cada vez más frecuencia en favor de un tipo único europeo). Para compensar, los impuestos especiales podrían ir sin problemas a las CC.AA., dado que además son de fácil territorialización.
4. El modelo ha de garantizar a las Comunidades Autónomas suficiencia financiera y total control sobre los impuestos que gestionan. Para cerrar el cuadro, correspondería a las Comunidades Autónomas el resto de impuestos, comprendiendo además los grandes tributos tradicionales de fiscalidad directa (IRPF, Patrimonio) más Sociedades impuestos especiales y Sucesiones/Donaciones). Igualmente, siempre y cuando no supusiera doble imposición con los impuestos “federales” (o con los que la ley prevea para las entidades locales), las Comunidades Autónomas podrían gravar cualquier manifestación de capacidad económica, convirtiéndose así en la “instancia impositiva básica”, por así decirlo. En cualquier caso, a partir de este momento, las CC.AA. tendrían plena capacidad normativa sobre IRPF, Patrimonio, Sociedades impuestos especiales y Sucesiones/Donaciones, todo lo que recaudaran les revertiría en sus arcas y la co-responsabilidad fiscal sería evidente, así como las consecuencias en materia de disciplina financiera que se derivarían, dado que cualquier ahorro repercutiría en la posibilidad de realizar más obras, prestar más servicios, etc. Igualmente, las reducciones de impuestos que beneficiaran a sus ciudadanos serían también “pagadas” en los servicios públicos recibidos y viceversa, lo que además de co-responsabilidad impelería a un cierto control democrático más directo sobre la cuestión fiscal. Resulta por lo demás evidente que a partir de este momento carecería de sentido que parte de los incrementos derivados de una subida de presión fiscal fueran a otras CC.AA.
5. El modelo ha de garantizar la cohesión social y territorial. Para garantizar la cohesión social y territorial la ley de financiación crearía un fondo financiado con los recursos estatales (esto es, cuyo origen serían impuestos indirectos de todo el país, como hemos señalado especialmente el IVA y el impuesto de sociedades los impuestos especiales) que, por ley, tendría que cubrir las diferencias entre lo efectivamente recaudado por cada Comunidad Autónoma a partir de la presión fiscal media derivada de sus tributos y las rentas efectivas en esa región (o, más bien, de lo que teóricamente habría recaudado según la figuración realizada a un tipo medio x, ya sea fijado por ley, ya sea según el resultado de la media efectiva del país) y lo que efectivamente tendría que haber recaudado a ese mismo tributo en esa región para que sus ingresos por ese concepto fueran exactamente lo mismo per capita para todas las Comunidades Autónomas.El sistema puede aspirar a igualar al 100% o, por ejemplo, igualar hasta el porcentaje de recursos que las CC.AA. destinan a recursos y servicios básicos (Sanidad, Educación, servicios sociales...) que está en torno a un 90%. Esto es, por medio de los ingresos del Estado se establecería un sistema de compensación que haría que las Comunidades Autónomas tuvieran, caso de que todas hubieran fijado un mismo nivel de presión fiscal, los mismos ingresos por habitante en este concepto: las más ricas simplemente por el producto del mismo y las demás porque el Estado igualaría hasta lograr que todas tuvieran un nivel homogéneo de ingresos por este concepto. Una medida así tiene como ventajas:
- es un indudable agente de cohesión, porque el Estado financia con fondos de todos preferentemente a las comunidades más pobres y lo hace a partir de criterios de dinero disponible para servicios públicos por habitante;
- no uniformiza totalmente la situación, pues las zonas con más renta seguirían contando con el plus de unos mayores ingresos vía IRPF, con lo que no genera el temido efecto “desincentivación”, caso de que se opte por no igualar hasta el 100% sino sólo por el porcentaje de servicios esenciales y, además, en cualquier caso, no uniformiza totalmente a partir del momento en que las CC.AA. decidan variar la presión fiscal;
- soluciona los problemas del “efecto sede” en el Impuesto de sociedades (por estar éste asignado al Estado);
- permite a las Comunidades, a su vez, jugar con el tipo del impuesto de sociedades modular la presión fiscal sin que el hecho de bajarla y recaudar menos comporte una ficticia situación de penuria que haya de compensar el Estado (pues las cuentas, si los tipos difieren, se hacen a partir del tipo teórico);
- provoca que las comunidades más ricas tengan sí puedan disponer de más renta disponible para prestar servicios por habitante, sobre todo si incrementan la presión fiscal (algo menos costoso en términos de esfuerzo justamente allí donde más niveles de renta hay), pero mejorando comparativamente la situación de las más pobres, permitiendo la solidaridad sin desequilibrios radicales y amparando una evolución hacia la convergencia “tranquila”, pausada y correlativa a la propia evolución social (donde las sociedades más ricas tienen más financiación para servicios públicos y no al revés).
6. El modelo, además, cuenta con una posible acción estatal reequilibradora. Además de este mecanismo, es evidente que la actuación del Estado, per se, ha de contribuir al reequilibrio. Lo hace ya de por sí, simplemente, invirtiendo por igual en todo el país (lo que supone una prima indirecta a las zonas que tienen menos renta pues reciben un mismo nivel de inversión habiendo contribuido proporcionalmente con menos) o con mecanismos como las pensiones, la cobertura de desempleo y todas las prestaciones de la Seguridad Social que, financiadas como "caja única", provocan indirectamente transferencias de las regiones más ricas y que más han cotizado a las que menos lo han hecho (o así debiera ser, aunque el efecto sea a partir de personas y no de territorios, en la suma agregada). Pero es que, además, las grandes obras públicas estatales pueden y deben orientarse a la disminución de las desigualdades primando a las zonas más desfavorecidas, más despobladas o con problemas estructurales. Si el Estado, en este sistema, con la suficiencia financiera asegurada, desea contribuir a la reducción de desigualdades, puede, en consecuencia, hacerlo perfectamente a través de sus inversiones. Igualmente, si se constata la existencia de Comunidades Autónomas que, gracias al sistema, tengan un saldo financiero extraordinariamente positivo, el Estado puede, sencillamente, inhibirse a la hora de invertir en ellas y no hacerlo, de forma consciente, en la misma medida que en otras. Teniendo dinero para ciertas infraestructuras sus propias Administraciones Autonómicas, como su saldo fiscal dejaría patente, les es exigible a las mismas hacerles frente por sí mismas. Los datos que justificarían tales actuaciones serían, además, de fácil y sencilla publicidad. Porque, de hecho, las balanzas fiscales (actualmente opacas) ya no serían tales. Habría saldos fiscales de cada autonomía, absolutamente transparente y conocidos por todos. Y ello derivaría necesariamente en una serie de administraciones co-responsables fiscalmente según sus competencias en la materia, de las que todos sabríamos cuánto recaudan y cómo. Las peleas, a partir de este momento, se orientarían a tratar de conseguir una mejor gestión del dinero y una mayor eficacia en la recaudación y lucha contra el fraude. Así como a tratar de demostrar a los ciudadanos, a los votantes, las bondades de su gestión, obligados, por comparación con los vecinos, a competir no en conseguir más dinero del Estado sino a gestionar lo mejor posible el propio.
7. Rebajas fiscales y lucha contra el fraude. El modelo, así diseñado, permite, por supuesto, una supuesta guerra de rebajas fiscales entre las diferentes Comunidades Autónomas (piénsese, por ejemplo, en los impuestos de Sociedades o Patrimonio o en Donaciones y en los conatos ya habidos a cuenta de las especialidades de Euskadi y Navarra). A mí, en un contexto de co-responsabilidad fiscal, no me parece ncesariamente mal que así sea (piénsese en lo que ocurre en Suiza o entre los distintos países de la Unión Europea). Lo que es inaceptable es cuando se produce en un contexto de aprovechamiento de situaciones excepcionales (como ocurre ahora). Así que no creo que fuera necesariemente un problema. O eso espero. Además, ya existe un cierto encuadramiento en la Unión Europea (y más que habrá en el futuro) al efecto, como es sabido (y aquí de nuevo viene a cuento el asunto vasco, con la intervención de Europa allí donde nunca lo hizo el Estado español actuando contra las alteraciones que ciertas medidas fiscales especiales provocaban en la libre competencia). Ahora bien, al amparo del art. 149.1.1ª de la Constitución española, sería perfectamente posible que el Estado dictara legislación con umbrales mínimos y máximos respecto de los tipos de los diferentes impuestos, permitiendo flexibilidad en su concreta determinación a las Comunidades Autónomas pero, a su vez, impidiendo excesos. Por lo demás, la experiencia reciente demuestra que, cuando se juega con los recursos de uno, las alegrías no suelen ser muchas (así, véase el escaso efecto de la humilde asignación de capacidad normativa sobre parte del IRPF a las CC.AA.).
En lo que se refiere a la lucha contra el fraude, cada Comunidad Autónoma habría de contar con su propia Agencia Tributaria, encargada de la gestión de sus propios tributos. La Agencia estatal se encargaría de la gestión de los impuestos indirectos que le tocan (lo que queda del arancel, IVA e impuestos especiales). A efectos de inspección, la Agencia estatal creo que estaría bien que también tuviera reconocidas competencias en todo el Estado y respecto de todos los tributos, incluyendo los autonómicos. No está de más que se produzca cierta superposición en esa materia, creo.
7. Entes locales. La ley habría de contener también previsiones de indemnidad respecto de los impuestos de base local (por ejemplo, IBI e impuesto de circulación), así como tendría que establecer la exigencia en la Ley Reguladora de Haciendas Locales de que los presupuestos municipales obligatoriamente fueran cubiertos por medio de los ingresos fiscales ordinarios propios de los municipios, sin que a estos efectos pudieran computarse los derivados de la transformación urbanística.El coste del mantenimiento de la ciudad y de sus servicios, por ley, habría de ser pagado por los ciudadanos y actividades que viven en ella y se aprovechan de los mismos. Sólo desde el momento en que quede así definido, de manera expresa y estricta, será posible un saneamiento racional de las finanzas locales que, obviamente, pasará por pagar más y por discriminar a aquellos ciudadanos que consumen más recursos y generan más gastos de los que consumen menos (impuestos de circulación que atiendan a las dimensiones del vehículo y mucho más altos como tónica general, IBI también más elevado y que tenga en cuenta la situación de la vivienda respecto del coste en servicios que comporta -y no sólo respecto del supuesto valor de la misma según la zona en que se ubique-, tasas de alumbrado, basuras, aguas y demás suficientes para cubrir los costes y que tengan en cuenta que las zonas residenciales con vivienda aislada consumen muchos más recursos, etc). En general, es obvio que los impuestos locales que pagamos son menos de los debidos, lo cual genera enormes problemas. Cuanto antes se solvente la anomalía, mejor. Y que quienes se montan la vida en una ciudad en plan “servicios premium” (pienso en las urbanizaciones con unifamiliares depredadoras de recursos y carísimas a la hora de dotarlas de servicios) paguen en consecuencia, por supuesto. De esta racionalización, en puridad, no tendría que derivarse un incremento de la presión fiscal sino su mera racionalización: gestión municipal de los mismos, asunción valiente de los costes políticos de recaudar y paralela desaparición de transferencias anómalas e inestables por parte de otros entes para garantizar la suficiencia de los entes locales.
Dicho lo cual, ya pueden empezar a arrearme cuanto gusten. Flancos en la propuesta, como es evidente, los hay, y muchos. Pero una cosa es incumplir de inicio mi promesa de brevedad y otra bien distinta pretender tener capacidad y conocimientos para cubrirlos todos (o, siquiera, para intentarlo).
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Los más conspicuos seguidores de este bloc, o quienes simplemente tengan muy buena memoria, puede que recuerden que hace ya un tiempo escribí una cosa sobre este tema que en el fondo era muy parecida aunque en realidad pueda parecer que es justo la contraria de la que propongo ahora como actualización de la ocurrencia. La razón del cambio, que creo que puede convenirse que no altera la esencia de la idea propuesta, es tratar de cuadrarlo incluyendo al País Vasco y Navarra sin necesidad de modificación constitucional.
Reconozco, por lo demás, que pretender poder poner en marcha un cambio semejante sin cambiar la Constitución requiere llevar a ciertos extremos hasta la fecha inexplorados la exégesis sobre qué garantiza exactamente en materia de fueros la DA1ª de la Constitución. Pero, como decía en el primer comentario de la serie, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha sido históricamente flexible y voluntarista en cuanto al diseño del Estado y reparto competencial (no así, por ejemplo, en materia de derechos y libertades, donde su interpretación ha sido siempre mucho más, dicho sea en positivo y pérdonese la broma, fundamentalista). Así que entiendo que, más allá de las dificultades políticas que poner en marcha algo así pudiera suponer, creo que sería constitucionalmente posible, con algo de manga ancha. Y, en este sentido, contamos con la tradición “comprensión” del TC respecto de la extensión de competencias estatales y con la ya claramente afirmada (y reiterada en la primera sentencia sobre los nuevos estatutos, la del valenciano) doctrina en cuanto a la relación de leyes orgánicas constitucionalmente exigidas, como pueda ser la de financiación autonómica, con los Estatutos de Autonomía. Así que la LOFCA, en una versión “dura”, podría tratar de poner en marcha esta propuesta. No así, en cambio, la que en su día esbocé, que sí requeriría una reforma constitucional (no, no es lo mismo que el sistema vasco de garantías forales se quede sin impuestos como el IRPF y sucesiones que el que se quede sin el IVA; vamos, al menos no lo es a mi juicio).
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