Son más de cuatro horas, cinco sets, una paliza de carreras, tiros, esfuerzos y agonías varias. Son la noche de Nueva York, el público gritando y Juan Martín del Potro, el campeón de 2009, un ogro, derrotado. Son la cadera dolorida, los 32 años, mil y una operaciones que parecían sin salida. Todas esas son las señales que demuestran que Lleyton Hewitt, el demonio hecho tenista, enrojecido siempre, gritón perenne, competidor eterno, sigue vivo. En tercera ronda del Abierto de Estados Unidos no estará el argentino porque le derribó el australiano en un tremendo partido.
“Increíble”, dijo el excampeón tras protagonizar un tie-break antológico en la cuarta manga. “Me he divertido infernalmente. Aprecio cada partido. Nada es comparable a estar aquí fuera”.
Delpo jugó impedido por la muñeca izquierda, que le impidió golpear el revés con la violencia que le caracteriza. El mérito de Hewitt, en cualquier caso, fue mayúsculo. Este es un hombre que rinde día a día tributo al juego, coronado ya como un enamorado del tenis, dispuesto a seguir por encima de los resultados y los pronósticos, del futuro que le aguarda en cada torneo. Uno que no concibe la vida sin raqueta. Uno que sufre y aprieta los dientes porque respirar para él es jugar, pegar, correr, competir sobre la pista. Gritar, rugir, enfadar, competir, competir y competir. Hewitt no volverá a ser el número uno del mundo, es imposible que se corone de nuevo en los grandes, pero no quiere decir adiós, siempre se da otra oportunidad, sabe que el gen competitivo que le hizo grande es único y no se extingue con los años.
Su victoria queda inscrita en la letra pequeña de los grandes, que siempre tienen espacio para historias en minúscula, que generan partidos sin las estrellas como protagonistas que acaban por tejer por dentro la grandeza misma de los torneos. Hewitt es pasión y de pasión están hechos los Grand Slams. Hewitt es deseo, hambre, avaricia de tenis. Hewitt es un tipo de 32 años que amenza con hacerse eterno, con seguir para siempre enfurecido, gritando, contraatacando y derribando gigantes con la fiereza de un demonio.