Usando la labia, o argumentando con una entrada de las de verdad buenas, siempre hay algún aficionado que intenta colarse en el autobús oficial del Abierto de Estados Unidos. El vehículo cubre el trayecto entre el centro de Nueva York y Queens, que dura entre 45 minutos y 1h30m dependiendo del tráfico caótico de la Gran Manzana. Los seguidores saben que su insistencia tiene premio. No es el viaje gratis. Es sentarse cerca de sus ídolos.
Solo en Nueva York los tenistas comparten transporte con los periodistas, los invitados VIP y los entrenadores. Solo los cabeza de serie, Rafael Nadal o Roger Federer, además de los antiguos campeones, gozan del privilegio de un coche oficial que les lleve cómodamente hasta el club. Así, uno puede ir sentado tranquilamente al lado de Anastasia Myskina, exnúmero dos mundial, la rusa que conquistó Roland Garros en 2004 batiendo rivales al mismo ritmo que rompía corazones. El viajero se puede encontrar también con Marcel Granollers, ya clasificado para la segunda ronda, o con Marc López, doblista y compañero de entrenamientos de Rafael Nadal, igual que el brasileño Marcos Daniel le puede solicitar que libere un asiento de su mochila para ocuparlo él.
Bajo el frío del aire acondicionado, el autobús enseña otro Abierto. Jugadores reconcentrados en sus BlackBerrys o Ipods, ciegos y sordos en muchos casos al mundo exterior. Entrenadores sin trabajo en busca de clientes, los más dicharacheros. Accidentes. Si los túneles que atraviesan el Hudson East River tienen algún problema de tráfico, el caos está asegurado. A veces, lo provocan los propios autobuses. Una vez, ‘Tsunami’ Gabashvili se puso a maldecir en todas los idiomas que conoce, que son muchos. El bus se había chocado contra la pared del estrecho pasillo subterráneo, a punto de reventar una rueda y de repetir, o así lo pareció en el momento del golpe, las dramáticas escenas de la película Pánico en el túnel.
Todo eso pasa en el autobús. A todo eso intentan subirse día sí día no los aficionados más lanzados.